Image: Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura

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Ensayo

Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura

Fernando R. de la Flor

24 febrero, 2005 01:00

Fernando R. de la Flor. Foto: F.R.F.

Renacimiento. Sevilla, 2005. 312 páginas, 20 euros

Ya que conmemoramos el cuarto centenario del libro de libros, no está de más recordar aquella inquietante admonición quijotesca: "Las letras llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana".

Fernando R. de la Flor también la trae a colación en los umbrales de este Biblioclasmo, que obtuvo el premio de ensayo Fray Luis de León en 1997, cuando todavía estaba fresca la tinta de otros dos títulos que tocan, de una u otra forma, la misma temática: Un mundo con libros, de Gregorio Salvador, y, sobre todo, Los demasiados libros, del ingeniero y poeta mexicano Gabriel Zaid, a su vez finalista del XXIV premio Anagrama.

De la Flor adopta al respecto una postura radical. Retomando la profecía fallida de MacLuhan, que llegó a anunciar la desaparición del libro para 1980, paradójicamente el año en que el ensayista canadiense falleció, argumenta con muy sutiles datos y consideraciones que el final de la Galaxia Gutenberg vendrá por la hipertrofia productiva del sector bibliográfico, por la abominable proliferación de los escritores y el raleamiento, cada vez más acusado, de los lectores. Se inserta así en una tradición contraria al generalizado elogio de la cultura libresca que remite en última instancia a personalidades ágrafas como Pitágoras, Sócrates o el propio Cristo, y tiene conspicuos ejemplos en escritores dieciochescos como Sterne o Voltaire. El primero cavilaba, en Tristram Shandy, que la falta de libros pondría fin a la actividad de la lectura, con lo que se llegaría a una ausencia total de conocimiento que obligaría a la especie humana a comenzar desde el principio, y el segundo describe en su Diccionario filosófico la sensación de aplastamiento producida por una gran biblioteca en el posible lector, quien, paradójicamente, sabiéndose incapaz de leer tantos volúmenes, considerará más fácil escribir uno nuevo para dar rienda suelta a sus pulsiones de letrado.

En el panorama posmoderno que De la Flor nos pinta, la inflación editorial de hoy, que está documentada estadísticamente, se explicaría en parte por este curioso fenómeno de los que, rechazando la posibilidad de leer, sin embargo escriben con la esperanza de ser leídos, en una espiral democratizadora de un proceso -el de la creación literaria o intelectual- antaño reservado a una minoría que ha perdido ya toda su aura, como también la ha perdido el producto de sus desvelos: los propios libros.

No podía faltar, entre las autoridades invocadas por el autor, la de Quevedo, cuyo soneto "Desde la Torre" cita mal -no es "con pocos pero selectos libros juntos"sino " pocos pero doctos"-, pero cuya deslumbrante acuñación de neologismos como libropesía imita desde el propio titulo de su obra. Así, a biblioclasmo -la animadversión hacia los libros- seguirán, a lo largo de este discurso, bibliolitia, bibliocastia, negloptencia, bibliotafio, bibliolatría, escriptofilia, lectomanía, bibliopolita, grafocracia, grafosfera o logomasa. Son palabras que iluminan con sendos sobresaltos la muy grata lectura de estas páginas, ilustradas también con numerosas viñetas, entre las que menudean ejemplos de un género pictórico, el bodegón con libro, que frecuentemente se acopló al tema de la "vanitas" y del "sic transit gloria mundi". Biblioclasmo resulta, así, un fascinante ensayo literario, a cuyo ornato contribuyen también, aparte de su pose provocativa, dos figuras retóricas, la paradoja y la ironía. A la primera he aludido ya al referirme a los demasiados libros como antesala de su desaparición, pero el hecho es que De la Flor hace continuo uso de ella al predicar el abandono de la letra impresa, ámbito an-aurático de lo efímero y lo secundario, como gusta denunciar George Steiner, pero haciéndolo por escrito y con una marcada voluntad de estilo, que sólo desfallece en contados momentos. Y, por último, al percibir la erudición del escritor, fruto inexorable de alguna forma de lectomanía, cuesta creer que sus argumentos se formulan en recto sentido, y no confían en la inteligencia del lector que, en clave irónica, sabrá interpretar la verdadera intentio auctoris. Lo que no deslee la justeza con la que De la Flor pone el dedo en la llaga de una de las mayores lacras culturales de nuestro tiempo.