
Ana María Matute. Foto promocional para la novela 'Los Abel'
Ana María Matute, el hada buena de nuestras letras: varada en una infancia triste, pero salvada por los libros
Se cumplen 100 años del nacimiento de la escritora y académica, que aunó lo mejor de la literatura realista y fantástica y se coronó con el Premio Cervantes.
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2025 es un año cargado de celebraciones literarias importantes. El 8 de diciembre se conmemora el centenario del nacimiento de Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925–Madrid, 2000) y el 23 de julio su fallecimiento. También en julio, el 26 del mismo 1925, vino al mundo Ana María Matute (Barcelona, 1925–2014). Se trata de la primera coincidencia entre las dos escritoras, aunque no es la única. Los padres de ambas formaban parte de la burguesía en una época en la que pertenecer a un grupo social acomodado era un privilegio para los hijos, que podían cursar estudios superiores y hacerlo en colegios distinguidos.
Cada una de las dos familias, sin embargo, tenía un origen geográfico, un nivel educativo y diferentes convicciones ideológicas, hechos que influyeron en la formación de las futuras novelistas. La de Carmen profesaba una filosofía liberal y agnóstica, mientras la de Ana María era conservadora y católica. El padre de Carmen fue notario en Salamanca, una capital de provincia, y el de Ana María regentaba una fábrica de paraguas en Barcelona, una urbe mucho más abierta y cosmopolita. La ocupación de Facundo Matute, además, obligaba al grupo familiar a trasladarse a Madrid con frecuencia, y esa imposición en una edad temprana propició que su hija se sintiera ajena y extraña en ambas ciudades.
Por lo que respecta a lo cultural, la aventajada situación de José Martín le permitió a Carmen conocer a personalidades como Miguel de Unamuno, que a la sazón vivía en Salamanca. Ella misma confirma que el rector era una presencia habitual en su casa porque le unía una relación de amistad con su padre. Sin embargo, no conocemos que durante sus primeros años Matute tratara a notables del arte y la cultura.
Aunque en momentos vitales distintos, tanto Carmiña como Ana María sufrieron enfermedades largas que las aislaron de lo cotidiano y las obligaron a repensar la existencia. Matute se vio aquejada de una infección renal cuando solo tenía cuatro años (la dolencia se repetiría tiempo después), motivo por el que su familia la envió al pueblo de sus abuelos, Mansilla de la Sierra, una pequeña localidad de montaña en La Rioja.
Carmen contrajo el tifus en su juventud, al parecer durante una excursión con Alfonso Sastre y Rafael Sánchez Ferlosio. La afección la mantuvo en cama durante cuarenta días, una experiencia que contó en El libro de la fiebre, obra que compuso en 1949 aunque fue editada en 2007 con carácter póstumo.
Ana María también relató sus vivencias riojanas en Historias de la Artámila (1961), donde recoge relatos que, según manifestó, carecían de contenido autobiográfico (paradojas de artistas). Incluso un año antes había publicado Paulina, el mundo y las estrellas (1960), el texto infantojuvenil en el que recrea las experiencias de una niña huérfana que se traslada a las montañas para vivir con sus abuelos, como a ella le sucedió.
En las biografías de las dos autoras existen otras similitudes –no todas trascendentales– que merecen ser reseñadas. Algunas, como la vivencia de la Guerra Civil durante los primeros años y la posguerra en la adolescencia y la juventud, dejaron un poso significativo en la escritura de ambas, seguramente más áspero y doloroso en la de Ana María, como se verá después.

Ana María Matute en una presentación de 'Olvidado rey Gudú' en el año 1996. Foto: Instituto Cervantes/ Biblioteca Jaume Fuster
Las dos, además, forman parte de la Generación de los años 50, cuyos miembros han pasado a la historia con la denominación de "hijos de la Guerra". A ella también pertenecían Ignacio Aldecoa (una figura fundamental en el desarrollo íntimo de Martín Gaite), Josefina Rodríguez, Rafael Sánchez Ferlosio, Medardo Fraile, Jesús Fernández Santos, Juan García Hortelano o Carlos Edmundo de Ory, por nombrar solo unos pocos.
En lo personal, Ana María y Carmen sufrieron el desgarro de la ruptura conyugal. Lo sobrellevaron en una época en la que muchas mujeres soportaban matrimonios infelices porque el divorcio se consideraba un fracaso, sobre todo para ellas. Pero, además, las leyes castigaban con dureza a las madres, a las que impedían ver crecer a sus hijos si el marido conseguía la tutela.
Esto fue lo que le sucedió a Matute cuando abandonó al también escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, un hombre acanallado, de personalidad compleja, que vivió a costa de su esposa, de empeñar sus objetos personales (la separación se hizo efectiva cuando se deshizo de la máquina con la que mecanografiaba sus cuentos) y de pedir dinero a otros sin intención de devolverlo.
La actitud cruel de su "marido malo", como ella lo denominaba, la sumió en una profunda desolación hasta que pudo recuperar a su hijo Juan Pablo y marcharse con él a Estados Unidos. La acompañó Julio Brocard, su "marido bueno", un empresario francés con el que convivió durante casi treinta años, primero en Norteamérica y después en el pueblo barcelonés de Sitges. Además, y aunque la naturaleza y el origen del dolor no fue el mismo, a las dos novelistas las unió el sufrimiento que vivieron por causa de sus hijos.
En la vida de ambas la infancia ocupa un lugar privilegiado, más acusado y punzante en Matute. Carmen la recuerda como una época alegre en Salamanca, mientras Ana María la vivió con congoja y con tristeza, como un tiempo de carencias –sobre todo afectivas– que refleja en sus obras. De ahí la presencia de tantos niños pobres, afectados de privaciones materiales y de cariño, cuyos padres –madres esencialmente– no los quieren o les retiran la capacidad de amar, según se aprecia en Olvidado Rey Gudú (1996).
Un acontecimiento para ella traumático durante sus primeros años fue la guerra, experiencia que trasladó a sus novelas Los Abel (1948), Fiesta al noroeste (1953), Pequeño teatro (1954), Los hijos muertos (1954) y Los soldados lloran de noche (1964). Quizá por ello, Matute confesó que la niñez fue una etapa en la que quedó atrapada sin desearlo, según recoge Marie Lise Gazarían-Gautier: "Yo me he quedado con la mentalidad de una niña de doce años, un poco a mi pesar. Me he quedado en la infancia. Engordé, envejecí y se me cubrió el cabello de blanco, pero aún tengo doce años. Se paga muy caro por eso".
Desde que era muy pequeña, Ana María observaba la vida con su carácter tímido y apocado; lo hacía, además, desde una sensibilidad exacerbada. En su caso, la palabra escrita era un modo de ahuyentar la soledad y la incomprensión que se extendía sobre su alrededor. La literatura fue su salvavidas porque le permitió enfrentar al otro, la ayudó a comprender la realidad y favoreció el encuentro consigo misma. De ahí la gran cantidad de títulos que engrosan su bibliografía, en cada uno de los cuales late su forma de explicar el mundo y su modo de enfrentar la infancia.
La producción de la autora suele dividirse en dos partes. En la primera, que abarca desde la aparición de Pequeño teatro (1943) hasta La torre vigía (1971), domina el realismo de tono lírico y abunda en historias cotidianas donde igualmente hay espacio para lo dramático. La segunda se inicia a principios de los años noventa –tras casi veinte años de silencio debido a una depresión profunda– y se caracteriza por la irrupción de lo fabuloso y lo imaginario. En ella, y como buque insignia, aparece Olvidado Rey Gudú (1996), una historia neocaballeresca que, según Ana María, fue el libro de su vida.

El realismo da aquí paso a lo fantástico, aunque la novela se lee como una alegoría de la realidad inmediata. Después vio la luz Aranmanoth, una fábula también ambientada en el Medievo que refleja el deseo de sus protagonistas de viajar al sur, un lugar mágico con ribetes míticos. A esta le siguieron Paraíso inhabitado (2008), sobre un mundo infantil recreado, y Demonios familiares (2014), una obra póstuma e inacabada que recrea el regreso a la casa de la infancia. Matute, además, compuso un número importante de relatos y de obras infantojuveniles.
En el apartado de los premios, la escritora consiguió los más importantes. En los años 1948 y 1949 quedó semifinalista del Nadal con Los Abel y Luciérnagas respectivamente (esta última sufrió censura editorial y se publicó revisada en 1955 con el título En esta tierra; Ana María, que nunca aceptó los cambios impuestos, volvió a editar el texto original en 1993).
Todavía en la primera etapa de su producción, logró el Café Gijón de 1952 con Fiesta al noroeste, el Planeta de 1954 con Pequeño teatro, el Premio de la Crítica de 1958 con Los hijos muertos, el Nacional de Literatura al año siguiente con la misma novela, el Nadal con Primera memoria en 1960 y el Fastenrath con Los soldados lloran de noche en 1964. Como colofón a toda su trayectoria, en 2007 se le concedió el Premio Nacional de las Letras y en 2010 el Cervantes. Desde 1998 Ana María Matute (y en esto se distingue de Carmen Martín Gaite, que no aceptó esa distinción) fue miembro de la Real Academia Española, institución en la que ocupó el sillón K hasta su muerte en 2014.