Image: Qué vergüenza (3)

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Letras

Qué vergüenza (3)

24 agosto, 2016 02:00

Pasea por las calles de Santiago de Chile a lomos de este rerlato, que da nombre al libro de Paulina Flores Qué vergüenza (Seix Barral). Nueve relatos que salen a la venta el próximo 13 de septiembre.

- Primera parte
- Segunda parte

"¿Estás segura de que es aquí? No hay ni un cartel. ¿Cómo se llamaba la productora?"

"Es para que no los molesten tanto -dijo Simona rápidamente-. ¿Te imaginas toda la de gente que vendría si supieran que hacen los castings aquí? -Y tiró con fuerza la mano de su padre-. Entremos", insistió casi suplicando.

"Sí, entremos, papá, hace mucho calor acá", pidió Pía, menos animada, como implorando resolución.

"Bueno -dijo el padre-, ya estamos aquí, qué perdemos." Tocaron el timbre del altavoz y sin recibir ningún ¿quién es? o ¿qué necesita? del otro lado, se abrió la puerta.

La sombra de adentro, después de tantas horas bajo el sol, cegó y desorientó al padre por un momento. Cuando pudo ver mejor, se dio cuenta enseguida de que la casa, en su interior, seguía siendo sospechosa. Era evidente que la estructura original había sido modificada. Donde de seguro comenzaría la sala o el living se interponía una pared, un tabique delgado, para crear más oficinas. Se sintió inquieto en la penumbra de un vestíbulo falso y pequeño que permitía como única dirección una escalera empinada. El piso era de piedra gris, único elemento que parecía haber resistido los cambios. Lo peor era el silencio. Demasiado silencio. No como en un lugar donde trabajaba gente. Se vio junto a sus hijas, acorralado. A medio camino entre la puerta de entrada y la escalera, sin que nadie los recibiera o preguntara qué querían.

El padre subió a las niñas a los primeros escalones y se arrodilló frente a ellas. Respiró profundo. Las miró hacia arriba. Ambas le sonreían. Escondió la mirada en el acto. "Pobres", pensó. Nunca podía mantenerles la mirada y por eso tenía que hacerse el payaso, como decía su esposa. Todo este último tiempo, obligado a pasarlo con ellas, había sido abrumador. Ahí estaban siempre, rondando por la casa, esperándolo, exigiendo, dependiendo de él. Nada parecía decepcionarlas, pero él se escondía en su pieza porque ni siquiera lograba sostener sus miradas. Lo cierto es que no sabía quiénes eran: ¿quién era la más aplicada en el colegio? ¿A cuál no le gustaban las ensaladas? ¿Cuál de las dos detestaba los baños? ¿Quién le temía a la oscuridad?

Su esposa le hablaba de ellas en la cama, pero él no podía retener nada. Había sido padre muy joven. Demasiado joven. Sin querer y sin preparación. Y había respondido dejándose llevar. Haciendo lo que se suponía que debía hacer: afrontar el asunto y olvidarse de sí mismo por un tiempo. Dejar de lado sus planes y proyectos, como una manzana a medio comer. Trabajar. Había gastado todas las energías que tenía de joven en trabajar, sin cuestionarse mucho. Dejando una gran incógnita entre él y la que podría haber sido su vida si hubiera invertido el tiempo en sus propias fantasías. Sin llegar a descubrir jamás si hubiese conquistado el mundo.

Era verdad que, al principio, lo más importante era salir adelante económicamente. Pero también sabía que todo ese tiempo en que sus hijas crecían, él había estado escondiéndose. Limitando sus aportes a un trabajo agotador de lunes a sábado. Y ahora que no tenía nada material con que contribuir se sentía inútil y excluido. Su mujer era mucho mejor que él, y tenía razón cuando le enrostraba su falta de voluntad. Era lógico que estuviese cansada de hacerse cargo de todo. Por eso solo podía hacer bromas y chistes con sus hijas. No se le ocurría otra cosa que actuar como un compañero de juegos, uno con el que te encuentras casual y maravillosamente en un parque, pero que no sabes si volverás a ver la tarde siguiente.

"¿Cómo me veo? ¿No estoy muy formal?", les preguntó tocándose la corbata. Vestía el traje azul, la camisa blanca y la corbata café que usaba para las entrevistas laborales. Se sentía sofocado y deseaba arrancar. Cada vez que se presentaba en una oficina quería huir.

Simona le alisó las cejas con el pulgar, como hacía su madre cada vez que las llevaba revueltas.

"Estás precioso", soltó tan efusivamente que se sonrojó.

"Mi Monilla", dijo él, y le desordenó el pelo con la mano.

Se puso de pie y empezó a subir las escaleras.

Al final los esperaba otra puerta.

"¿Cómo me veo yo?", preguntó Pía.

"Tú no importas -la reprendió Simona-, el que importa es el papá."

Tocaron el segundo timbre. Tras esperar unos segundos, apareció un hombre que los hizo pasar con un entusiasmo y cordialidad excesivos. Simona lo observó extrañada e interesada. Era un hombre muy bonito, como su padre. Pero su belleza era diferente a la de él. Llevaba una melena oscura, barba rala y un aro en la oreja.

"¿Casting?", le preguntó el hombre al padre. Él contestó con un sí inseguro.

"Pasen, pasen", dijo, guiándolos hacia su escritorio.

El lugar también llamó la atención de Simona. No había muchas puertas con oficinas, ni secretarias. Era un cuarto cualquiera de una casa vieja. Enorme y abierto, con un techo altísimo. Detrás del escritorio había una tela blanca colgando, trípodes, cámaras y focos. No se parecía en nada a las otras empresas que había visitado, pero eso debía significar algo bueno.

El hombre se sentó en un sillón ejecutivo de cuero blanco, y ellos en unas sillitas de plástico modernas e incómodas. Juntó las manos como si fuera a rezar y empezó:

"Bueno, le explico cómo funciona el asunto...". Habló sobre la agencia, su trayectoria y fama. Contó que operaban en sociedad con otras agencias publicitarias. Que se encargaban de marcas importantes. Que ahora necesitaban gente para una campaña específica, pero que siempre estaban buscando nuevos rostros. No paró de hablar, con elocuencia y naturalidad, sobre un montón de cosas que Alejandro no entendía completamente, pero que aparentaba comprender afirmando con la cabeza.

El hombre hizo una pausa y sonrió. "Ahora -continuó, y cambió su tono entusiasta a uno más reservado-, nosotros necesitamos fotografías de las personas para mostrárselas a la marca. Son ellos los que dan el visto bueno al final -dijo encogiéndose de hombros y mostrando las palmas de las manos, para que vieran que estaban limpias, que corría agua por ellas sin que él pudiera hacer nada-.

Las fotos que necesitamos -prosiguió- son para lo que se llama un porfolio. Todos los que se dedican a esto tienen que andar con uno, y bueno, si la persona no tiene, nosotros lo hacemos. La sesión fotográfica, obviamente, tiene un costo, que es de quince mil pesos. También se puede hacer en otro estudio. -Hizo una pausa y levantó las palmas-. Claro que nuestros precios, considerando que en general terminamos trabajando con la gente a la que fotografiamos, son mucho más convenientes. -El hombre esperó la respuesta con una sonrisa-. ¿Qué le parece?", insistió al ver que el padre no contestaba.

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- Segunda parte