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Letras

Otra vez más. Otra vez más…

Un año más compartimos un relato exclusivo para El Cultural, escrito en esta ocasión por Berta Vias Mahou, sobre una cena de Navidad muy peculiar. ¡A la mesa!

8 diciembre, 2021 13:26

En el descansillo una mujer enorme agitó una tarjetita. La había mandado el portero, porque la abuela ese año quería que alguien le preparara la comida de Navidad. Tenía más de setenta, artrosis en los dedos y diecinueve personas a comer en casa. Sus cuatro hijos con sus familias. Viuda desde hacía veinte años, a su cada vez más exigua economía se había venido a unir la crisis que ya todos llamaban del petróleo. Y ella quería darles una alegría.

Mi nombre artístico es Vulcana de Fuego, dijo la extraña, volviendo a sacudir el cartoncillo por el aire en el vestíbulo de la imponente escalera de mármol. Al otro lado de la puerta de caoba, en la que se veían dos estrellas de papel, una dorada y la otra de plata, cada una con una bola de Navidad en el centro. Un adorno de papiroflexia casera que había hecho Manolo, uno de los hijos de María del Carmen. La abuela torció el gesto. No se fiaba de los gordos.

Pero no había tiempo que perder. Acompañó a la mujer, que se bamboleaba como un pingüino, por el largo pasillo del inmenso y luminoso piso y en la cocina procedió a dar las instrucciones. El menú es sencillo, dijo. Entremeses de primero. Y de segundo, canelones con carne de pavo. El postre lo he preparado yo misma. No falta más que meterlo en el horno… Pan comido, contestó la otra. Y casi antes de remangarse ya tenía las manos en la masa.

La abuela habló de los honorarios. No puedo pagarle mucho… Haremos un arreglo, respondió Vulcana y clavó la mirada en la puerta de servicio. Pero que sea por adelantado… María del Carmen, tras dejar la suma acordada sobre un aparador, volvió a la zona de la entrada para poner la mesa. Después fue a arreglarse. Enseguida empezaron a llegar los invitados. Cuatro parejas con sus respectivos hijos. ¡Feliz Navidad, Tita!

La falsa diosa del fuego sirvió los canelones. Y se alejó. Pero cuando empezaron a comerlos, se encontraron con que estaban vacíos

Entre parabienes y besos, fueron pasando al comedor, porque, como cada año en aquella fecha, las puertas del salón estaban cerradas. La noche anterior había venido Santa Claus, el Christkind o los Reyes de Oriente. Dentro esperaba el árbol con los regalos, que cogerían después de comer. Enseguida llegaron los entremeses y el Señorío de Sarriá rosado. Todo el mundo comió y bebió. Pero a la abuela de pronto se le ensombreció el semblante.

Algo faltaba en las fuentes. Estaban allí la ensaladilla, el queso, el jamón de York, el salchichón… ¡El lomo! No había comprado mucha cantidad, porque era lo más caro. Y le había pedido a la tal Vulcana que lo cortara muy fino. Es más elegante así, le había explicado. Pero allí no se veía una sola loncha del costoso embutido. La explosiva cocinera apareció para llevarse el primer plato y trayendo el segundo. La abuela no dijo nada. No quería aguar la fiesta.

Esperaría al postre. Sus típicas piñas al horno con merengue por encima. La falsa diosa del fuego sirvió los canelones. Y se alejó. Pero cuando empezaron a comerlos, se encontraron con que estaban vacíos. No tenían relleno alguno. Ni de pavo ni de nada. Se miraron entre sí, aunque siguieron tragando aquella pasta insípida, entre charlas y brindis, preocupados por María del Carmen, a la que veían cada vez más triste. Y por fin llegó el postre.

Una apresurada Vulcana repartió las piñas. Tampoco estaba allí el merengue. En cuanto los demás hundieron las cucharillas en la fruta, la abuela mandó a Manolo a la cocina. Vulcana de Fuego se había largado por la escalera de servicio. Con el dinero en el refajo. Y con el lomo, el relleno de pavo y el merengue en la barriga. María del Carmen, con cara de funeral y dejando escapar algún puchero, tocó una campanilla. ¡Es hora de coger los regalos!

Se levantaron y fueron hacia el salón. Vamos, niños, a cantar… Ya estaban todos de pie ante la puerta. ¡A cantar!, insistió la abuela con fingida alegría. Excitada, Natalia, la más pequeña de las niñas, la penúltima de los once nietos, se puso a fisgar por una rendija. Mientras, los demás entonaban el tradicional villancico. O Tannenbaum. O Tannenbaum. Wie grün sind… Unos lo hacían en alemán, la lengua que estudiaban en el colegio. Otros en inglés.

O Christmas Tree. O Christmas… Otros mezclaban aquellos dos idiomas con versos en castellano. O Tannenbaum. O Christmas Tree. Tus ramas siempre verdes… Pero en el barullo de voces y versiones alguien, sin romper el ritmo, cantaba una letra diferente. O Travezmás, tarareaba Natalia. Con aire solemne. O Travezmás… Y no le quitaba el ojo al abeto que con sus luces parpadeantes resplandecía en el interior. La misma muñeca vieja…

¿Qué dices?, preguntó Elba, la mayor de las primas, en un murmullo. Otra vez más. Otra vez más, volvió a salmodiar Natalia en tono un poco más fuerte. La misma muñeca vieja… Y cuando María del Carmen abrió la puerta, la niña remató la original estrofa, señalando el árbol con el índice extendido. Otra vez más. Otra vez más. Con un delantal nuevo… La misma que le había dejado el Nikolaus el año anterior. Y el anterior. ¡La misma muñeca!

Pronto los adultos supieron lo que ocurría. La abuela, para no gastar, le había hecho otro delantal a la muñeca de Natalia. O Tannenbaum… E imaginaron lo que les esperaba al pie del árbol. Una pastilla de jabón usada. Unas medias rotas. Un surtido de chocolatinas al que le faltaran varios sabores… Se miraron entre sí y, repitiendo la nueva copla a pleno pulmón, estallaron en carcajadas. María del Carmen unió su voz al coro. Otra vez más…

Y todos se abrazaban llorando de risa. Otra vez más. Otra vez más…