Oriana Fallaci en 1987. Foto: GianAngelo Pistoia/Wikimedia Commons

Oriana Fallaci en 1987. Foto: GianAngelo Pistoia/Wikimedia Commons

Letras

La maternidad frustrada de Oriana Fallaci: "Me robaste el vientre, la sangre, el aliento"

En 'Cartas a un niño que nunca nació', la legendaria periodista confiesa a su hijo nonato todo lo que pasa por su mente, desde su ilusión inicial al sentimiento de culpa.

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"Anoche supe que existías: una gota de vida que escapó de la nada". Así, con esta sencilla frase, la célebre periodista italiana Oriana Fallaci (1929-2006) desvelaba en Carta a un niño que nunca nació (Alianza) su secreto más íntimo: en el mejor momento de su carrera, se había quedado embarazada.

Corría el año 1975 y a sus 46 años la feroz entrevistadora, la reportera audaz que desarmaba a los personajes más destacados del mundo de la política, la economía o el cine con su encanto y sus preguntas impertinentes, valientes y brutalmente honestas, se enfrentaba al mayor reto de su vida, el de convertirse en madre soltera. Y lo hacía sin miedo a los demás "o a Dios", subraya en el libro, y con un único, pero abrumador temor: ¿al futuro bebé le gustará nacer?

Porque Oriana Fallaci, a pesar de ser ella misma una hija no deseada, amaba desesperadamente la vida: "Mi madre no me quería, yo nací por error, por un instante de distracción ajena", confiesa al hijo nonato en su Carta, recordando cómo antes de nacer, cada noche, la futura abuela bebía llorando una medicina abortiva hasta que una noche Oriana se movió en su vientre "y le solté un puntapié para decirle que no me arrojase". Su madre en ese instante arrojó al suelo la copa con el brebaje y meses después "yo me revolcaba al sol, victoriosa".

La periodista no siente esa tentación ni mucho menos. Ahora, en las primeras semanas de embarazo, su obsesión es explicarle al minúsculo feto que "nada es peor que la nada" y que es mejor existir aunque a veces una se pueda sentir desdichada. "Yo, hasta en las pausas en que lloro sobre mis fracasos, mis desilusiones y mis dolores, llego a la conclusión de que sufrir es preferible a la nada", insiste.

También le preocupa el sexo del bebé. Si es una mujer, Fallaci le confiesa que serlo es "una aventura que requiere considerable valentía; un desafío que nunca llega a aburrir. Podrás emprender muchos caminos si naces mujer".

Portada de la nueva edición de 'Cartas a un niño que nunca nació' (Alianza, 2025)

Portada de la nueva edición de 'Cartas a un niño que nunca nació' (Alianza, 2025)

Si, en cambio, se trata de un varón, le exige que sea el hombre que siempre ha soñado, "dulce con los débiles, feroz con los prepotentes, generoso con quien te quiere, despiadado con quien te manda" y le desea que se vea libre de humillaciones, servidumbres y abusos.

Sin embargo, no todo es sencillo. Para empezar, el padre del bebé (innominado en las páginas del libro pero al que cabe identificar con el poeta griego Alexandros Panagoulis [1939-1976], el gran amor de Fallaci), se entera de la noticia en la quinta semana de embarazo, cuando, tras semanas en paradero desconocido, la llama por teléfono.

Y la noticia no parece hacerle muy feliz. De hecho, solo le pregunta cuánto costará deshacerse del bebé. No puede creer que ella quiera ser madre, así que cuando comprende que la periodista no tiene intención alguna de abortar, "combina ruegos y consejos, consejos y amenazas, amenazas y lisonjas. 'Piensa en tu carrera'", le dice, "considera las responsabilidades; algún día podrías arrepentirte. ¡Qué dirán los demás!". Ella no solo se enfada, también se avergüenza de su amante.

Pero no es el único problema. De repente, todos los sueños, todas la certezas parecen desmoronarse una mañana cuando, al levantarse, la periodista ve minúsculas manchas de sangre, y se aterra.

"Se me nubló la vista y se me aflojaron las piernas. Me invadió el pánico y luego la desesperación, y me maldije a mí misma. Me acusé de toda clase de culpas hacia ti, que no podías protegerte ni rebelarte, tan pequeñito e indefenso, a merced de todos mis caprichos e irresponsabilidades". Sí, su embarazo es de alto riesgo dada su vida ajetreada, sus constantes viajes, la inagotable presión de jefes y rivales y también su edad.

Los médicos le recomiendan reposo absoluto y le piden que ingrese en el hospital, mientras su jefe le recuerda que aceptó un nuevo encargo del periódico y que tiene ante sí el que puede ser el reportaje de su vida.

"No hay humanidad en ti. ¡Humanidad! Pero ¿tú eres acaso un ser humano?"

Ya están contratados los billetes de avión para cruzar el océano, concertadas las entrevistas, reservados los hoteles... y hay decenas de compañeros que matarían por una oportunidad así.

Finalmente, la futura madre derrota a la periodista y asume lo que considera un encierro vigilado y frustrante, pero su furia crece día a día.

"Estamos en el hospital. Una habitación triste. Hace una semana que estamos aquí, una semana que he pasado casi siempre durmiendo, aturdida por los sedantes", escribe a su hijo, y, cada vez más irritada, le pregunta: "¿Por qué tu derecho a existir no tiene en cuenta mi propio derecho a existir? No hay humanidad en ti. ¡Humanidad! Pero ¿tú eres acaso un ser humano? [...] Tú no eres más que un muñequito de carne que no piensa, no habla, no ríe, no llora y solo actúa para construirse a sí mismo. ¡Lo que yo veo en ti no eres tú, sino yo!"

Una vez que empiezan, los reproches brotan imparables: "Me robaste el vientre, la sangre, el aliento. Ahora quisieras robarme la existencia entera. No te lo permitiré. [...] ¿Sabes a qué conclusión llego? Que no veo por qué habría de tener un niño."

Antes de enloquecer, acaba huyendo del hospital sin que los médicos puedan impedirlo. Y sí, siente que el bebé se mueve, así que prepara la maleta y toma el avión. Al llegar, recoge el coche alquilado y se aventura por una carretera que le habían asegurado que era una alfombra pero que resulta estar llena de baches. Y vuelve a sangrar.

"Con certeza, con la misma certeza que me paralizó la noche en que supe que existías, ahora sé que estás dejando de existir", le confiesa mientras busca un hospital. Una médico de urgencias se lo confirma: "Tiene usted razón. Ya no crece. Desde hace por lo menos dos semanas, quizá tres. Ánimo, no hay más remedio. Ha muerto". Es el final. No habrá una segunda oportunidad.

Abrumada, una Fallaci febril se somete a un juicio imaginario en el que intervienen amigos, su amante, sus padres, el médico que le prohibió abandonar el hospital, incluso el bebé. No adelantaremos el veredicto del tribunal ni asumiremos las palabras con las que Fallaci intenta descargar la culpa de lo ocurrido en el feto malogrado.

Ya no hay remedio. Oriana Fallaci morirá, más de treinta años después, completamente sola, quien sabe si recordando las palabras finales de su emocionante Carta a un niño que no nació: "¡Había suspirado tanto por volver a ser dueña y señora de mi propia suerte! Ahora que lo soy, ya no me importa. [...] El hijo que acabas de perder no deja vacíos. Su desaparición no perjudica a la sociedad ni compromete el futuro. Solo te hiere a ti".