Adriana Murad Konings. Foto: Anagrama

Adriana Murad Konings. Foto: Anagrama

Letras

Adriana Murad debuta con una tragicomedia posmoderna sobre la familia, el duelo y la precariedad

'Los idólatras y todos los que aman' mezcla farsa, metaliteratura y realismo social para retratar con agudeza un mundo absurdo, íntimo y desquiciado

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Supongo que los lectores de Los idólatras y todos los que aman compartirán conmigo una impresión un tanto desconcertante. Es una novela rara porque Adriana Murad Konings (Madrid, 1997), aparte de crear una atmósfera extraña, funde registros casi antagónicos.

16 idolatras

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Los idólatras y todos los que aman

Adriana Murad Konings

Anagrama, 2025. 319 páginas. 20,90€

El fuerte aire de comedia con que arranca la historia –acentuado por una concepción en la forma tan teatral como narrativa– se mantiene a lo largo del texto pero deriva hacia una visión grave y dura de la vida. Diría que conviven en la obra dos géneros poco conciliables: el sainete y la tragicomedia. De ahí la rareza, dicho sin sentido peyorativo.

La dimensión farsesca de la novela procede tanto de la anécdota como de los personajes. La anécdota funciona como motor ocurrente de una historia algo desquiciada y gira alrededor de la muerte de un gato, enterrado en el jardín de su dueña, exhumado sin que la mujer sepa por quién y convertido por ella en un enigma de la naturaleza, si no en un arcano religioso.

El asunto tiene una explicación poco complicada que la mujer ignora y eso le incita a hacerse cábalas esotéricas que Adriana Murad explota con gracia y habilidad.

En cuanto a los personajes, Murad lleva a cabo una selección tan llena de casualidades que bordean la falta de respeto a la ley de las probabilidades. La anciana Elizabeth, dueña del gato, es la casera de su vecina Rita, una joven emigrante que ha conseguido una beca para hacer una tesis doctoral sobre un escritor, Harry Jensen, autor de novelas de fantasmas que diseccionan la sociedad victoriana.

A la vez, Elizabeth es madre de Florian, director de la tesis de Rita. Entre la casera y la inquilina se produce una estrecha relación, apoyada en su afición a los animales de compañía (Rita tiene un perro pastor), y el vínculo se amplía a Florian y a la familia de este.

Las rebuscadas relaciones de este núcleo de protagonistas propician variadas escenas referidas con aguda observación costumbrista: comunes, simpáticas, tensas o desquiciadas. Si añadimos las derivadas de otros personajes (la compañera de piso de Rita, el enigmático amigo de la anciana, la mujer de Florian o los dos hijos de ambos), la autora encarna en un reducido círculo un reflejo colectivo y social.

El grupo lo utiliza, además, para mostrar una galería de retratos psicológicos que revelan alejados caracteres, desde el idealismo optimista hasta la amargura fatalista.

El muestrario del pequeño mundo del hombre que mezcla lo íntimo y lo público le sirve a Murad como tribuna para desplegar una galería de motivos. Tal vez el más destacado sea, en sintonía con una inquietud actual, la familia, de la que hace un retrato ácido y desalentador. En general, se busca una estampa humana que resulta deprimente por el revoltijo de pasiones ocultas, rencores, fracasos y desalientos.

Tampoco falta un testimonio social nada positivo: se habla de la precariedad económica y se aprovecha el trabajo de Rita como empleada y rider de un supermercado para mostrar lo frustrante de la actividad laboral.

Murad pone nuestro mundo patas arriba y lo hace con gran personalidad creativa. En su libro suma con desenfado posmoderno una libérrima reinvención de las historias de fantasmas, un incisivo relato de campus y una solapada novela metaliteraria. También demuestra admirable capacidad para la descripción, que utiliza para llenar páginas y páginas con escenas de cocina. Y, lo más relevante, domina el arte de contar con desenfado una visión cáustica del tiempo presente.