Gabriel-García-Márquez

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Letras

Gabriel García Márquez, morir contando

17 abril, 2014 02:00

Muchos años después, frente al pelotón de recuerdos de su memoria, Gabriel García Márquez había de recordar aquella tarde remota en que su abuelo lo llevó a conocer el hielo. Corría el año 2002 y el pelotón de recuerdos indultaba finalmente unas memorias tituladas Vivir para contarla (Mondadori). En sus páginas, el nobel colombiano confesaba que el niño sorprendido por el tacto frío de aquella extraña materia en el inolvidable comienzo de Cien años de soledad era el trasunto del propio Gabo, acompañado no por su padre sino por su abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez, al almacén de la United Fruit Company de Aracataca, en el Caribe colombiano. Vida y Literatura habían vuelto a hacer de las suyas. García Márquez ha muerto este jueves en Ciudad de México a los 87 años de edad.

Nicolás Ricardo Márquez y Tranquilina Iguarán criaron a su nieto durante los primeros años de su vida y sus arrasadoras personalidades marcarían su vida y obra. El coronel, con sus dotes narrativas, sus irrenunciables posiciones políticas y su desbordante vitalidad, y la abuela Mina, con su natural imbricación de lo extraordinario en la realidad cotidiana en el sinfín de innumerables historias que desmadejaba. La hija de ambos, Luisa Santiaga Márquez, había parido a Gabriel el 6 de marzo de 1927, tras acabar por sucumbir al inclemente galanteo al que Gabriel Eligio García, telegrafista de Aracataca, le sometió. Poco después del alumbramiento, el joven matrimonio tuvo que partir a Barranquilla dejando a su retoño al cuidado de los abuelos. Sus padres no podían alimentarlo.

A los ocho años, tras la muerte del coronel y la ceguera de su abuela, García Márquez marcha a Sucre con sus padres. Estudia secundaria en los jesuitas de San José y en 1947 inicia Derecho en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Pero las Leyes no resistieron una impetuosa pasión por contar a la manera de la abuela Mina, urdiendo materiales fantásticos y reales. Los estudios languidecen, los cuentos se multiplican, se prodigan los primeros pinitos periodísticos, el disimulo no resiste y en 1950 se descubre el pastel. García Márquez abandona la carrera y marcha a Barranquilla como columnista y plumilla sustituto de El Heraldo. Su primer cuento, La tercera resignación, se dejó leer en 1947 en El Espectador de Bogotá.

Aquellos fueron años de penurias, eternos, en los que García Márquez se fajó en todo tipo de empleos miserables, empeñó sus manuscritos y, en alguna ocasión, tuvo que pedir fiado al dueño del prostíbulo donde malvivía. En 1948 lo encontramos de nuevo en la capital. Los disturbios del Bogotazo hacen saltar las costuras del país y reducen a cenizas la pensión en la que duerme un estudiante ya incompleto, que nunca colgaría título alguno en el salón sin por ello dejar de recibir doctorados honoris causa de las mejores universidades del planeta. Nos hallamos a tres pasos de la fama, del acmé. Faltan una mujer, Mercedes Barcha, amor de la niñez con quien Gabo se casa en 1958, una mudanza, a México, en 1961 y una novela, y no cualquiera: la novela más influyente del último medio siglo. 1967 es el año cero de una nueva era literaria: nos esperan Cien años de soledad...

Nadie había hipnotizado así a sus lectores, cartografiado un mundo tan antiguo en el que las cosas aún no tenían nombre y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo, poblado de gitanos que conservan un pedazo de hielo en la inacabable selva sólo para convertir en escritores a niños perdidos, de pueblos extraños con nombre de árbol, de bellas tan bellas que levitan, de trenes cargados de cadáveres, de lluvia infinita... En tres años las copias sumaban tres millones. En 1982, el premio Nobel. Y el boom, esa extraordinaria serie de coincidencias que puso a Latinoamérica al frente de la literatura mundial, ya no era pasión sino mitología.

En 1965 García Márquez había conocido en persona a una avispada agente literaria barcelonesa de paso por México que ya gestionaba sus intereses desde 1961. Carmen Ballcels, genial focalizadora del boom, le cae tan bien al escritor que después de tres días memorables de agasajos estampa su firma en un contrato autorizándola a representarlo en todos los idiomas durante ciento cincuenta años. Poco después, el escritor se encerraría en casa a lo largo de 18 meses de escritura compulsiva -en los que su familia acumularía una deuda de 10.000 dólares- para terminar Cien años de soledad.

García Márquez, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Fuentes, Cortázar… y Ballcels como maestra de la gran ceremonia. ¿De dónde habían salido aquellos genios? ¿Cómo un subcontinente que no había manifestado señales de vida literaria anteriormente -más allá de esas excepciones llamadas Borges o Rulfo- generaba de pronto semejante aluvión de obras maestras? Cien años de soledad, La casa verde, Tres tristes tigres, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela... Ellos fueron la primera ola del boom, una excepcional generación literaria expuesta a la cruda agitación de la política del momento, con la revolución cubana como referencia inexcusable (y postrer decepción), y enlazada por firmes relaciones de amistad, como la que unió a García Márquez y Vargas Llosa, que años después, en Barcelona, saltaría en mil pedazos.

Y el mundo, sin perder a un excepcional periodista, el que deslumbra, por ejemplo, en Relato de un náufrago o en Noticia de un secuestro, ganó a uno de sus más grandes escritores, el de Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera o Del amor y otros demonios. Menuda suerte. Por cierto que el cine compitió durante un tiempo con las letras por el corazón de aquel Gabo que en 1964 anduvo a punto de dejarlo todo por el séptimo arte. En la adaptación que él mismo realizaría de su relato En este pueblo no hay ladrones, Luis Buñuel encarna a un cura apocalíptico y Juan Rulfo y Carlos Monsiváis juegan al dominó. Y vemos al propio García Márquez, en un documental posterior, a la entrada de un cine del DF cobrando las entradas de los primeros pases. Cuando poco después se vio incapaz de soportar la presión del trabajo de guionista, Carlos Fuentes le animó diciéndole que no se preocupara porque, a fin de cuentas, la relación de ambos con el cine no había tenido más propósito que financiar indirectamente sus novelas.

Personaje público y creador no dejarían ya de perseguirse. Queda, por ejemplo, la duda acerca de si su posicionamiento en una izquierda amiga de tiranos como Fidel Castro emborrona los márgenes de su biografía. Y queda el brete en el que puso a las generaciones literarias futuras. Una decidida reacción realista frente a la exuberancia tropical de García Márquez y sus deudos impera ya desde hace años. Demasiado grande demasiado fuerte, una cena en exceso copiosa y saturada de especias. Demasiado imitado. Toda una ansiosa influencia para nuevos escritores.

La enfermedad no esperó cien años. Ya temprano, en 1999, irrumpió el cáncer linfático. En los últimos años, el Alzheimer le impidió reconocer los nombres de los amigos muertos, como Carlos Fuentes. El pelotón de recuerdos de su memoria fue perdiendo efectivos, historias, rifles, no quedó nada que contar. Gabo se adentró hoy en la última sombra pero sus libros le permitirán burlar a la muerte de nuevo, una y otra vez, como la esquivaba el coronel Aureliano Buendía, cada vez que alguien los lea.