Imagen de la película 'El malvado Zaroff'

Imagen de la película 'El malvado Zaroff'

Letras

Zaroff el cazahombres o las angustias del tedio

En los vapores soporíferos de nuestra cotidianidad soporífera, este homicida deportivo se nos revela acosado por las rehalas interiores del aburrimiento

20 febrero, 2022 02:43

En la monotonía soporífera de lo cotidiano, invocamos, y aparece, la figura diabólica del Conde Zaroff, homicida y cazador experimental. Junto con él, habrá que imaginar también a su presa. ¿Cómo habrá de ser la presa preferida de este Conde ficticio? Se tratará de un congénere desarrapado que huye entre las zarzas. Así suelen ser los hombres-presa: huyen despavoridos de los cazahombres como Zaroff, esas gentes bien pertrechadas de armamento y sin ninguna caridad. En la carrera, el hombre-presa, suele oír las jaurías del acoso y los lúgubres cuernos. Esto mismo escucharían las víctimas de Zaroff, protagonista de The Most Dangerous Game (1924), el relato de Richard Connell (1893-1949) que ahora rescata el sello El Reino de Cordelia. La traducción de este cuento a cargo de Victoria León trae como título El malvado Zaroff. Esta narración publicada en la revista americana Collier’s ambientada en una isla del mar Caribe es un hito del subgénero de la caza humana.

Como ocurre con casi todas las formas de la crueldad, este tipo de ocio asesino cuenta con precedentes. Por ejemplo, el humanista francés Roberto Gaguin del siglo XV refirió, en una de sus cartas, que al rey Luis XI le “complacieron con una horrible caza de hombres”. Este rey de Francia acosó, con sus armas y su jauría, a un condenado que llevaba puesta una “piel de ciervo recién abatido”. Este hombre-presa pereció “despedazado por los perros”. También Plutarco recuerda en su Vida de Licurgo las cacerías de pobres ilotas (pueblo de esclavos) que emprendía el pueblo de Esparta. En el campo de lo sobrenatural, podemos recordar que en el Decamerón (V.8), se cuenta cómo a las afueras de Rávena, cada viernes, un jinete caza con sus perros a una dama desnuda. El protagonista del relato de Boccaccio ve, horrorizado, cómo el jinete (espíritu condenado de un muerto) acaba con la mujer en el bosque, la despieza y da de comer con su corazón a los canes. En la historia de Connell que nos ocupa, el no menos criminal Zaroff dispara y lanza sus perros contra un hombre-presa llamado Sanger Rainsford.

Hay que aclarar que, históricamente, en general, la literatura de la caza humana está unida a la adquisición de esclavos, desde el filósofo Aristóteles en su Política hasta las cosas terribles, veraces o no, que cuenta Bartolomé de las Casas sobre lo ocurrido en las Antillas de la Conquista. O sea, el fin de aquella violencia es más bien el cautiverio que la destrucción. “La ciencia de adquirir esclavos”, sostiene Aristóteles, “es una especie de ciencia de la guerra o de la caza” (Pol. I. 7). Pues bien, en El malvado Zaroff, las cacerías desviadas del Conde ruso no tienen nada que ver con la adquisición de bárbaros. ¡Nada le interesan los esclavos! Las batidas del venador Zaroff pretenden tan sólo la pura emoción cinegética del asesinato y el fetichismo del trofeo. El Conde Zaroff, alto oficial retirado, practica la caza humana como un sport, o más bien como una rama del big game.

Lo cierto es que nos confunde a los lectores un poco aquel cazahombres. En su memorable diálogo en su fortaleza con el cazador Rainsford, sostiene que, gracias a su inteligencia, el ser humano es nada menos que su pieza favorita. Al mismo tiempo, parece despreciar sin límite al homo sapiens. ¿En qué quedamos, Zaroff? El caso es que el intrépido cazador de leopardos de las nieves Rainsford naufraga y arriba a las playas de la isla-bosque de Zaroff. Y esto le da una gran alegría al ruso, porque en el famoso aventurero sí que encuentra una pieza a la altura de su ideal. Connell anota que su Conde tiene los dientes puntiagudos, como Drácula.

La Isla Trampa de Barcos y otras islas

El título de esta edición, El malvado Zaroff, proviene del título que tiene en nuestro país la adaptación cinematográfica del relato. Se trata de una producción RKO, en los albores del cine sonoro. De este modo, los amantes del filme El malvado Zaroff, dirigido en 1932 por Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, encontrarán en el texto de Richard Connell el germen de la obra maestra. La película enriquece (y supera con mucho) el núcleo del relato literario: el enfrentamiento entre el cazahombres y la presa humana. La versión cinematográfica añade, además, un papel para la actriz Fay Gray. El actor Leslie Banks interpreta con el histrionismo propio de la época (inicios del cine no mudo) a Zaroff y un joven Joel McCrea encarna a Rainsford. Esta maravillosa película se suele presentar como el origen del subgénero en el cine, subgénero cinegético que llega hasta 2020 con La caza, de Craig Zobel. Desde luego, es la primera vez en la historia del cine que yo he visto un hombre disecado. Como explica Jesús Egido en el prólogo de esta edición, El malvado Zaroff fue una película melliza de otra historia isleña: King Kong.

'Escenas de La historia de Nastagio degli Onesti', de Boticelli

'Escenas de La historia de Nastagio degli Onesti', de Boticelli

En fin, en torno a un atolón tropical conocido como Isla de las Trampas, Zaroff ha dispuesto un sistema de balizas que provoca naufragios, y estos naufragios le reportan nuevas piezas. Zaroff aguarda, por tanto, la llegada de los barcos. Él es un psicópata de la espera, como otras figuras del género slasher. El cazahombres es un psicópata al acecho. En una película que aún no ha llegado a nuestros cines, Veneciafrenia, del gran Álex de la Iglesia, sucede (según se nos anuncia) que unos homicidas de La Serenísima esperan la llegada de turistas: desde Zaroff hasta estos venecianos, hay en el psicópata del acecho una paciencia de araña atrapamoscas.

El Conde se aburre, ¿qué le ocurre al Conde?

Pero ¿es un psicópata templado, el malvado Zaroff? ¿Tiene, de verdad, un carácter paciente? En el memorable diálogo con Rainsford que tiene lugar en el noble salón de su fortaleza caribeña, Zaroff desvela que el gran mal que lo acosa es el tedio: “Una noche me encontraba en mi tienda de campaña con un dolor de cabeza que iba y venía cuando un terrible pensamiento se abrió camino de mi mente. ¡La caza estaba empezando a aburrirme! Y cazar, recuerde, había sido mi vida”.

En estas líneas de diálogo está plasmado el agujero negro del alma del general Zaroff. Tal es el verdadero problema de este hombre. En los vapores soporíferos de nuestra cotidianidad soporífera, este homicida deportivo se nos revela acosado por las rehalas interiores del aburrimiento. En este sentido, esta pequeña pieza literaria del pulp entronca con la desesperada poesía del tedio. A la acedía medieval y a la melancolía renacentista, se le vino a sumar el mal del tedio burgués en las letras occidentales: el siglo XIX hace mucha poesía y filosofía de las insatisfacciones del vacío. En 1795-96 Ludwig Tieck publicó una novela, William Lowell, en la que el tedio parecía una especie de motor para el crimen. Así pues, boredom, Langweile, tedium, noia o ennui son las palabras que la civilizada clase media de Europa, en sus varios idiomas, escribe los domingos. En el prefacio de Las flores del mal, Baudelaire habla del tedio como el peor y más feo de nuestros vicios. Lo llama “monstre délicat”, “monstruo delicado”.

En los vapores soporíferos de lo cotidiano, el caso del cruel, aunque ingenioso, Zaroff nos abruma con su desesperada alegría carnicera. Nos recuerda este ruso al acecho los sinsabores del aburrimiento y la melancolía. Rainsford es una especie de cazador cazado, pero también lo es Zaroff: del mismo modo que a Acteón lo devoraron sus propios perros al ser convertido en ciervo, al malvado Zaroff le asaltan las jaurías interiores de su propio languor o melancolía. ¿De qué no será capaz un hombre verdaderamente aburrido? Como conocemos bien el delicado monstruo del tedio, tras vivir el confinamiento, entendemos bien que el viejo Zaroff quisiera dar color a su vida; igualmente, nos sobrecoge que llegara a considerar que ese color sólo podía ser el color de la sangre homínida. Condenamos sus fechorías, le reconocemos su audacia (que es la audacia de Satán y del auténtico supervillano) y entendemos, incluso, su angustia. En alguna parte escribe Cicerón “omnes ingeniosos melancholicos esse”; es decir, “todos los ingeniosos son melancólicos”.