Emilia Pardo Bazán. Foto: Archivo

Emilia Pardo Bazán. Foto: Archivo

Letras

Se ha escrito un crimen: la fascinación de Emilia Pardo Bazán por los asesinatos de su época

Como narra Marisol Donis en un ensayo, la escritora no dudaba en ir al lugar de los hechos para comprender crímenes truculentos

24 septiembre, 2023 02:02

Anticipada a su tiempo y precursora en campos tan diversos como la literatura, el amor libre o el feminismo, Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851-Madrid, 1921) fue también una mujer apasionada por los sucesos de su tiempo, que a menudo le servían de argumento para relatos y novelas policiacas o de misterio como La gota de sangre, recuperada por Siruela hace unos meses, o la antología Un destripador de antaño y otros cuentos (Alianza, 2015). En otros casos, su reacción era inmediata, y publicaba encendidos artículos de prensa en los que aventuraba hipótesis cuando los delitos estaban aún lejos de ser resueltos, o si le parecía que lo habían sido de forma chapucera o poco profesional.

Esta faceta poco estudiada de la narradora gallega es el tema central de Emilia Pardo Bazán y su fascinación por la criminología, de Marisol Donis (AlRevés), que refleja a la perfección, según la editora Mercedes Castro, “esa quemazón suya, esa ansia por desentrañar los mecanismos de la violencia cotidiana, cercana, doméstica, el crimen pesetero de la criada maltratada, del vecino avaricioso, del marido posesivo” que además “le venía de dentro, de muy atrás”.

Los porqués de los crímenes

Lectora habitual de Conan Doyle y de las hazañas de Sherlock Holmes (personaje que no le entusiasmaba precisamente, por tramposo y facilón), también conocía las obras de los mayores expertos en la ciencia forense de su tiempo. Por eso, como muestra detenidamente Donis en este libro, “tomó la realidad como modelo y objeto de estudio, y se propuso descubrir, ver, comprender los porqués del crimen real”.

Y para lograrlo, no quiso dar rodeos ni resignarse a fuentes de tercera mano, sino que, en un tiempo como el suyo, cargado de trabas y de prejuicios, y siendo mujer, “con su polisón y su sombrero y su corsé y su sombrilla, ni corta ni perezosa, cruzaba el umbral de su puerta y bajaba a la calle”.

De hecho, si había ocurrido algún crimen en Madrid, ciudad en la que vivía, no dudaba en acercarse al lugar de los hechos para ver con sus propios ojos el escenario, hablar con los vecinos y los posibles testigos, husmear en busca de pruebas, sacar sus propias conclusiones, y preguntarse sin miedo el porqué del delito, sin escatimar detalles ni esquivar fundamentados argumentos.

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Además, la autora del ensayo, Marisol Donis, destaca especialmente la sensibilidad de la gallega ante los crímenes cuyas víctimas eran mujeres, lo que doña Emilia llamaba “mujericidios”, y su desconfianza “en los trabajos de policía e investigadores”.

Quizá por eso, porque sabía más del tema y se había documentado mejor, estaba convencida de que la mayoría de los delitos de sangre solían quedar impunes “como no sean de los que se cometen en riña o por motivo pasional y en los que el asesino reconoce: ‘¡Prendedme, yo la maté!’, en cuyo caso la Policía y los jueces lo tienen fácil. Pero en cuanto existe nada más que un conato de misterio, ¡se acabó! Y si el crimen se comete en pueblos centros de emigración, los barcos con rumbo a América se encargan de asegurar para siempre la inmunidad”.

Sin embargo, para entender mejor el método detectivesco de Pardo Bazán y su abrumadora personalidad a la hora de resolver un misterio, nada como revisar sus escritos, alguno tan asombroso como el primer caso que aborda el libro, el del crimen de la calle Fuencarral.

Una víctima bajuna y sin decoro

En el verano de 1888, mientras la escritora estaba de vacaciones en París, asesinaron a la marquesa viuda Luciana Borcino, “poseedora de una bonita fortuna y perteneciente a una familia distinguida”, en su domicilio de la calle Fuencarral.

Para empezar, doña Emilia consideró tanto el delito como a la víctima como “poco interesantes” por vivir ella “de un modo bajuno y ridículo sin obedecer a las leyes de la urbanidad, delicadeza social y del propio decoro”.

Lo cierto es que la marquesa asesinada vivía con su único hijo –un tarambana que la maltrataba y que en el momento del crimen estaba en la cárcel por el robo de una capa –, y con su sirvienta, Higinia Balaguer, que se autoinculpó del delito. Lo sorprendente de este crimen es que, de inmediato, Pardo Bazán simpatizó más con la asesina que con la víctima, a la que consideraba indigna.

Que se comprobase que el hijo de la muerta entraba y salía de la cárcel cada día como si fuera un hotel y que la noche del asesinato fuese visto tan campante en unas fiestas populares, no cambió la suerte de Higinia, que fue condenada a muerte.

Tras asistir a la ejecución, doña Emilia escribió: "La sociedad que necesita matar prueba su debilidad para la represión activa, constante, severa, terrible. Es como el padre que pega y maltrata a sus hijos porque no acertó a educarles y hacerse obedecer con solo el mandato categórico"; y refiriéndose a Higinia, añadía: "La debilidad de las mujeres no las escuda contra el palo. El corbatín de hierro aprieta
igual que al hombre".

De sus impresiones y sentimientos confesaba que aquella subida hacia el patíbulo duraba diez segundos que valían por diez siglos de expiación y que era un exceso “tanta Guardia Civil, tanta caballería, piquete de infantería, municipales, tanta fuerza, tanto bélico alarde, para acabar con una mujer personificación de la debilidad y de la gracia”.

Ejecuciones con aire de verbena

Aunque en ocasiones se sentía en la obligación de asistir, a doña Emilia le desagradaba el espectáculo que se formaba alrededor de una ejecución, con su aire de verbena, y con familias enteras con la cesta de comida corriendo por los desmontes que rodeaban el patio de la cárcel, buscando el mejor lugar para no perder detalle.

Para la escritora, el espectáculo de la ejecución capital influía en cada espectador de modo distinto: ”al hombre perverso acaso le encallece más el alma, al inteligente le hace meditar, al apasionado le interesa como un drama, al refinado le da grima, y al bondadoso le conmueve”.

Otro suceso curioso sucedió en La Coruña, en el año 1900. Allí, en la calle San Andrés, fue asesinado el matrimonio formado por Gregorio Rey y Melchora Casal y aunque el crimen quedó impune “por la falta de vigilancia y al poco interés de la Policía”, a Pardo Bazán le pareció una obra maestra.

El asunto es que las víctimas tenían una tienda que vendía de todo, desde papeles hasta alimentos, y era en realidad una casa de comidas clandestina que posiblemente Pardo Bazán visitó tras el doble homicidio, pues decía de ella que era asquerosa y que no entendía “cómo alguien podía comer en esa taberna”, dado que sus dueños “vegetaban envueltos en una suciedad repulsiva, entre mugre y harapos, sin aire ni agua corriente”.

Una noche, estando la tienda llena de clientes, entraron unos desconocidos y estrangularon en la cocina a Melchora mientras que, poco después, acuchillaban a Gregorio en la cama, sin que nadie oyera nada a pesar de que los criminales recorrieron la casa entera arrasando con todo lo que podían llevarse.

Lo increíble del caso —y el motivo por el que la autora de Los pazos de Ulloa consideraba este crimen, con cierto sentido del humor, como “una obra maestra”— es porque frente a la tienda el sereno de la calle estuvo charlando toda la noche con un guardia municipal y otro sereno, y no escucharon nada ni vieron salir a nadie.

El crimen del capitán Sánchez

Incesto, avaricia y asesinato se mezclan en uno de los sucesos más célebres y siniestros del siglo pasado, al punto que en 1985 Vicente Aranda rodó una película sobre el caso, protagonizada por Fernando Guillén y Victoria Abril.

Fernando Guillén en un capitulo de 'La huella del crimen' dirigido por Vicente Aranda: 'El crimen del capitán Sánchez'

Fernando Guillén en un capitulo de 'La huella del crimen' dirigido por Vicente Aranda: 'El crimen del capitán Sánchez'

En realidad, todo comenzó cuando en la primavera de 1913 se descubrió un cuerpo esqueletizado, descuartizado y emparedado en la vivienda del capitán Sánchez en la Escuela Superior de Guerra de Madrid. Al analizarlos, se confirmó que los restos eran huesos humanos y de varón.

La víctima resultó ser Rodrigo García Jalón, hombre de considerable fortuna que gastaba su tiempo entre mujeres y el juego. De hecho, se descubrió a los culpables porque una joven de veinte años intentó cambiar en el Círculo de Bellas Artes una ficha de juego con un valor de cinco mil pesetas que supuestamente le había dado un amigo. Se trataba de María Luisa, la hija del capitán Sánchez.

Los detuvieron a los dos y María Luisa confesó que llevó a García Jalón a su casa para que conociera a su padre, y este lo había asesinado de un golpe de martillo, para descuartizarlo ambos después. ¿La razón? Padre e hija mantenían una relación incestuosa desde hacía muchos años, y de esa relación nació un niño que entregaron a una pareja sin hijos a cambio de dinero...

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Tras un juicio truculento, el tribunal condenó al capitán a la pena de muerte y a María Luisa a veinte años de prisión, y en la madrugada del 3 de noviembre de 1913, Sánchez fue fusilado. El tema sobrecogió tanto a la escritora que le dedicó varios artículos en La Ilustración Artística.

Los mujericidios

Con una sensibilidad literaria y social fuera de lo común, en 1901 Emilia Pardo Bazán acuñó el término mujericidio, adelantándose más de un siglo a su tiempo. No solo eso, mientras los jueces y el pueblo justificaban e incluso aplaudían los crímenes de maridos violentos, que a menudo no llegaban a pisar la prisión “solo” porque habían defendido su honor, doña Emilia combatía, a golpe de relato y de crónicas, la agresión de hombres a mujeres.

Quizá lo más asombroso al releer a la narradora gallega sea comprobar que “el perfil de la mujer maltratada y el del maltratador no han cambiado a lo largo de los siglos”.

Además, subraya Marisol Donis, “la novelista fue la primera en condenar lo que ahora llamamos ‘micromachismos’, una forma de maltrato que ella plantea en su relato ‘El encaje roto’. Porque supo ver que la violencia de género casi nunca empieza con una paliza o una bofetada, lo hace siendo una violencia invisible, esa que, por no ser evidente, no se percibe en el momento y que en realidad son prácticas de dominio y violencia masculina en la vida cotidiana que causan un daño sordo y sostenido que se agrava”.

Y es que, como comentó en julio de 1901 en su columna de La Ilustración Artística, “el mujericidio siempre debiera reprobarse más que el homicidio. ¿No son los hombres nuestros amos, nuestros protectores, los fuertes, los poderosos? El abuso de poder, ¿no es circunstancia agravante? Cuando matan a mansalva a la mujer, ¿no debería exigírseles más estrecha cuenta? Así como el cura del Castillo de Locubín creía que por ser sacerdote no iría al patíbulo, el hombre, en general, cree vagamente que por ser hombre tiene derecho de vida y muerte sobre la mujer...”