Image: El hijo del acordeonista

Image: El hijo del acordeonista

Novela

El hijo del acordeonista

Bernardo Atxaga

16 septiembre, 2004 02:00

Bernardo Atxaga. Foto: Jesús Morón

Alfaguara. Madrid, 2004. 486 páginas, 22 euros

Al concluir la lectura de Obabakoak, el lector tenía la impresión de que aquella imagen artística de un lugar y de una época estaba incompleta, y de que el autor acabaría volviendo al universo de la infancia y la adolescencia de los personajes de Obaba para dar cumplida cuenta del abandono físico y sentimental -literario, en suma- de aquel territorio.

El hijo del acordeonista cumple esta función. La historia entra de lleno en las acciones de la novela, que narra sucesos situados entre 1957 -la época escolar en que David y Joseba se conocen- y 1999, cuando David muere en Estados Unidos. El transcurso temporal está marcado por experiencias decisivas: los primeros estudios, las amistades adolescentes, los primeros sobresaltos amorosos, la tímida colaboración con los primeros grupos armados independentistas, la separación, la diáspora, el exilio. David acaba regentando un rancho en California, casado con una norteamericana y obsesionado por la idea de que su mundo originario -el pueblo, los amigos, las costumbres, la "vieja lengua"- desaparece vertiginosamente. Durante años ha ido componiendo en su retiro californiano páginas y páginas que forman un verdadero memorial, redactado en vascuence, para que pueda al menos quedar testimonio escrito de su vida y de sus gentes.

Una vez más, la escritura aparece para salvaguardar la memoria, para fijar lo perecedero. Incluso en la costumbre inventada por David como juego para sus hijas, consistente en enterrar papeles con palabras dialectales del vascuence metidas en cajas de cerillas, se adivina el simbolismo evidente: la "vieja lengua", como los restos en las tumbas de un cementerio, desaparece y, a la vez, perdura.

Muerto David, será su amigo Joseba -en quien sin duda hay muchos rasgos del autor- quien amplíe y complete la obra y se encargue de su publicación. El hijo del acordeonista se presenta, pues, como una variante del clásico "manuscrito encontrado" -ya que el compilador interviene también en el texto- y funde así dos perspectivas, dos puntos de vista, lo que ayuda a explicar las percepciones distintas de la realidad que a veces coexisten en sus páginas, y también algunas elipsis temporales. No estamos ante la complejidad del Quijote, pero sí ante una organización textual sabiamente aprovechada. La estructura abierta de memorial permite la intercalación de historias, como la del japonés Toshiro o las tres confesiones diferentes de los activistas detenidos. Entre estos relatos breves sobresale el dedicado al primer "americano" de Obaba, que tiene la aparente sencillez, la concisión y la intensidad expresiva de los mejores relatos de Baroja.

Como es práctica habitual en otros autores -pienso ahora en Antonio Soler, por ejemplo-, Atxaga ha vuelto a recrear el mundo de su adolescencia. Pero aquí lo decisivo no son los personajes -Juan, Lubis, Martín-, ni siquiera el despertar erótico, con las historias de Teresa o Virginia, o la inserción de tipos cuyo correlato objetivo es de fácil identi-
ficación -el forzudo Ubande convertido en boxeador de carrera efímera-, sino el velado tono elegíaco que impregna la narración, su carácter de crónica incompleta y personalísima de un mundo distante y casi desvanecido. Esta distancia, que es sobre todo ideológica y sentimental, se manifiesta también en la separación que la muerte o la lejanía imponen a los personajes: Ubande acaba en Madrid, Teresa en Biarritz, David en California, Joseba en Cuba, Agustín en Montevideo... El ciclo de Obaba y sus gentes, que va desde las consecuencias devastadoras de la guerra civil hasta los primeros brotes de activismo antifranquista y su degradación posterior, parece definitivamente concluso. Pero Atxaga posee dotes considerables de escritor, y es capaz de crear personajes sólidos, creíbles y consistentes. Habrá que observar qué derroteros escoge para su segunda navegación.