Image: Recuerdos durmientes

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Letras

Recuerdos durmientes

Patrick Modiano

15 junio, 2018 02:00

Patrick Modiano. Foto: C. Hélie/Gallimard

A partir de la próxima semana, junio es Modiano gracias a la aparición de Recuerdos durmientes, su primer libro tras el Nobel de 2014, de la pieza teatral Nuestros comienzos en la vida, y a la recuperación del guión de Lacombe Lucien (Anagrama). El Cultural adelanta hoy los mejores tramos de Recuerdos durmientes, unas memorias íntimas en las que el narrador francés confirma lo que celebró la Academia sueca al concederle el premio, ese “arte de la memoria con el que ha evocado los destinos humanos más difíciles de retratar”. Aunque ese destino sea el suyo, y el misterio que intenta ocultar resulte, como es el caso, verdaderamente personal.

En esta época de mi vida y desde la edad de once años desempeñaron un papel importante las fugas. Fuga de los internados, fuga de París en un tren nocturno el día en que tenía que presentarme en el cuartel de Reuilly para el servicio militar, citas a las que no acudía o frases rituales para escurrir el bulto: “Un momento, que voy por cigarrillos...”, y esa promesa que tuve que hacer cientos y cientos de veces sin cumplirla nunca: “Vuelvo enseguida.” Ahora siento remordimientos. Aunque no se me dé muy bien la introspección, me gustaría entender por qué la fuga era, como quien dice, mi forma de vida. Y me duró bastante tiempo, diría que hasta los veintidós años. ¿Era algo equiparable a esas enfermedades de la infancia que tienen nombres tan curiosos: tosferina, varicela, escarlatina? Dejando aparte mi caso personal, siempre he soñado con escribir un tratado de la fuga a la manera de esos moralistas y de esos memorialistas franceses cuyo estilo admiro tanto desde la adolescencia: el cardenal de Retz, La Bruyère, La Rochefoucauld, Vauvenargues... Pero de lo único que puedo dejar constancia es de los detalles concretos, de los lugares y de los momentos específicos. En particular, de aquella tarde del verano de 1965 en que estaba ante el mostrador de un café estrecho a la entrada del bulevar de Saint-Michel, que contrastaba con los demás cafés del barrio. No tenía una clientela de estudiantes. Un bar estrecho y largo, como los de Pigalle o de Saint-Lazare. Entendí aquella tarde que me estaba dejando ir a la deriva y que, si no reaccionaba inmediatamente, la corriente me arrastraría. Estaba convencido de no correr ningún riesgo y de gozar de algo así como de una inmunidad por ser un espectador nocturno, ese apodo que se había puesto a sí mismo un escritor del siglo XVIII que exploraba los misterios de las noches parisinas. Pero la curiosidad me había llevado ya algo lejos, quizá demasiado. Noté que el peligro me pasaba cerca, eso que llaman «el viento de la bala de cañón». Tenía que desaparecer lo antes posible si no quería tener problemas. Iba a ser una fuga mucho más importante que las otras. Había tocado fondo y lo único que me quedaba ya por hacer era dar un talonazo fuerte para subir a la superficie.

Ahora siento remordimientos. Aunque no se me dé muy bien, me gustaría entender por qué la fuga era mi forma de vida

El día anterior había sucedido algo a lo que aludí veinte años después, en 1985, en el capítulo de una novela. Era una forma de quitarme un peso de encima, de dejar constancia por escrito de algo así como una confesión a medias. Pero veinte años era un espacio de tiempo demasiado breve para que algunos testigos hubieran dejado de existir y no sabía cuál es el plazo para que la justicia deje de perseguir a los culpables o a los cómplices y los cubra definitivamente con el velo de la amnistía y del olvido. Esa mujer con quien me había encontrado por primera vez pocas semanas antes y cuyo nombre no me decido a decir -aún desconfío, pasados cincuenta años, de los detalles demasiado concretos que podrían permitir identificarla- me llamó, muy entrada la noche, en aquel mes de julio de 1965, para decirme que había ocurrido un «accidente» en el piso de Martine Hayward, en el número 2 de la avenida de Rodin, donde nos habíamos conocido y donde se reunían los domingos por la noche personas variopintas a quienes la tal Martine Hayward llamaba «los noctámbulos». Me rogaba que acudiera. En el salón del piso estaba tendido en la alfombra el cuerpo de Ludo F., el personaje más turbio de aquella pandilla de «noctámbulos». Lo había matado «por accidente», me decía, al manipular un revólver que había «encontrado en una de las baldas de la estantería de los libros». Me alargaba el arma, que había vuelto a meter en la funda de ante. Pero ¿por qué estaba aquella noche sola con Ludo F. en el piso? Me lo explicaría todo «en cuanto estuviéramos lejos de allí, al aire libre». Sin pulsar el automático de la luz de las escaleras, la cogí del brazo y la ayudé a bajar en la oscuridad, lo que era preferible a usar el ascensor. En la planta baja había luz detrás de la puerta acristalada del portero. Tiré de ella hacia la puerta cochera y, en el momento en que pasábamos delante de la portería, salió un hombre moreno, de corta estatura y con el pelo a cepillo. Nos miraba en la penumbra mientras yo intentaba abrir a tientas la puerta cochera. Estaba atrancada. Al cabo de un instante -y ese instante se me hacía interminable-, vi en la pared el botón que abría la puerta. Oí el chasquido y abrí. Hacía todos los gestos a cámara lenta para que fueran lo más precisos posible y no apartaba la vista del hombrecito con el pelo a cepillo, como si quisiera desafiarlo y permitirle que se le quedasen en la memoria mis rasgos faciales. Ella se impacientaba y la dejé pasar; luego, antes de seguirla, me quedé unos segundos quieto en el vano de la puerta clavando los ojos en el portero. Estaba esperando que se me acercase, pero él también estaba quieto, mirándome. El tiempo se detuvo. Ella se había adelantado unos diez metros y yo no sabía ya si podría alcanzarla de tan lento como era mi paso, cada vez más lento, con la sensación de ir flotando y de descomponer el mínimo movimiento. Estábamos llegando a la plaza de Le Trocadéro. Las dos de la mañana más o menos. Los cafés estaban cerrados. Yo me notaba cada vez más tranquilo y respiraba cada vez más hondo, sin necesidad de ninguno de esos esfuerzos de concentración que suelen hacerse durante los ejercicios de yoga. ¿De dónde venía tanta tranquilidad? ¿Silencio y aire cristalino en la plaza de Le Trocadéro? Aquel aire me parecía tan suave y helado como el de las pendientes de Alta Saboya. Seguramente me estaba influyendo la obra que llevaba leyendo unos cuantos días, Los sueños y cómo dirigirlos de Hervey de Saint-Denys, que fue toda esa temporada uno de mis libros de cabecera. Me daba la impresión de que le había contagiado a ella mi calma y ahora andaba con el mismo paso que yo. Me preguntó adónde íbamos exactamente. Era demasiado tarde, tardísimo para volver a Montmartre, al Hotel Alsina, o a casa de ella, en Saint-Maur-des-Fossés. Divisé el rótulo de un hotel al principio de todo de una de las avenidas que daban a la plaza de Le Trocadéro. Pero seguía llevando en un bolsillo de la chaqueta el revólver en su funda de ante. Busqué una boca de alcantarilla donde poder tirarlo. Como lo tenía en la mano, ella me echaba miradas inquietas. Yo intentaba tranquilizarla. Estábamos solos en la plaza. Y si por casualidad alguien nos observaba desde la ventana a oscuras de un edificio, no tenía la mínima importancia. No podría hacer nada contra nosotros.
El tiempo se detuvo. Ella se había adelantado unos diez metros y yo no sabía ya si podría alcanzarla de tan lento como era mi paso
Bastaría con desviar el sueño ateniéndose a los consejos de Hervey de Saint-Denys, como quien gira un poco el volante. Y el coche circularía sin tropiezos, uno de los coches americanos de entonces, que parecían resbalar por el agua en silencio. Dimos la vuelta a la plaza y acabé por tirar el revólver en un cubo de la basura, delante del Museo de la Marina. Nos metimos por la avenida donde estaba el hotelito cuyo rótulo había divisado. Hotel Malakoff. Desde aquel día, he pasado varias veces por delante y un atardecer de hace cinco años, tan caluroso como aquella noche de junio de 1965, me detuve en la entrada, con idea de coger una habitación, quizá la misma que entonces. Sería un pretexto, me decía, para hojear los registros y comprobar si aún seguía mi nombre en la fecha del 18 de junio de 1965. Pero ¿conservaban los registros antiguos que consultaban de vez en cuando los que formaban parte de la brigada llamada «de casas de camas»? Aquella noche de hace cincuenta años, en el mostrador de recepción solo estaba el vigilante nocturno debido a lo avanzado de la hora. Ella se quedó atrás y fui yo quien puso el apellido, el nombre y la fecha de nacimiento en el registro, aunque el vigilante no nos pedía nada, ni siquiera un documento de identidad. Estaba seguro de que Hervey de Saint-Denys, que tanto sabía de los sueños y de cómo dirigirlos, habría dado el visto bueno a mis escrúpulos. Según trazaba las letras -y me habría gustado dibujar los trazos finos y los gruesos, pero el bolígrafo no me lo permitía- iba notando una tranquilidad y un apaciguamiento que nunca había sentido hasta entonces. Incluso puse en las señas el número 2 de la avenida de Rodin, donde Ludo F., tendido en la alfombra, dormía su último sueño. Los días posteriores, la angustia que me había entrado en el café de la entrada del bulevar de Saint-Michel no era ya tan acuciante. A lo mejor procedía de la proximidad del Palacio de Justicia y de la prefectura de policía, que se veían a poca distancia, del otro lado del puente. Yo sabía que había inspectores que frecuentaban algunos cafés de la plaza de Saint-Michel. Ahora nos quedábamos en Montmartre y me parece que allí nos sentíamos más seguros y acabábamos por preguntarnos si los acontecimientos de aquella noche habían sido reales. Tengo ciertos escrúpulos al hablar de aquellos días. Son los más memorables y los últimos de una de las partes de mi juventud. Nada tuvo ya del todo, a partir de entonces, las mismas tonalidades. ¿Acaso la muerte de aquel Ludo F., un hombre al que apenas conocíamos, desempeñó el papel de algo parecido a una llamada al orden? Durante una temporada, tras este hecho, con frecuencia me despertaba sobresaltado por unos disparos y, al cabo de un instante, me daba cuenta de que esos disparos no se habían hecho en la vida real sino en mi sueño. A diario, al salir del Hotel Alsina, iba a comprar la prensa a una tiendecita de la calle de Caulaincourt -France Soir, L'Aurore, los que traían crónica de sucesos- y la leía sin que ella lo supiera, para que no se preocupase. No venía nada de Ludo F. Por lo visto, no le interesaba a nadie. O sería que la gente de su entorno había conseguido ocultar su muerte. Seguramente para no comprometerse. Algo más arriba, en la calle de Caulaincourt, en la terraza de Le Rêve, escribía yo en el margen de uno de los periódicos los nombres de aquella gente que recordaba por haber asistido a las «veladas» de los domingos por la noche, donde la había conocido a ella. Y hoy, cincuenta años después, no puedo por menos de volver a escribir en esta hoja en blanco alguno de aquellos nombres, Martine y Philippe Hayward, Jean Terrail, Andrée Karvé, Guy Lavigne, Roger Favart y su mujer, que tenía pecas y los ojos grises..., y otros... Ninguno me ha dado señales de vida en estos cincuenta últimos años. Por entonces debía de ser invisible para ellos. O será, sencillamente, que vivimos a merced de ciertos silencios. Junio, julio de 1965. Transcurrieron los días aquel verano en Montmartre, todos iguales, con sus mañanas y sus tardes de sol. Bastaba con deslizarse en su corriente apacible y flotar de espaldas. Al final, nos olvidaríamos de aquel muerto del que ni ella parecía saber gran cosa, con la excepción de que lo había conocido cuando trabajaba en la perfumería de la calle de Ponthieu. Había entrado para hablar con ella, y se lo había vuelto a encontrar en el café de al lado de la perfumería donde solía tomar un bocadillo a la hora del almuerzo. La había llevado varias veces a esas veladas de los domingos por la noche que organizaba Martine Hayward en la avenida de Rodin, que era donde nos habíamos conocido nosotros dos. Ya estaba, solo eso. Y lo que había ocurrido allí la otra noche era un «accidente». Y ella no quería decirme nada más.

Transcurrieron los días aquel verano, todos iguales. Al final nos olvidaríamos de aquel muerto del que ni ella parecía saber gran cosa

Cuando me acuerdo de aquel verano, me da la impresión de que se ha desprendido del resto de mi vida. Un paréntesis, o más bien unos puntos suspensivos. Unos años después, viví en Montmartre, en el número 9 de la calle de L'Orient, con la mujer a la que amaba. El barrio no era ya el mismo. Yo tampoco. Ambos habíamos recobrado la inocencia. Una tarde me detuve delante del Hotel Alsina, que habían convertido en una casa de pisos. El Montmartre del verano de 1965, tal y como creía verlo en el recuerdo, me pareció de pronto un Montmartre imaginario. Y no tenía ya nada que temer. Pocas veces cruzábamos la frontera por la parte sur, esa que marcaba el terraplén del bulevar de Clichy. Nos quedábamos en un sector bastante reducido por donde subía la calle de Caulaincourt. En aquel mes de julio éramos los únicos ocupantes de la terraza de Le Rêve, y por las tardes estábamos solos también algo más arriba, en la penumbra del San Cristóbal, a mitad de la cuesta de las escaleras de Lamarck-Caulaincourt. Hacíamos siempre los mismos gestos en los mismos sitios, a las mismas horas y bajo el mismo sol. Recuerdo calles desiertas en los días de canícula. Sin embargo, flotaba una amenaza en el aire. Aquel cadáver en la alfombra, en el piso del que nos habíamos ido sin apagar la luz... Las ventanas iban a seguir encendidas en pleno día, como una señal de alarma. Intentaba entender por qué me había quedado tanto tiempo quieto delante del portero. Y vaya idea la mía cuando puse en la ficha del Hotel Malakoff mi nombre, mi apellido y la dirección del piso, avenida de Rodin, 2... Se darían cuenta de que se había cometido un «crimen» esa misma noche en esa dirección. ¿Qué vértigo había padecido cuando estaba rellenando la ficha? A menos que la obra de Hervey de Saint-Denys, que estaba leyendo cuando ella me llamó para suplicarme que fuera a buscarla, me hubiera enturbiado la mente: estaba seguro de vivir un mal sueño. No corría ningún riesgo, podía «dirigir» ese sueño como deseara y, en caso de quererlo así, podía despertarme en el acto.