Image: Ciudad levítica

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Novela

Ciudad levítica

RAÚL DEL POZO

23 mayo, 2001 02:00

Planeta. Barcelona, 2001. 203 páginas, 2.500 pesetas

El argumento es de escaso fuste, pero eso no es lo más interesante de la obra. Lo que cuenta es la recreación literaria de una ciudad de prodigiosa morfología

David M. Mendoza, un veterano guionista de televisión, vuelve a su ciudad natal -Cuenca, aunque no se mencione- a sumergirse "en el laberinto del recuerdo" (pág. 18), impulsado por la evocación de Miguel, su amigo de la adolescencia, que declaraba haber hecho un rapidísimo viaje a París en 1959, volando entre las nubes en compañía de Elipando, enigmático vagabundo con fama de nigromante y experto en saberes ocultos. La semejanza entre este hecho y la historia del doctor Eugenio Torralba, otro conquense supuestamente hereje y adivino procesado en el siglo XVI por la Inquisición, le sugiere a David la posibilidad de escribir un guión para una serie de televisión que debería rodar Cecilia Maura, realizadora a la que David intenta sin éxito seducir desde hace tiempo. Vista desde este ángulo, la novela de Raúl del Pozo es un relato de los esfuerzos de David por hilvanar una historia que, a manera de señuelo, atraiga a Cecilia lo suficiente para establecer una colaboración que acaso permita al guionista satisfacer sus apetencias.

El hilo argumental de Ciudad levítica es, pues, magro y de escaso fuste, pero ni esto parece haber importado al autor ni es lo más interesante de la obra. Lo que cuenta es la recreación literaria de una ciudad cuya prodigiosa morfología parece haber atraído más a pintores que a literatos. Cuenca es el escenario escogido por Baroja para su novela La canóniga, incluida en el volumen Los recursos de la astucia, y el propio escritor califica allí de "levítica" la ciudad. Pero esto no significa nada. Para Baroja, Cuenca es, sobre todo, un ambiente; Raúl del Pozo la contempla más como resultado de una historia. De ahí que el peso de la narración recaiga sobre todo en la evocación de sucesos del pasado, tanto los relativos al doctor Torralba en el siglo XVI como los vividos por Elipando y Zaratustra, todos ellos alojados en la historia más cercana de los "años triunfales". El mismo sentido de reconstrucción de un tiempo desvanecido tiene el relato minucioso e impregnado de puro deleite verbal de antiguos oficios, como las tareas de la molienda (págs. 91-94), o el repaso a los viejos conocimientos acerca de las propiedades curativas de las plantas. La revisión de ese pasado, hecha desde la atalaya de la madurez desencantada en que se encuentra David, sería suficiente por sí misma para dar consistencia a la historia. Sólo que esta línea temática queda un tanto desvaída al unirse a los propósitos que alberga David con respecto a Cecilia Maura y que, desde un punto de vista literario, sólo dan como resultado unas páginas de gran calidad donde se plasma el encuentro de ambos.

Es indudable, en efecto, la calidad de muchos pasajes en los que la precisión léxica y la brillantez imaginativa concentran el interés de la lectura, pero a costa de crear desequilibrios constructivos; a veces la acción se paraliza y el relato cede paso a largos diálogos descriptivos cargados de informaciones no siempre pertinentes para el desarrollo del asunto. Ocurre así, por ejemplo, en la narración del doctor Torralba, donde, Raúl del Pozo ha seguido muy de cerca fuentes -que cita- como Menéndez Pelayo y Julio Caro Baroja. En el libro de este último titulado Vidas mágicas e Inquisición (1967) y, antes, en la Historia de los heterodoxos españoles de don Marcelino, se da cuenta pormenorizada de las andanzas del curioso nigromante. Y apenas están elaboradas estas informaciones, algunas de las cuales se ofrecen literalmente, si bien puestas en boca de David en sus conversaciones con Cecilia. Menéndez Pelayo había escrito, por ejemplo (Heterodoxos, V, iv, 2) que Zequiel "se le apareció [a Torralba] en forma de joven gallardo y blanco de color, vestido de rojo y negro, y le dijo: ‘Yo seré tu servidor mientras viva’". Y David cuenta en Ciudad levítica: "Era un joven gallardo, vestido de rojo y negro. Un día Zequiel le hizo el juramento: ‘Yo seré tu servidor mientras viva’" (pág. 53). En todo esto hay demasiada fidelidad literal a las fuentes, pero, sobre todo, excesiva acumulación de detalles que frenan y desvían la acción principal. Por eso de la novela se retienen páginas y fragmentos sueltos más que una sensación de conjunto estructurado, aunque es perceptible la red de analogías entre la historia de Torralba y la de Elipando, como si los personajes se reencarnasen con el tiempo, y la audaz sugerencia de la escena final entre David y Cecilia como sublimación sincrética de los "vuelos" históricos evocados.

Algo semejante cabe decir del lenguaje: variado, rico en las designaciones, amplio de registros, pero con algunos descuidos: el uso de "impávido" por "impasible" (pág. 11), construcciones como "las grandes ciudades se semejan a la selva" (pág. 187) o "cometería cualquier miseria con tal de engañarla" (pág. 11). Hay elecciones mejorables: el "alfabeto hebraico" (pág. 146) ¿no es más bien "alefato"? Pocos desfallecimientos junto a numerosos méritos.