Cocineros-dictadores

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Secretos a la carta: ¿qué bulle en las cocinas de los dictadores?

Witold Szablowski reconstruye en 'Cómo alimentar a un dictador' las figuras de algunos de los mayores déspotas del siglo XX a través de los ojos de sus cocineros, guardianes de las más increíbles anécdotas

4 agosto, 2021 08:41

¿Qué comió Sadam Husein tras ordenar exterminar con armas químicas a decenas de miles de kurdos? ¿Y Pol Pot cuando unos dos millones de jemeres morían de hambre? ¿Cuál fue el menú que el sibarita Fidel Castro encargó mientras abocaba al mundo a una posible guerra nuclear? ¿Era Idi Amin, como dice la leyenda, un depravado consumidor de carne humana? Cuatro continentes, en otros tantos años de trabajo, ha recorrido el periodista polaco Witold Szablowski (Ostrów Mazowiecka, 1980), que ya abordó con elegancia y originalidad el fin del comunismo y la nostalgia que lo acompaña en Los osos que bailan (Capitán Swing, 2019), para responder a estas preguntas.

Sus confidentes, alguno de los cuales se ha negado a dar su nombre, le han puesto difícil, por lealtad o por miedo, acceder a las trastiendas de sus poderosos amos, a los que muchos sirvieron tras los fogones durante décadas. Y es que las cocinas del poder son un buen lugar para asistir a decisiones, eventos y hechos que cambiaron el mundo.

En este ensayo a medio camino entre crónica política y libro de recetas, Szablowski recrea la personalidad de algunos importantes líderes del siglo XX

“Mezcla de físicos, médicos, psicólogos, matemáticos y alquimistas, estos cocineros me han enseñado cómo alimentar y mimar a un loco y, sobre todo, como sobrevivir a tiempos difíciles”, afirma Szablowski al inicio de este ensayo a medio camino entre crónica política y relato gastronómico en el que intercala sus duras pesquisas para hallar y hacer hablar a los cocineros de los tiranos con un repaso contextualizado a la historia de cada país y un sinfín de anécdotas que reflejan la personalidad de algunos de los hombres más poderosos del siglo XX.

De la admiración al amor

Saddam Hussein, por ejemplo, era encantador, según su chef Abu Ali, que entró al servicio del dictador tras prepararle, sin conocer a su comensal, una tarta de cumpleaños de tres metros de alto que recreaba la antigua Mesopotamia. Tras eso, para su horror fue llevado ante el presidente, que le dijo: “Hazme un tikka”. El plato le gustó y el líder dio a Ali 50 dinares y le ofreció trabajo. “¿Podría haber rechazado a Saddam? No lo sé, pero preferí no intentarlo”, confiesa el cocinero.

El juego del dinero era una constante con el dictador. “Si tenía un mal día me llamada y decía: 'Abu Ali, ¿quién diablos le agrega tanta sal a las tortillas o la sopa de okra, que era una de sus favoritas’’. Y me hacía pagar los alimentos”. Sin embargo, “unos días después me daba el doble porque le gustaba la sopa de lentejas. La comida era idéntica, pero así era Sadam", recuerda.

"Se dice que Sadam era un miedoso y que nunca luchó, pero yo lo vi soportar el fuego impertérrito", relata su cocinero Ali a Szablowski

Una anécdota impactante ocurrió en medio de la guerra entre Irán e Irak, en la que Saddam visitaba con frecuencia a las tropas. Ali seguía el convoy a unos kilómetros y llevaba la comida a sus horas. En una de las entregas, se produjo un tiroteo y Ali huyó junto a muchos soldados. “Se dice que Sadam era un miedoso y que nunca luchó, pero yo lo vi soportar el fuego impertérrito. Muchos de los que huyeron fueron fusilados, pero yo no tuve ningún problema, cuenta el chef, que dejó su trabajo poco antes de la invasión del país en 2003. Cuando Sadam se escondió todavía llevaba parte de la comida preparada por un Ali que a día de hoy lo defiende sin dudar: “si alguna vez fue cruel, era porque sus enemigos se lo merecían”.

Esa fascinación reverencial por sus jefes es algo que comparten casi todos los protagonistas del libro de Szablowski. Es el caso de Yong Moeun, que se enamoró perdidamente del alegre y sonriente "Hermano Pouk" (“colchón” en camboyano, como era llamado por su suavidad al enfrentarse a los problemas). A través de sus ojos, el genocida líder de los Jemeres rojos, que exterminó al 25% de la población de su país, era solo “un hombre soñador muy exigente con la ensalada de papaya. Le gustaba al estilo tailandés, con cangrejo seco o pasta de pescado y cacahuetes”.

Miembro del partido desde muy joven, la cocinera vivió al lado del dictador la cascada de traiciones y vueltas de tuerca que sufrió el comunismo internacional y el propio partido camboyano durante décadas. Acusada hasta en ocho ocasiones con diversos cargos y salvada siempre por el líder, quien también la amaba, pero, al igual ella, ya estaba casado (algo escrupulosamente observado por los comunistas camboyanos), Moeun asegura que “Pol Pot nunca habría arrebatado la comida a la gente. Soñaba con un mundo donde nadie pasara hambre. Si alguien dio esas órdenes seguro que no fue él”.

Carne humana... para los cocodrilos

El caso opuesto lo protagoniza el que durante años fue cocinero del expresidente ugandés Idi Amin, Otonde Odera, cuyo manejo de la cocina occidental, con la que impresionaba a los visitantes británicos, le granjeó un salario triplicado y un Mercedes Benz. El relato que el chef narra a Szablowski introduce elementos terribles que los otros cocineros callan. Entre las excentricidades del africano se cuenta que exigía a todos los que preparaban y servían su comida fueran circuncidados, por su fe islámica, y su obsesión con las mujeres. “Era imposible rechazarlo. Si una mujer lo hacía tenía que huir del país, de lo contrario Amin se vengaría. En ocasiones, si quería conquistar a una mujer casada, sus guardaespaldas mataban a su marido”.

"En mi cocina nunca entró carne humana, aunque Amin sí alimentaba a los cocodrilos con partes de la gente que asesinaba", reconoce su chef

Sin embargo, lo que niega es que Amin comiera carne humana. “Nunca en mi cocina entró nada de eso, aunque es verdad que alimentaba a los cocodrilos con trozos de la gente que asesinaba, aunque nunca los tiraba vivos al foso”, explica. Odera reconoce que su jefe era un monstruo, pero que no podía escapar de él. “Tuve cuatro esposas y cinco hijos. Amin me había atado a él para que no pudiera irme. No podría haberlo hecho sin su dinero. Dependía completamente de él y él lo sabía '.

No obstante, su puesto era de extremo riesgo, como demostró lo que se llamó “incidente del pilaf”. El cocinero preparó un arroz pilaf dulce con pasas que Moses Amin, el hijo de Idi de 13 años, devoró tanto que tuvo fuertes dolores de estómago. Amin decidió que su hijo había sido envenenado y gritó: "Si algo le pasa, os mataré a todos".

Odera llevó en secreto al niño al médico, que apretó el vientre del muchacho hasta que salió una gigante ventosidad. Simplemente había comido en exceso. Después llamé a Amin y me enteré de que mientras estaba al teléfono con mano usaba la otra para apuntar con su pistola a las cabezas de los cocineros”. Pero llegó el día en el que, sospechoso de intentar matar al presidente, Odera fue encarcelado y luego deportado a su Kenia natal. “Doy gracias por haber escapado con vida”.

Caprichos y horarios de guerrillero

Intentos de asesinato que Fidel Castro sí sufrió hasta en 50 ocasiones, como narra su cocinero Erasmo Hernández, que que confiesa a Szablowski que su patrón “tenía modales perfectos y era dulce como un padre”. Eso sí, en la mesa era excéntrico en los horarios y caprichosamente exigente, aunque su plato preferido fuera la sopa de verduras. Por ejemplo, le encantaban las angulas, e hizo verdaderas locuras para burlar los embargos a los que estaba sometida su isla, incluso en plena crisis de los misiles.

"Aunque su plato preferido era la sopa de verduras, a Fidel le encantaban los helados y podía comerse 10 bolas o más a la cena", asegura su cocinero

Hombre de Sierra Maestra, también recuerda como “era imposible hacer que el Che comiera algo distinto al resto de soldados. Y eso que era de familia rica”. De esa época le vino a Fidel la manía que exasperaría a multitud de dignatarios extranjeros y a su cocinero.  “En la guerrilla se había acostumbrado a comer a cualquier hora y no había manera de planificar nada con él. Era un trabajo de día y de noche”, reconoce.

No obstante, Hernández recuerda que nunca se quejaba por la comida y que era tan frugal como su pueblo, que acuño el chiste de que los tres grandes fracasos de la revolución eran el desayuno, la comida y la cena. Eso sí, desvela que era un apasionado de los lácteos. “Le encantaban los helados y podía comerse 10 bolas o más a la cena”. Aunque le idolatraba, concede que Fidel tenía un defecto: “Siempre lo sabe todo mejor que nadie. De ahí nacen sus famosos discursos de varias horas. Pero nadie ha hecho nunca tanto por Cuba”, remacha, poniendo fin a esta historia del siglo XX vista desde la puerta de la cocina.