Delibes-Cmpo

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Letras

Literatura y campo: los herederos de Don Miguel

Sergio del Molino, María Sánchez, Manuel Astur, Santiago Lorenzo, Daniel Gascón, Gabi Martínez, Pilar Fraile y Ginés Sánchez nos cuentan cómo les ha influido el maestro

7 septiembre, 2020 08:28

Mirar desde un extremo

Delibes reunía en su figura muchas cualidades excéntricas, es decir, alejadas del centro o de la norma, no necesariamente chocantes o estrambóticas, pues bien sabido es que fue un señor formal desde muy joven (lo cual, bien mirado, era también un tanto excéntrico en un mundo lleno de escritores vivarachos y picaflores). Era un niño de la guerra, es decir, alguien marcado biográficamente por un conflicto en el que no participó ni tuvo culpa. Era un señor de provincias que nunca dejó de serlo y era también un periodista que ejerció el oficio a conciencia, no como un columnista literario. Todo esto hacía de su mirada algo valioso, porque no estaba en el centro de nada: miraba el país, la historia y la literatura desde un extremo de la escena. Pero su mayor excentricidad fue la campestre. Desde Valladolid y gracias a su personalidad de cazador, se convirtió en el testigo más privilegiado del cambio que se estaba produciendo. Fue el mejor cronista del último éxodo campesino. Quien quiera entender cómo murió una España y nació otra debe acercarse a sus libros obligatoriamente. No hay una referencia más poderosa que la suya ni una mirada más potente y modulada en todos los registros posibles: desde el tremendismo de Los santos inocentes al candor de El camino. El tiempo, lejos de refutarlo, cada vez da más la razón a sus libros, que se vuelven más luminosos y sutiles conforme pasan las décadas.

El vínculo al territorio

Delibes fue siempre una ventana cercana a un universo que para mí era cercano y propio. Pienso mucho qué escribiría ahora él en estos tiempos de incertidumbre y pandemia. Ahora que los medios rurales hablan y al fin se visibilizan sus historias y luchas. Me marcó mucho el personaje de la mujer de Cayo, de El disputado voto del señor Cayo. No habla, tampoco tiene nombre. Se sienta y descansa las manos sobre su halda. Hace posible todo lo que enseña y cuenta Cayo, pero solo suelta algún gruñido, ni siquiera es un lamento. No hay voz porque es muda. Me pareció increíble como retrató la situación y la invisibilización de la mujer rural en ese personaje, con esa acción tan tajante y simple a la vez de imponerle la mudez. Qué escribiría hoy acerca del agroecofeminismo y la soberanía alimentaria, de la defensa de la cultura campesina. ¿Insistiría en repensar nuestro papel en el lugar del mundo que habitamos, como planteó en el discurso de acceso a la Real Academia Española de la Lengua? ¿Hablaría de interdependencia, cuidados y de la vida en el centro? Ahora más que nunca, regreso a sus palabras, en estos tiempos de colapso y emergencia climática, y me pregunto por el progreso a costa de qué, de qué vidas, de qué ecosistemas, de que seres, y retumba la voz de Cayo y su vínculo al territorio: “los nogales llevan aquí desde siempre, como las piedras”.

El escritor de la tierra

Me hicieron leer El príncipe destronado en el colegio y no me gustó: a esa edad no quieres leer sobre niños que son igual que tú. Con dieciséis, en el instituto, me obligaron a leer Cinco horas con Mario y tampoco me entusiasmó: a esa edad solo quieres leer sobre ti. Yo, como toda mi generación, era un chaval ansioso de modernidad que solo consumía productos americanos, y Delibes era un anciano de boina que hablaba de lo que nos habían dicho que había que dejar atrás. Una década después, una novia que tuve me regaló Las ratas. Empecé el libro por amor y continué por deslumbramiento. Su prosa era perfecta y sólida, las frases y los párrafos encajaban los unos en los otros sin fisuras. Los adjetivos, pocos y precisos, iluminaban el sustantivo y resplandecían. Mientras lo leía, tenía la sensación de pasar la mano por una buena pared de piedra. Delibes hablaba del campo, de la naturaleza, sin afectación, sin cursilerías ni idealización, pero sin crudeza innecesaria, con veracidad y poesía, y mucha humanidad. A mi novia dejé de amarla, pero no así a Miguel Delibes, a quien considero, junto con Josep Pla y Fernández Flórez, el mejor escritor español de la tierra. Su literatura, como todo arte verdadero, limpia los ojos de las porquerías de la actualidad y el ego.

Mirándolo todo

Yo un día me crucé con Delibes por la calle. Diría que no iba a ningún sitio. A caminar, iría. A ningún lado, vamos (iba a sí mismo). De estos tíos hay muchos, pero él había escrito todo aquello. Fue en el puente más prosaico de todos los que salvan el Pisuerga (lo llaman el puente de El Corte Inglés, no digo más), en un entorno urbano de —por entonces— reciente construcción; una zona de ensanche municipal con sus edificios bien altos, sus calzadas de rayas blancas y su señalización vertical. Digo esto porque el maestro caminaba por el escenario menos delibesiano que pudiera imaginarse. Pero, con las manos a la espalda, alto como era, parecía escudriñar la ciudad nueva con la misma atención con la que debió de estudiar todo el especierío animal y vegetal plasmado mil veces en sus libros camperos. Donde brilló inmenso el gran autor de lo rural fue fuera de lo rural. Cinco horas con Mario es una novela prodigiosa que en vez de hablar de un terruño perdido en las Merindades o en Tierra de Campos, y desde una ciudad, diserta con angustia sobre un tipo humano urbanísimo. La amargante y muy metropolitana Menchu Sotillo, su protagonista, enlaza con las galdosianas Lupe Rubín o la de Bringas, y todas ellas enganchan con un rancio y subvertido sentido capitalino que se actualiza hoy en figurones como la condesa de Bornos o la marquesa de Casa Fuerte: regañonas muy de echar a los demás las culpas de los fracasos propios. Las que desde sus puestos preeminentes desprecian a la gente de pueblo a la que Delibes tanto amó.

Una influencia inevitable

No pensé mucho en Delibes al escribir este libro, no lo tenía como una referencia consciente. Quizá porque no es alguien a quien asocie con el humor. Sí he pensado en él otras veces, al escribir sobre los años que pasé en el medio rural. Puede que haya cosas de imaginario que están ahí sin darme cuenta, que haya un elemento casi inevitable. Yo lo leí por primera vez cuando vivía en Urrea de Gaén, en Teruel: mi padre me dio El camino y me gustó mucho (en el instituto también lo leímos). En esa época leí varios libros suyos en la biblioteca del colegio, no siempre vinculados a lo rural. Era un escritor muy respetado y presente, Los santos inocentes o Cinco horas con Mario estaban en casa de mis abuelos, de mis tíos. Y recuerdo algunos libros de artículos que había por casa. Disfruté mucho leyendo cosas que contaba de animales y alguna pieza sobre las palabras del campo. Creo que el mundo rural y el país han cambiado mucho, a veces se han intensificado tendencias que él señalaba. De él me gusta la capacidad evocadora, un elemento de concreción en la escritura y la mirada, una sensación de pérdida, una visión humanista.

Una nueva alienación

Siempre he admirado de Delibes cómo se sirvió del retrato de la España rural para desvelar las formas de alienación asociadas al ejercicio del poder durante el caciquismo. Nuestro país ha sufrido desde los años setenta un proceso de transformación exprés y la vida rural que Delibes describiera está casi extinta. Hemos pasado de ser una sociedad agraria a una postindustrial sin apenas detenernos en los estadios intermedios. Esta transición, modelada por una idea progreso entendido como multiplicación del provecho, tal y como Delibes denunció en Un mundo que agoniza, no nos ha salido gratis. Enormes extensiones, desde las áreas metropolitanas de las grandes ciudades hasta zonas rurales donde se ha implantado la producción intensivista o el turismo, han sufrido un abandono fulgurante de los modos rurales para integrarse en el capitalismo global. Esta transformación ha dado lugar a nuevas fricciones sociales y una dosis nada desdeñable de devastación. Nos hemos visto abocados a realizar un cambio también exprés del imaginario del territorio y nuestro lugar en él que, como el mismo proceso de modernización del país, está plagado de lagunas. Desearía que los escritores de hoy tengamos la mitad de la lucidez de Delibes para dar con personajes que, igual que Zacarías o El Nini hicieran en su día, encarnen la alienación derivada la nueva organización del poder y que no nos aferremos a idealizaciones de un pasado rural arcádico.

Un hombre, un paisaje y una pasión

He sabido recientemente que algunas novelas de Miguel Delibes se incluyeron como lecturas obligatorias en el plan de estudios de amigos. En mi caso no fue así. Por eso, y porque muchos temas que tocaba Delibes traían ecos de las historias que contaba mi madre y yo asociaba a un pasado rural que no acababa de incumbirme, no le leí hasta los 25 años, a propósito de una entrevista que debía hacerle por la publicación del volumen de artículos He dicho. Al final del encuentro, le pedí que me firmara el ejemplar. No solía, no suelo pedir autógrafos, pero acabé el libro subrayando tantas frases que asumí que aquel hombre era un escritor de verdad, y le pedí la dedicatoria. Esta es una de las frases: "Para mí una novela era —y sigue siendo— una historia inventada encaminada a explorar las contradicciones que anidan en el corazón humano y, por tanto, requiere, al menos, un hombre, un paisaje y una pasión”. Su interés por el paisaje acabó de animarme a leerle una ficción. En casa, Los santos inocentes era una película de cabecera así que busqué la novela... que me abrió las puertas literarias del campo español. Junto a Josep Pla, Delibes es el escritor que mejor me ha advertido sobre las posibilidades de los espacios peninsulares que algunos consideran "pequeños", aunque suelen ser lo más grandes. Su reivindicación de la periferia, de la naturaleza y del saludable valor de lo alternativo, sublimada durante el discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua en el que apostó por el ecológico Crecimiento Cero en un momento en el que todo el país ansiaba disparar la economía, le señala como un lúcido referente ético de los que, como se comprueba década a década, no abundan. En El hereje, obra para él capital, evidenció su profunda decepción hacia las históricas inclinaciones de un país caracterizado por aplastar —quemar— al disidente. Y con esa novela de despedida dejó en el aire el espíritu de su protagonista Cipriano Salcedo como un ejemplo de integridad que a algunos todavía nos oxigena al recordarnos el valor de defender pacíficamente una fe, cualquiera, la naturalista también.

Un sociólogo de campo

El primer libro de Delibes que leí fue Las ratas, y sería demasiado largo contar cuánto de ése libro va prendido en cada uno de los míos, pero, si hablamos de ruralidad, debería decir que, para mí, lo rural en Delibes es algo puramente accidental, o innato, si se quiere. Es decir, no es algo que haya sido “buscado” por él, sino algo que ha sido “hallado” de forma natural en su biografía. Y es que Delibes no es un burgués de Nueva York que escribe sobre el campo de Castilla, sino alguien que nació en ese mismo campo y que tuvo su primera escopeta con diez años. Pero, asumido el concepto, la cuestión sería establecer matices. Porque es ahí donde reside la verdadera esencia del maestro. Porque el campo en Delibes no es un campo “estético” sino un campo “sociológico”, un campo duro, pobre, hambriento. Un campo que es hermoso en cuanto paisaje, pero que es al mismo tiempo un campo-infierno. Y conste también que centrarse en lo rural en Delibes sería, a mi juicio, hacerle un flaco favor. Porque Delibes es, antes que eso, el narrador de la soledad y de la muerte, de los niños y los viejos. El narrador del hombre que contempla el mundo y se siente mínimo y desamparado y condenado a su destino. Y el narrador, también, del miedo. Del miedo real y no artificioso. Sin duda un ecologista. Pero también un molesto aguijón denunciante frente al sistema.