Image: Explicar el mundo. El descubrimiento  de la ciencia moderna

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Ensayo

Explicar el mundo. El descubrimiento de la ciencia moderna

Steven Weinberg

11 septiembre, 2015 02:00

Steven Weinberg. Foto: Archivo

Traducción de Damià Alou. Taurus. Madrid, 2015 . 432 páginas, 23'90€ Ebook: 10'99€

Steven Weinberg (Nueva York, 1933) no piensa demasiado en Platón o Pitágoras, ni tampoco tiene en particular alta estima a Descartes o a Francis Bacon. Pero en su nuevo libro sobre el origen de la ciencia, Explicar el mundo, Weinberg muestra especial aversión hacia los propios historiadores de la ciencia.

Este físico, ganador de un premio Nobel, ha escrito un amplio resumen histórico que explica cómo la humanidad inventó la ciencia. Sin embargo, ha descubierto que los historiadores menosprecian casi todo lo que a él le apasiona: recelan del pensamiento dominante y de las nociones de progreso; y algunos ponen en tela de juicio la mismísima idea de revolución científica. Pero, por encima de todo, argumentan que no podemos escoger a los triunfadores y los derrotados basándonos en lo que los científicos que luego les sucedieron creían cierto. Insisten en juzgar a la gente en el contexto de su propia época.

Weinberg rechaza todo eso, y se encuentra comodísimo juzgando el pasado guiándose por criterios actuales. A fin de cuentas, los científicos no pueden ignorar de plano que algunas teorías funcionan y otras no. Y es precisamente esa tendencia a prescindir de la piedad lo que hace que Explicar el mundo sea un libro tan fresco. La mayor parte de la historia es más de lo de siempre, por bien escrita que esté. Sin embargo, cada 15 o 20 páginas, el viejo león hace acopio de energía y ruge en defensa de la de la historia whig (la interpretación del pasado como una sucesión de eventos que necesariamente han conducido al presente).

El libro no dice prácticamente nada sobre la biología y la química, y se centra en la física y la astronomía. Esto se debe en parte a que dichos campos resultaron ser más importantes para la ciencia primitiva, y probablemente también a que Weinberg los conoce a fondo. (Casi demasiado a fondo, de hecho: los capítulos de astronomía, en particular, resultan muy densos, y después de leerlos me asustaba un poco la idea de echar un vistazo a las "notas técnicas" del apéndice: ¡qué horrores yacerán enterrados ahí!).

El libro empieza con los antiguos griegos -de Tales a Aristóteles-, que en ocasiones han sido descritos como los primeros científicos, pero que Weinberg clasifica como poetas. Elegían sus palabras "por sus efectos estéticos", escribe, no en aras de una comunicación clara, y tampoco hacían intentos serios para justificar sus teorías con pruebas. Esto nos recuerda la famosa pulla de Bertrand Russell a Aristóteles, quien afirmaba que las mujeres tenían menos dientes que los hombres. Podía haberse ahorrado el error, apuntaba, "limitándose al sencillo experimento de pedir a la señora Aristóteles que mantuviese la boca abierta mientras él contaba".

Weinberg tiene mejor opinión de los griegos helenísticos que vivieron entre los siglos cuatro y uno a.C. A diferencia de Platón y Aristóteles, que erigieron grandes esquemas metafísicos para intentar abarcar toda la realidad, ellos eran más modestos y se centraron en problemas más pequeños y abordables, como calcular el tamaño de la Tierra, la Luna y el Sol. E hicieron verdaderos progresos.

Después de Grecia, el libro realiza un viaje relámpago por la ciencia no occidental. Weinberg sostiene que, si bien es cierto que "Occidente tomó prestado de otros lugares buena parte del conocimiento científico, como la geometría de Egipto, los datos astronómicos babilonios, o las técnicas aritméticas de Babilonia e India", solo en él se desarrollaron los métodos científicos, como construir hipótesis y ponerlas a prueba con experimentos. Además, aunque China dio al mundo fantásticos inventos, como la brújula, Weinberg traza una clara línea entre la tecnología y la ciencia propiamente dicha (una postura bastante impopular actualmente). Hace una excepción con los científicos árabes, que realizaron importantes avances en óptica, astronomía y medicina. El científico árabe Ibn al-Nafis, por ejemplo, fue el primero en determinar que la sangre del corazón entra en los pulmones y vuelve al corazón después de absorber el oxígeno.

Después de ese rodeo la acción regresa a Europa, donde Weinberg continúa con su separación de los salvados y los condenados, empleando un tono bastante irónico. Los historiadores alaban las contribuciones filosóficas de René Descartes, en particular sus prescripciones para evitar errores al reflexionar sobre la naturaleza. Pero Weinberg, con el escepticismo que le caracteriza, apunta: "Para ser alguien que afirmaba haber encontrado el verdadero método para alcanzar el conocimiento fiable, es extraordinario lo equivocado que estaba Descartes sobre numerosos aspectos de la naturaleza".

Weinberg encuentra mucho más admirable a un par de científicos, casi contemporáneos del francés: Galileo e Isaac Newton. No es que estos dos no tuvieran ideas erróneas o incluso chifladas (Newton se pasó buena parte de su vida escrutando la Biblia en busca de mensajes cifrados sobre el Apocalipsis), pero desarrollaron nuevos e importantes enfoques. Galileo experimentó muchísimo, lanzando pelotas por rampas, por ejemplo, para probar las diferentes teorías sobre la caída libre de los cuerpos; pruebas que Weinberg define como "un antepasado lejano de los aceleradores de partículas actuales, con los que creamos artificialmente partículas que no se encuentran en ningún lugar de la naturaleza". Al describir su teoría de la gravedad, Newton desarrolló ecuaciones simples que, mirabile dictu, funcionaban exactamente igual con planetas que orbitan alrededor de estrellas y con manzanas que caen de los árboles, un abanico increíble de fenómenos. "En comparación", escribe Weinberg, "todos los éxitos pasados de la teoría física eran pueblerinos".

A pesar de la polémica, Weinberg merece un reconocimiento por, como poco, plantar cara a los historiadores: demasiados científicos en activo ignoran la historia. Y él ofrece varios buenos ejemplos de cómo la historia puede iluminar a la ciencia moderna. A finales del siglo XVI, el astrónomo Johannes Kepler quería saber por qué cada planeta de nuestro sistema solar giraba alrededor del sol a una determinada distancia. Acabó creando un modelo con cubos, pirámides y otras formas gigantes que flotaban en el espacio, en el que cada figura estaba contenida en la siguiente, como en una matrioska. Así, los planetas orbitaban en esferas contenidas entre sí. Todo ese esquema, inevitablemente, se desmoronó, y la mayoría de los científicos actuales creen que no hay una razón profunda por la que los planetas orbiten a la distancia en que lo hacen. Es algo aleatorio, una casualidad: de haberlo sabido, Kepler habría quedado destrozado.

Los científicos actuales podrían tener que enfrentarse a decepciones por el estilo. Algunos números, llamados constantes de la naturaleza, aparecen una y otra vez al estudiar la física, y muchos físicos quieren saber por qué dichos números tienen unos valores determinados. ¿Por qué la gravedad tiene la fuerza que tiene? ¿Por qué los electrones tienen una masa y una carga específicas, y no otras? Los científicos no han hecho demasiados progresos al respecto, y Weinberg insinúa que a lo mejor no hay una razón profunda. A lo mejor vivimos en uno de los muchos universos que existen, cada uno de los cuales tiene constantes con unos valores básicamente aleatorios. El universo es como es porque sí, y punto.

Es una posibilidad que habría horrorizado a Newton, y que probablemente deprima a no pocos científicos modernos. Equivale a abandonar la búsqueda de un significado más profundo. Tal y como Weinberg escribe en su libro Los tres primeros minutos del universo, "Cuanto más comprensible parece el universo, más poco sentido parece tener".

Sin embargo, Explicar el mundo rechaza en última instancia ese nihilismo. Cuenta una historia rica y significativa sobre el nacimiento de la ciencia, y nos hace reflexionar sobre "lo difícil que fue el descubrimiento de la ciencia moderna, y lo poco claras que están todavía sus prácticas y sus parámetros". A lo mejor el universo en general no tiene ningún sentido y es aleatorio, pero, tal y como nos recuerda Weinberg, siempre nos quedará el triunfo de la ciencia, esa "extraordinaria historia, una de las más interesantes de la humanidad".