Angélica Liddell. Foto: Ximena y Sergio

Angélica Liddell. Foto: Ximena y Sergio

Letras

Los cuentos siniestros de Angélica Liddell: hay que tener estómago para digerir tanto horror, tanta belleza

La escritora y dramaturga traza un descenso a los infiernos en 'Cuentos atados a la pata de un lobo'. Su estética es cruda e indigerible, perversa y fascinante.

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Cuentos atados a la pata de un lobo no es tanto un libro como una performance. En sus cuentos, la experiencia humana se convierte en un gabinete de atrocidades, en un desfile de vínculos enfermizos y soledades terribles, en una procesión de cuerpos mutilados, de seres derrapados, de víctimas y verdugos, de crímenes y pasiones, de tedio y fragilidad, de vejez y estupor ante el paso del tiempo. El texto exuda miedo, sangre, sudor y heces.

Cuentos atados a la pata de un lobo

Angélica Liddell

Malas Tierras, 2025
256 páginas. 21 €

Sin corrección ni decoro, sin lenitivos que aplaquen la miseria que anida en el hueso de lo humano, Angélica Liddell (Figueres, 1966) traza un descenso a los infiernos de la existencia. Su estética es cruda e indigerible, perversa y fascinante. Lleva al límite de lo tolerable imágenes y lenguaje, pone el foco en las zonas infamantes de lo humano. En uno de sus cuentos leemos: "Escribo gracias a la presunción de culpabilidad del mundo entero"; por eso, no hay salvación posible ni existe reparación para sus protagonistas.

A lo largo de los treinta y cinco textos que componen el libro, despliega sin compasión una fiereza inconcebible, casi insoportable. Es obscena y cruenta porque, como afirma uno de sus protagonistas, "la violencia estética es una manera de mostrar el malestar por un mundo de carne y hueso que nos asfixia". Su propuesta no es banal, su maldad no es en vano. Lo que pretende la autora es mostrar un hondo amor por la vida y por la muerte, recordarle al lector que no hay una sin la otra.

Liddell ama con una profundidad de pozo negro, de fosa séptica; de ahí que su propuesta literaria traiga de la mano un estilo mórbido y desmesurado, un estilo que consigue asestarnos un mazazo en el cráneo con cada uno de sus relatos. Su hybris es resultado de una tesis esencial que atraviesa todo el libro y es que, para la autora, "el ser humano solo puede ser abordado más allá de toda razón".

Con la misma maestría que maneja el lodazal, la autora sabe ofrecer impresionantes destellos de belleza sobrehumana que ayudan a soportar las verdades que sin tregua nos arroja a la cara. Su performance literaria es un espejo incómodo. Hay que atreverse a mirar y a verse retratado. Tiene el don de revelarnos quiénes somos por debajo de las máscaras y ritos, en el corazón del miedo.

Sus textos son una impugnación a la totalidad de nuestras formas de vida. Un repudio radical. Es tan grande el dolor, tanta la humillación que exuda su escritura, que resulta inevitable pensar que Angélica Liddell no soporta demasiado la brutalidad del mundo y que por eso la escribe, para exorcizarla: "Me dan miedo las personas porque las veo por dentro", afirma, y también: "La literatura es la invención de lo humano sin hombres".

En Cuentos atados a la pata de un lobo la necesidad de afectos, esa búsqueda connatural al ser humano, convierte a los protagonistas en personas repulsivas, "en criaturas turbias y desesperadas" que aceptan la humillación a cambio de ser amadas o incluso sacrificadas porque, como dice una de sus mujeres protagonistas (lo hace así, en mayúsculas), "MIENTRAS NOS ESTÁN MATANDO NO ESTAMOS SOLOS".

Liddell escribe para librarnos de la anestesia del mundo. Es obscena y cruenta, y despliega sin compasión una fiereza inconcebible

Las mujeres se arrastran, sí, pero también son horribles y en ocasiones actúan como auténticas salvajes por la fuerza del deseo. Los hombres son monstruosos y sus cuerpos, repugnantes, pero también hay humor en sus retratos: la autora los convierte en bestiecillas absurdas cuya única obsesión es mantener la erección.

Sus textos son inquietantes y pesimistas; carne, vísceras y sangre, sexo, miedo y amor confluyen para herirnos y provocarnos: "Le gustaba ver sufrir desde lejos / a las personas / y esa era la razón / de su afición a la escritura". Su literatura se desmarca de la cultura del entretenimiento y de la complacencia; de ese hecho procede su sadismo escritural. En uno de sus cuentos más logrados, carga contra el intelectual orgánico de un modo aplastante.

El Premio Nobel es la metáfora que usa para hacer una crítica atroz del autor domesticado, elegante y responsable; del escritor generoso que esconde tras su imagen la ambición personal, una codicia que Liddell resume de este modo: "los hombres no perseguimos el éxito para enriquecernos, sino para conseguir erecciones". Para la autora, la literatura es una boca que muerde hasta que sale la sangre y no un señor muy decente y cultivado de modales exquisitos.

No en vano, invita a preguntarnos ¿qué resulta más nocivo para la literatura, quien asesina a un amante o quien le escribe un discurso a un ministro?: dos imágenes que sirven para hacernos pensar sobre el estatuto de lo literario. La autora lo tiene claro: el escritor, si tiene alguna misión, es la de generar problemas y revelar nuestro asco, porque el arte debe ser "un inmenso acto de rebelión contra la falsedad".

Eso es Cuentos atados a la pata de un lobo: una rebelión inútil y necesaria contra la ética del trabajo, contra la productividad y la realización personal, contra todo activismo blanco y blandengue; un manifiesto contra "el apostolado de la crianza" y el místico maternar, contra el imperio del coach y la gestión de emociones, contra el ritmo cotidiano y el hastío vital.

Porque nuestras vidas han sido reducidas al consumo y el confort, ella escoge el desvío, la repugnancia y el odio y la acedia de los perros, su suciedad, su sudor. Frente al QUIÉRETE A TI MISMA y el adocenamiento, ella elige la crueldad, la inocencia del amor turbio y amoral, los asesinos y el sexo, las vísceras derramadas como diamantes vibrantes. Este libro es, en realidad, una defensa a ultranza de la metáfora, de la imagen que permite ir más allá de un mundo real decepcionante y estrecho, limitante y deprimente.

"Me avergüenza morir por ti y no a causa de las madres de Srebrenica", dice una mujer pensando en su amante, consciente de que el dolor es siempre un mismo dolor o, como afirma la autora, "el sufrimiento aumenta según la cantidad de vidas que respetamos". La vida es humillación; cuando llega la vejez la carne nos mira y ríe, porque somos solo carne. Esta es, quizás, la idea más esencial que atraviesa el libro.

Nuestras caras arrugadas, la incontinencia de heces nos devuelve al lugar de la inocencia perdida, allí donde se encuentran todos los niños muertos. Angélica Liddell escribe para librarnos de la anestesia del mundo. Hay que disponer de un estómago capaz de digerir tanto horror, tanta belleza. Y, mientras tanto, el aire se mueve entre las flores con la misma suavidad con que Liddell nos acuna.