Ray Loriga. Foto: © Diego Lafuente

Ray Loriga. Foto: © Diego Lafuente

Letras

Ray Loriga quita hierro a la vida en su nueva novela: dos amigos se enfrentan al suicidio

En 'Cualquier verano es un final', excelentemente escrita, el autor observa con ironía la realidad desde su propio castillo de san Jorge

11 febrero, 2023 02:44

Al terminar Cualquier verano es un final de Ray Loriga (Madrid, 1967), el lector se queda con una extraña sensación de placidez, la que experimentaría en una situación como la que se describe en el último capítulo de la novela. Dos buenos amigos se sientan a la sombra de una parra, con una cerveza en la mano, mientras vislumbran, a lo lejos y entre ineludibles construcciones modernas, un retazo de mar. Guardan silencio porque no es necesario pronunciarse. No hay nada que hacer salvo observar, sentir la calma y respirar.

Cualquier verano es un final

Ray Loriga

Alfaguara, 2023. 241 páginas, 19,90 €

Ese final, que no por casualidad sucede en la costa de Portugal (un país que huele a saudade y que invita a ver la vida pasar), completa el círculo al reproducir el título del texto, y evoca, aunque solo en cierto modo, el de la película Con faldas y a lo loco de Billy Wilder. Recordemos que, ante la revelación de la falsa Daphne de su sexo real, el enamorado multimillonario Osgood Fielding III le responde que nadie es perfecto. Se trata de una coda inesperada que dilata el sentido de la obra, neutraliza el contenido moral, dispara el tono burlón e invita a no tomarse la realidad demasiado en serio. Pues bien, algo parecido sucede con el libro objeto de esta reseña.

En Cualquier verano es un final, Ray Loriga crea unos personajes a los que inexorablemente presta algo de sí mismo, como ocurre en toda ficción. Yorick, un poco bufón al igual que su homónimo shakesperiano, es un cultísimo editor de libros ilustrados y un maestro en el arte de mirar la vida desde la burla y el humorismo, sobre todo tras haber cumplido años y después de que le extirparan un tumor cerebral que le hizo perder un ojo, le dejó una parálisis facial permanente y, lo que es más destacado, lo puso al borde del fallecimiento.

A Yorick le une una profunda amistad con Luiz. Se trata de una atípica relación entre hombres, alejada de la habitual camaradería masculina cargada de testosterona. Luiz, según la poco fiable manera que tiene Yorick de referir las cosas, es una especie de alter ego suyo mejorado, más guapo, más delgado, más estiloso... El problema es que a Luiz, sutilmente cansado de vivir y temeroso de envejecer más de la cuenta (“Esto se me está haciendo largo”, dice), “le apetece” morirse, razón por la que se desplaza a una clínica suiza donde legalmente se practica la eutanasia.

Hasta allí le sigue Yorick con la intención de disuadirlo. La historia se desarrolla mientras los personajes van y vienen por diversas localidades (Rorschach, Santo Domingo, Venecia, Nueva York, Madrid, Lisboa, Setúbal o la diminuta Carvalhal), lo que añade una porosidad a la trama de corte barojiano y la sensación de vida que fluye.

La historia se desarrolla mientras los personajes van y vienen por diversas localidades, lo que añade una porosidad a la trama de corte barojiano y la sensación de vida que fluye

En la novela, excelentemente escrita, se percibe la melancolía del final del verano (toda una metáfora), cuando sentimos aprensión ante la desaparición de los días largos y perezosos porque sabemos que el tiempo huye irremediablemente. Ray Loriga observa la vida desde su propio castillo de san Jorge y lo hace con ironía y con humor, dándole otra vuelta de tuerca para que se manifieste con palabras inéditas. Por eso se hace preguntas (aparentemente en broma, aunque en el fondo trascendentales) alusivas a la existencia, a su fin, a la fe o a la absurda manía de etiquetar a los seres humanos.

Su verdadera intención es desdramatizar la realidad y mostrar que no hay que tomarse demasiado en serio el hecho de vivir, como tampoco el de morir. Porque, a pesar de su lacerante e incómoda mochila, Yorick se muestra como un antihéroe sin épica, una suerte de Lazarillo, Tristram Shandy o Bras Cubas (sobre todo cuando narra) a la moderna que, contemplando desde la atalaya de la edad y del dolor, solo pretende contar desactivando la pompa y la gravedad de la mirada. Con profundidad liviana.