Image: El papa Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio

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Ensayo

El papa Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio

Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti

29 marzo, 2013 01:00

Jorge Mario Bergoglio, Francisco I. Foto: Juan Carlos Hidalgo

Ediciones B. Barcelona 2013. 192 páginas. 15 euros


Es posible que lo que más sorprenda de este libro sea que el nuevo obispo de Roma sepa bailar el tango y haya tenido novia, claro está que hasta el día en que decidió hacerse cura. Lo verdaderamente grato es que uno se entere de esas cosas tan normales porque se trata de alguien que habla de sí mismo precisamente así, de la manera más normal. Éste es, en efecto, un libro sobre una persona muy normal que no está muy segura de que valga la pena el trabajo de escribir sobre ella. Se expresa como el porteño que es; incluso cae alguna vez en el "loísmo". Se diría que ha ocurrido con él exactamente lo que cuenta: nació en una familia de inmigrantes italianos, asimiló la cultura argentina -mestiza como todas las culturas-; habló y habla dialecto piamontés y español mejor que italiano. Estudió, trabajó como químico, se oyó llamado al sacerdocio; se ordenó; optó por ser jesuita y, de pronto, empezó a sorprenderse de que lo hicieran provincial en la Compañía, vicario general de su diócesis, obispo auxiliar de la misma, arzobispo, cardenal y, hoy, obispo de Roma. La palabra "estupor" -a veces, "sorpresa"- se repite en sus labios; es una persona que mantiene algo muy importante: la capacidad de asombro ante la realidad (que es condición sine qua non para progresar en el conocimiento y en todo lo demás y -algo capital- para no etiquetar al prójimo).

No querría trazar un panegírico del obispo Francisco. Traicionaría justamente la normalidad que es su principal característica. Su posible impacto en la vida de la Iglesia y del mundo podría sobrevenir precisamente de eso: de su predisposición a enfrentarse a lo que sucede en cada momento en torno a él con la misma naturalidad con que uno mira al semáforo antes de cruzar la calle. Si -como creo- nada de eso tiene que ver con una "pose", puede dinamitar el protocolo vaticano y, tras el protocolo, lo que caiga.

No parece amigo de profundas y largas reflexiones tanto como persona de criterios muy claros (y no menos profundos): cree que un cura puede y debe hablar de política si hace falta. Lo que no puede ser es partidista. Lleva la Argentina en el corazón, pero, justamente por eso, insiste en distinguir entre "país", "nación" y "patria". A él le interesan el país y la nación; pero lo que le parece más importante es la patria; la entiende como el "patrimonio" que heredamos, tenemos que enriquecer y legamos a los que nos siguen. No parece aceptar el esencialismo ni en eso ni en nada; es puro realismo. Le preocupa, por ejemplo, que los padres no jueguen con sus hijos. Tiene carné del San Lorenzo club de fútbol.

No se engaña sobre sí mismo. Pertenece al gremio de quienes hemos llegado a la conclusión de que nuestra primera reacción suele ser equivocada y es mejor esperar al día siguiente. "Transitar la paciencia -dice- es dejar que el tiempo paute y amase nuestras vidas." Reza para que Dios le dé un corazón manso. Se diría que lo tiene. Afirma que el pecado es la mejor situación para encontrarse con Jesucristo. Cree que no hay que ser "guardián de la fe", sino impulsarla. Previsiblemente, los católicos centroeuropeos se enterarán, por fin, de que aquí -en Europa- sólo queda buena teología y poca feligresía, a diferencia de Latinoamérica. Y a los latinoamericanos, como contrapartida, les recordará algo que se ve que le importa especialmente: la capacidad que tiene el trabajo para que una persona se sienta digna.

Aviso que el libro es una reedición de una entrevista que le hicieron los autores y publicaron en 2010 en Argentina. Pero eso tiene la ventaja (notabilísima) de que no es un libro de circunstancias. Se manifiesta el argentino Jorge Bergoglio y punto. Se lee bien. Al final, hay una glosa suya del poema de Hernández que hemos leído desde niños todos los que tenemos relación con la Argentina. Me refiero, claro, al gaucho Martín Fierro.