
Gisèle Pelicot a su llegada a un juicio celebrado en Aviñón, rodeada de mujeres que acuden a apoyarla. Foto: Alain ROBERT/SIPA / Gtres
Encerrada con el monstruo: la hija de Gisèle Pelicot detalla en un libro las atrocidades cometidas por su padre
Caroline Darian relata las maniobras tortuosas de su padre, que durante once años violó a su mujer e invitó a decenas de hombres a que hicieran lo mismo.
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Este testimonio de Caroline Darian (1979) narra una estremecedora realidad que ha dado la vuelta al mundo. No nos preguntamos por su técnica narrativa, por su valor literario o por el género del relato. No es necesario. Se recibe esta revelación como un puñetazo en el estómago. El proceso judicial de Gisèle Pelicot, su hija y su familia contra Dominique Pelicot impresiona por el retorcimiento y la crueldad de las agresiones sexuales de un sujeto con una vida aparentemente anodina a su esposa, en un hogar convencional.
Desde 2011 a 2020, primero en la región de París y luego en Mazan, en el departamento de Vaucluse, Dominique Pelicot captó a través de una web de internet a decenas de hombres para que abusaran sexualmente de su esposa, Gisèle, mientras se encontraba inconsciente por efecto de las drogas que él le administraba sin que ella lo supiera. Sin ninguna contraprestación por parte de los violadores, más de 70 individuos, de los que han sido localizados y juzgados 51. El marido sólo exigía grabar las violaciones. La policía francesa embargó a Pelicot más de 20.000 vídeos e imágenes pornográficas, entre ellas fotos de su hija adulta desnuda y dormida.
La monstruosidad y la devastación de dichas violaciones persistentes a lo largo de los años por hombres desconocidos a una mujer drogada son el telón de fondo de este testimonio en el que Caroline Darian, la hija de Gisèle Pelicot, con un lenguaje directo y consternado hace patente el horror de descubrir las maniobras tortuosas de un padre de una perversidad inexplicable.
La abrumadora sinceridad del texto, planteado como un diario, acotando las fechas de los acontecimientos –cuando se publicó en Francia se estaba a la espera de juicio–, se percibe en estas palabras del prólogo de Caroline Darian: "Para justificar la sumisión química a la que fue sometida mi madre tendré que enfrentarme a los veinte mil archivos digitales grabados por mi padre. Fotos, películas..., el museo de los horrores. Porque ocurrió docenas de veces a lo largo de muchos años. Y a veces a fotos mías, sin que yo tenga el menor recuerdo de ellas ni sepa lo que implican".
No estamos ante un ajuste de cuentas con el progenitor, sino ante un intento de comprender lo incomprensible, ante una denuncia pública que abarca mucho más que un caso concreto. La crisis profunda de Darian le llevó a descubrir que la sumisión química en la esfera privada estaba mucho más extendida de lo que se podría imaginar. Acercándose a expertos en adicción y farmacología entendió que los medicamentos que utilizaba su padre podían ser encontrados fácilmente. No se trataba de sustancias psicoactivas como el GHB, llamada la droga de la violación, sino de fármacos que se venden habitualmente en farmacias con receta médica.
Los ansiolíticos, los hipnóticos, antitusivos o relajantes que se manipulan para narcotizar a las víctimas. Darian ha hecho de su lucha familiar una causa colectiva y ha fundado la asociación MendorsPas: Stop à la soumission chimique (No me Duermas: Stop a la sumisión química) para luchar por un mejor apoyo integral a las víctimas y la formación sobre el tema de todos los profesionales implicados.
En numerosos casos, la estrategia del pervertido sexual consiste en hacer que su víctima se convierta en algo inerte, a merced del agresor. Pese a su situación semicomatosa, dirá Darian, el cuerpo de la víctima y su subconsciente llevan consigo los estigmas de la brutalidad y la violada sufrirá, como Gisèle Pelicot, en su vida cotidiana los efectos secundarios de la medicación administrada durante periodos prolongados.

Caroline Darian. Foto: Olivier Roller
La entrada en el diario de lo que Caroline Darian llama esta "carnicería", el momento en que estalla la catástrofe, lleva la fecha del 2 de noviembre de 2020. El marido de Caroline se entera por su suegra de la detención de Pelicot: "Dominique va a ingresar en prisión. Lo descubrieron filmando bajo las faldas de tres mujeres en un supermercado. Permaneció detenido cuarenta y ocho horas y después lo soltaron. Mientras tanto, la policía inspeccionó su teléfono móvil, varias tarjetas SIM, su videocámara y el ordenador portátil. Los hechos son mucho más graves".
A partir de ese momento se desata un verdadero infierno en una familia convencida hasta ese momento de ser moderadamente feliz. Según los investigadores, los datos extraídos de los dispositivos del acusado mostraban un número de agresores cercano a los setenta y tres, de los que se habían identificado a unos cincuenta, con edades comprendidas entre los veintidós y los setenta y un años, procedentes de todas las categorías sociales: estudiantes, jubilados, incluso un periodista.
Este testimonio está creado con el material verdadero que convierte el dolor privado en una denuncia social y destapa violencias clandestinas y terribles en el núcleo familiar
Darian recuerda la hora exacta de la primera conversación con su madre tras ser consciente de los hechos. Eran exactamente las 20,25 horas: "Más tarde sabría que las personas que han sufrido un shock traumático a menudo solo retienen un detalle, un olor, un sonido, una sensación, algo minúsculo que se convierte en enorme. En ese momento veo el reloj del horno. Son las 20.25 en números blancos. Una frontera cifrada. Me llamo Caroline Darian y estoy viviendo los últimos segundos de una vida normal".
Entre los rasgos del trauma familiar que seguirá a continuación, se describe el "síndrome de Estocolmo" de la madre violentada que tardará en comprender el alcance de los hechos y las discrepancias con la hija que tratará de hacerle ver la monstruosidad de ese hombre. Igualmente, la consciencia de unos hechos que se amplificarán por los medios de comunicación, incrementando la vergüenza, la repetición del oprobio, la sensación de la familia de estar a la intemperie entre jueces, policías, psiquiatras, no siempre delicados, no siempre sensibles. La hija tendrá la sospecha de que las fotos tomadas por su padre de ella misma desnuda y dormida, podrían tener un alcance más siniestro.

Dominique Pelicot, condenado por drogar y violar a su entonces esposa Gisele Pelicot, aparece con su abogada Beatrice Zavarro en el juzgado de Aviñón, Francia, el 16 de diciembre de 2024 en este boceto de la sala del tribunal antes de su condena. Foto: ZZIIGG / REUTERS
Finalmente, Darian toma conciencia de que el violador es el culpable, de que la víctima es la dañada y que el caso de la sumisión química en entornos familiares es mucho más común de lo que parece. Tanto Caroline como su madre entendieron que esa era una causa que debía sacar a la luz determinadas ignominias realizadas en silencio. Por esa razón Gisèle Pelicot quiso que las sesiones de los juicios fueran de puertas abiertas para mostrar públicamente las prácticas de esos violadores ocultos tras el anonimato contra una mujer sin capacidad para defenderse.
Leyendo este recuento de unos hechos atroces se presiente que, aunque no estemos ante un texto literario ni ensayístico, este testimonio está creado con el material verdadero que convierte el dolor privado en una denuncia social y destapa violencias clandestinas y terribles en el núcleo familiar.