Ensayo

Altolaguirre. Epistolario (1925-1959)

Manuel Altolaguierre

23 marzo, 2006 01:00

Edición de James Valender. Publ. Residencia de estudiantes, 2006. 793 págs, 40 euros

"El término amigo alcanzaba en él hasta al desconocido". Fuera de contexto, esta afirmación de Aleixandre, perteneciente al artículo necrológico que dedicó a Altolaguirre, adquiere incluso ciertos ribetes de dureza.

Había en el poeta e impresor malagueño, efectivamente, algo de prodigalidad excesiva, tanto en lo material como en los afectos y en el entusiasmo que puso en las decenas de empresas más o menos quiméricas que intentó. Cuando la muerte le sorprendió en un accidente de coche, en 1959, acababa de presentar en el festival de San Sebastián su película El cantar de los cantares y creía estar rozando el reconocimiento y el éxito a los que aspiraba en su última aventura: la producción cinematográfica. Ironías del destino: el eterno arruinado, el que rogaba a los libreros que le liquidasen los poquísimos ejemplares vendidos de sus publicaciones (entre ellas, obras sobresalientes de sus contemporáneos) para poder sobrevivir, conocía por entonces su primer éxito. Era su último avatar, puntualmente reflejado en las cartas que cierran este epistolario.

Sorprende que quien se proclamaba mal escritor de cartas, haya sido el catalizador de una correspondencia que, entre textos propios y ajenos (algunos muy hermosos, como los aportados por Aleixandre), alcanza a registrar con singular exactitud la temperatura de una vida especialmente intensa: desde sus comienzos como escritor e impresor a su rozado triunfo como cineasta; pasando por la andadurade sus proyectos editoriales (entre ellos, la revista "Litoral"), sus estancias en París y Londres y su exilio en Cuba y México; sin que dejen de comparecer los acontecimientos de su vida personal, tales como el nacimiento de su hija Paloma, habida de su matrimonio con Concha Méndez.

No es (ya lo indica el responsable de esta edición, el hispanista James Valender) una correspondencia literaria de primer orden. Pero sí un impagable recorrido por las bambalinas de la llamada "Generación del 27". Llama la atención que quien fuera, como editor, uno de sus más decididos difusores, no pasara de ser un aficionado desde el punto de vista empresarial. También, que el entramado amistoso al que dio lugar esta confluencia natural de talentos fuera capaz de erigirse en poderoso grupo de presión, como fue el caso de Domenchina cuando publicó una reseña no lo bastante elogiosa de una antología de San Juan de la Cruz hecha por Salinas. Altolaguirre se contó entre los firmantes de la carta al director de "El Heraldo de Madrid", donde apareció la reseña, y en una carta privada llama "tonto malintencionado" al reseñista. Aunque no sabemos si estamos ante una opinión personal o ante uno de los muchos reflejos gregarios de este hombre efusivo y superficial, cuya interioridad sólo encuentra expresión en la sensibilidad intimista de su poesía.

Poco de esto último sale a relucir en este legajo de facturas, instancias y cartas circunstanciales. En el que, sin embargo, por un curioso milagro de acumulación, sí queda retratada la personalidad dispersa de quien supo insuflar la mejor parte de sus energías a uno de los periodos más creativos de la cultura española contemporánea.