Jorge Herralde. Foto: José Aymá

Con estas palabras agradecía Jorge Herralde el Premio Atlántida otorgado por el gremio de Editores de Cataluña hace unas semanas. Merece la pena acompañar al editor en este fascinante paseo por su intensa vida como lector y hacedor de innovadores y sustanciosos menús literarios.

Hablaré como un lector progresivamente apasionado, intuitivo, autodidacta, en aquella posguerra de un país sin maestros (asesinados, exiliados, silenciados), se convirtió inopinadamente en editor, cuando nada parecía presagiarlo, ni por familia ni por los desganados estudios de ingeniero industrial.



Mis primeros libros de infancia fueron los habituales, novelitas de kiosco, los libros de Salgari o Julio Verne o mis dos favoritos: Mark Twain, con Tom Sawyer y Huckleberry Finn, o Guillermo y "Los Proscritos" de Richmal Crompton. De pronto me topé con la colección "Al Monigote de Papel", encabezada por el maestro del humor inglés Wodehouse, que publicaba el gran editor Janés. En casa de su encuadernador, padre de Carlos Durán, amigo de la adolescencia que luego fue cineasta de la Escuela de Barcelona, tenían todo el fondo editorial de Janés, sus bellísimas, cuidadas y sugerentes publicaciones, sus catálogos. Y entonces, además de descubrir a sus grandes autores, que son, como es sabido, los protagonistas mayores de la edición, atisbé la existencia de ese personaje entre bastidores, el editor, que imagina esa maravilla que puede ser un gran catálogo, que organiza y unifica un archipiélago de libros y colecciones.



Un sucinto repaso cronológico de lecturas: recuerdo vivamente a tres autores de mi primera adolescencia: Knut Hamsun con Hambre y el rechazo de su protagonista a la vida burguesa y su pasión por ser escritor, Hermann Hesse con el oscuro e incierto destino de El lobo estepario y Dostoievski con Los hermanos Karamázov (uno de ellos, Iván, dice: "Si Dios no existe, todo está permitido"). Libros que provocaron mis primeras grandes sacudidas lectoras, allá se contaba algo distinto que me provocaba, me desconcertaba, me interpelaba, me entusiasmaba. Libros que me recuerdan las palabras de Kafka: "Si el libro que leemos no nos despierta como un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?". Y, por cierto, poco después vino la inmersión total en Kafka desde La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, El proceso, El castillo o la terrible Carta al padre. Un drástico cambio de menú literario, después de la ironía deliciosa y juguetona de Wodehouse.



A los veinte años contraje una oportuna tuberculosis, gracias a la cual estuve un año dedicado casi exclusivamente a leer y a perfeccionar mi francés. Destaco un descubrimiento fundamental: el de Jean-Paul Sartre, quien, durante muchos años, fue el estandarte de la rebelión, la contestación y la exigencia del compromiso político. En su libro Qué es la literatura encontré súbitamente articulado y formulado mi rechazo instintivo al llamado "orden burgués", me ayudó a tomar "conciencia política", según arcaica terminología de la época, y la necesidad del engagement, del "compromiso", y de paso surgió la consabida "mala conciencia social" de burguesito, algo que también experimentaron Barral y Gil de Biedma, que escribieron sobre ello. En resumen, Sartre fue fundamental para cambiar el rumbo de mi vida, y, en buena parte gracias a él, me convertí en editor (y editor muy izquierdoso hasta la muerte de Franco, lo que paliaba dicha mala conciencia: es decir, la edición como terapia). Otro escritor que me entusiasmó en la misma época fue Albert Camus, amigo y después enemigo irreconciliable de Sartre, aunque en España leíamos a ambos con avidez. De Camus leí, años después, una frase famosa que me hubiera gustado haber escrito: "Soy de izquierdas, a pesar de la izquierda y a pesar de mí mismo". Y en la senda afrancesada leí y seguí leyendo a los escritores canónicos Balzac, Flaubert, Stendhal, Sade y después Colette, Gide, Proust, Malraux, Marguerite Yourcenar, Les gommes de Robbe-Grillet. Y también Las flores del mal de Baudelaire, Una temporada en el infierno de Rimbaud, Los cantos de Maldoror de Lautréamont.



Albert Camus me entusiasmó, Sartre me ayudó a tomar conciencia política, flechazos muy distintos fueron los de Borges, Gombrowicz, Nabokov...

Otro flechazo muy distinto fue el de Borges, desde que leí Ficciones, con su deslumbrante "Pierre Menard, autor del Quijote" y otras inesperadísimas maravillas. Después fui persiguiendo las ediciones de toda su obra, no tan fáciles de encontrar en España, no precisamente por la censura sino por tratarse de un autor muy minoritario cuyas importaciones eran escasas. O la sorpresa de la llamada "generación perdida": Santuario de William Faulkner y El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, mis dos autores favoritos del grupo, Fiesta de Hemingway, Manhattan Transfer de Dos Passos, Las uvas de la ira de Steinbeck, por citar los primeros libros que leí de esos grandes escritores.



Un inciso importantísimo: en aquellos años de la posguerra, con la censura franquista bien alerta, casi todos estos libros sólo los podíamos leer publicados por editoriales latinoamericanas, a menudo fundadas o vivificadas por exiliados españoles. Así, las argentinas Sudamericana, Losada y Emecé o, en el ámbito de la política y las ciencias sociales, Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI. Mi generación, entre otras, nunca podrá agradecer lo bastante tan inmenso favor. Y, por cierto, a Kafka, Sartre, Camus, Borges y a la "generación perdida" los leí casi todos en ediciones argentinas.



Aún no he mencionado a novelistas españoles; leí muchísimos, tal vez demasiados (incluso deglutí Los cipreses creen en Dios de Gironella). Mis novelas entonces preferidas fueron Nada de Carmen Laforet, La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, Juegos de manos de Juan Goytisolo, Las afueras de Luis Goytisolo, amigo del colegio desde los doce años, que ganó jovencísimo el primer Premio Biblioteca Breve, tan justamente célebre. Y muy en especial Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, además de las poesías de Gil de Biedma, que tantos amigos nos sabíamos de memoria, y Arde el mar, el espectacular debut de Gimferrer. Empecé a leer tarde en catalán, quizá a los veinte años, cuando descubrí a Josep Pla, y no me perdí ninguno de sus extraordinarios Homenots, y suma y sigue hasta el gran Sergi Pàmies o el muy responsable Jordi Amat.



Cierro este recorrido de lecturas indispensables antes de ser editor con el homenaje a dos genios: Gombrowicz y su Ferdydurke y sobre todo Nabokov y su Lolita, a quien tuve la fortuna y también el considerable trabajo de dedicarle una Biblioteca Nabokov. Y no puedo olvidar a Cesare Pavese: la traducción de Il mestiere di vivere fue el primer libro de Anagrama que tuve en mis manos.



En octubre de 1967 decido crear una editorial, después de algún proyecto frustrado, y hago un primer viaje a París, naturalmente, para visitar editoriales y librerías. Mis lecturas tenían una intención muy explícita: buscar aquellos libros y autores que consideraba más pertinentes para mi proyecto en aquellos años tumultuosos de la revolución cubana, la revolución china, la convulsión de la guerra de Vietnam, Mayo del 68, la izquierda extraparlamentaria alemana...



Así como mi primera vocación fue la edición literaria, en los primeros años de Anagrama sentí como más urgente, más inevitable, la publicación de textos políticos radicales y heterodoxos a pesar de la censura: los libros prohibidos, bastantes secuestrados e incluso un proceso en el Tribunal de Orden Público (el temible TOP). En nuestro catálogo estaba presente, según bromeó un crítico, "todo el pantone de la contestación". Años después, al final de la dictadura, mi interés por la política disminuyó; considerablemente y la literatura cobró en la editorial un gran protagonismo.



Regresando a finales de los sesenta, empecé a escudriñar aquellos catálogos con los que tenía mayor sintonía: en Francia, Maspero, Éditions de Minuit y Ruedo ibérico (con el gran Pepe Martínez publicando en castellano textos prohibidísimos que podían leerse en España mediante exportaciones ilegales que esperaban sus libreros cómplices), en Italia Feltrinelli y Einaudi, en Estados Unidos la editorial de los beat City Lights Books, y Grove Press, y en España, naturalmente, la aparición de la Biblioteca Breve, cuyo fulgor iluminó inolvidablemente la década de los sesenta, la colección fundamental de la Seix Barral de Carlos Barral, quien capitaneó un brillantísimo equipo: Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, el Mestre Castellet, el sabio Joan Petit, Jaime Salinas, luego gran editor, y los tres hermanos Goytisolo (llamados en Madrid los Goytimuchos). Gracias, Barral, por ser cronológicamente mi segundo gran instigador español, después de Janés. En abril de 1969 se publicaron los primeros títulos de Anagrama pero, como me recomendaría Kipling, ésta es otra historia.



Abusando de la metáfora, diría que la lectura es una nación de naciones: la nación de los libros, las librerías y la de la prensa, obligadas a negociar
Hasta ahora he hablado de libros pero no de algo tan imprescindible para mí como la lectura de la prensa. Mi primer recuerdo como lector me lleva a principios de los cuarenta (y perdonen la coloratura sepia, de daguerrotipo de época, pero resulta que nací en 1935), leyendo ávidamente La Vanguardia, suscripción familiar, siguiendo apasionadamente los avatares de la Segunda Guerra Mundial. Y la revista Destino, otra suscripción. Más adelante, tantas otras revistas, desde La Codorniz hasta publicaciones tan políticas como la imprescindible Triunfo o en Francia Les Temps Modernes y Le Nouvel Observateur y en Inglaterra la New Left Review.



Me resulta indispensable rendir un cálido homenaje a las librerías, en las que tantas horas he pasado, lugares a la vez de estímulo y sosiego. En Barcelona las encontrabas en todas las calles céntricas (ahora tan colonizadas por firmas de moda, bares y restaurantes). Así, las históricas Catalonia y Jaimes, las varias sedes de la Librería Francesa, luego Áncora y Delfín, que fue durante años mi librería de cabecera, y, ya en los sesenta, Cinc d'Oros, la más roja de todas, la exquisita Leteradura o la librería del Drugstore del Paseo de Gracia, abierta por las noches, con gran surtido de ediciones latinoamericanas, escasa vigilancia y robos a mansalva (hobby de los progres de la época). Y las del Quartier Latin en París, Charing Cross Road en Londres, la Quinta Avenida en Nueva York, mientras que en Italia ya habían aparecido las primerísimas librerías Feltrinelli.



Con la lectura aprendemos a descifrar el mundo y también a nosotros mismos, ya que, como escribió Emilio Lledó, los libros nos leen. Diría que la lectura ha sido y es mi única patria, mi única nación, por utilizar palabras tan manoseadas. Podría aventurar, abusando quizá de la metáfora, que la lectura es como una nación de naciones: la nación de los libros, la nación de las librerías y la nación de la prensa, obligadas a negociar entre sí con las lógicas tensiones, pero de forma envidiablemente armónica (aunque sabemos que Disneylandia sólo existe en Hollywood).



Se ha hablado mucho de las actuales dificultades de la edición, con los drásticos cambios tecnológicos y también de hábitos, de las gravísimas crisis económicas recientes, de los efectos de las grandes concentraciones, pero, sin embargo, persiste una resistencia tenaz. Así, han aparecido muchas editoriales en los últimos años, a menudo de tamaño micro, consagradas a la mejor literatura, al esmero artesanal y a la excelencia para llevar adelante sus proyectos, diríase que "virtuosas por obligación", como dictaminó Bourdieu. Igualmente surgen sin cesar gran cantidad de librerías y agencias literarias, también en formato micro. Larga vida a todas ellas, guiadas no sólo por la profesionalidad, también por una intrépida vocación amateur, en el más glorioso sentido de la palabra, es decir, por su amor al oficio y por su militante dedicación.



He tenido la inmensa suerte de haber podido ejercer durante casi cincuenta años este oficio de locos, como lo llamó Inge Feltrinelli, el mejor oficio del mundo, como pensamos muchos. Un oficio totalmente adictivo, somos unos yonquis de la edición, que no queremos ni podemos curarnos.