Image: Un dedo en los labios

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Letras

Un dedo en los labios

15 enero, 2014 01:00

Detalle de La Anunciación de doña María de Aragón de El Greco, h. 1600 (Museo del Prado)

Publicamos el relato que Gustavo Martín Garzo ha escrito inspirándose en La Anunciación de doña María de Aragón de El Greco y que junto a los de otros 22 escritores publica Lunwerg

Narrando desde El Greco son veintidós relatos de otros tantos escritores reunidos por Lunwerg y publicados con motivo de las contemoraciones del Año Greco. Lola Beccaria, Juan Bonilla, Ángeles Caso, Inma Chacón, Luisgé Martín, Álvaro Pombo o Andrés Trapiello han escrito inspirándose en los cuadros del griego. Son relatos de escritores de hoy sobre sus obras maestras. La edición corre a cargo de Adolfo García Ortega.

Publicamos a continuación y en exclusiva el cuento de Gustavo Martín Garzo sobre La Anunciación de doña María de Aragón.


Un dedo en los labios

Hola, niño, ¿estás bien?… ¿No me contestas?… Claro, llevaba una semana sin verte y te has enfadado conmigo. ¿A que es eso? Pero ya te dije que no iba a poder venir. Tuve que arreglar papeles, contratar un servicio de mudanzas, buscar algo dinero, pues ya sabes lo caro y complicado que es cambiarse de casa. Y no soporto vivir en la nuestra sin ti. Anda, no te enfades, sé bueno y perdóname.

¿Sabes qué me pasó por la mañana? Estaba desayunando y de pronto no supe quién era, qué hacía allí. Esta que se lleva el café a los labios, ¿quién es?, me dije, ¿qué hace en el mundo? Me asomé a la ventana y vi que, en la explanada, unos chicos habían hecho una hoguera. Permanecían inmóviles, con los ojos fijos en las llamas que bailaban sobre los troncos, y me acordé de un sueño que tuve cuando estabas en el hospital. Te encontrabas mejor y la enfermera se empeñó en que me fuera a casa a descansar unas horas. Ahora sé que no debí hacerlo, que debí quedarme a tu lado como había hecho las noches anteriores, pero ¿quien puede adivinar lo que va a suceder? Tú aparecías en mi sueño. Íbamos en uno de esos trenes de antes, y en nuestro compartimento solo había un hombre mayor que no dejaba de mirarnos. Tenías mucho sueño y te quedabas dormido sobre mis piernas. Te habías hecho muy mayor y casi cubrías por entero los asientos vacíos. Pensé en lo rápido que pasaba el tiempo y en que dentro de muy poco te irías de mi lado. ¿Te acordarías de mí cuando lo hicieras?, me pregunté adormilada. Me despertó una luz misteriosa. No sabía de dónde venía, y, al abrir los ojos, no estabas en el compartimento. Iba a preguntar a aquel hombre si te había visto, cuando se inclinó sobre mí y me dijo: Se ha ido a ver una película de abogados. ¿Por qué dirá eso?, pensé. Tenía una cara muy huesuda, y sus ojos carecían de brillo, como si fueran los ojos de un cadáver. Preocupada, salí al pasillo a buscarte. En uno de los extremos vi el resplandor de la luz que me había despertado. Parecía proceder de algo que estuviera ardiendo y me acerqué para ver qué era. El tren iba muy deprisa y tenía que avanzar apoyándome en las paredes para no caerme. Te vi a través del cristal. Estabas en la plataforma del vagón, en medio de un ruido infernal, ya que las dos puertas permanecían abiertas. Y tú te apartabas de una de ellas sin darte cuenta de que estabas a punto de precipitarte al vacío por la contraria. Pero aquella luz misteriosa hacía que te detuvieras a mirarla. Todo sucedía muy deprisa, y yo te cobijaba en mis brazos impidiendo que te cayeras mientras la luz desaparecía. Luego, de vuelta en nuestro compartimento, me preguntabas: ¿La has visto? He visto ¿qué?, te decía. Había una zarza ardiendo, murmurabas con una sonrisa.

Unos días antes, yo había visto en un cuadro una zarza así. Fue en una de esas tardes tontas en que no sabemos qué hacer. Esperaba a que salieras del colegio y, al pasar junto al museo Thyssen, decidí entrar a verlo. Sus salas estaban extrañamente vacías, tal vez por la hora que era. Todo estaba en silencio y los cuadros parecían ventanas a otros mundos, ventanas llenas de misteriosa luz. Me acordé de una vez que, en ese mismo museo, había coincidido con la visita de una escuela. Los niños eran muy pequeños y su maestra, sin duda para que no dieran la lata, les había pedido que permanecieran con el dedo índice en sus labios mientras estuvieran allí. Me extrañó la seriedad con que los niños seguían las indicaciones de la maestra, y la forma tan concentrada con que miraban los cuadros a pesar de ser tan pequeños. Avanzaban despacio, sin hacer ruido, como si temieran arrancar de su ensimismamiento a los personajes que poblaban los cuadros.

Esa tarde, reinaba un silencio semejante. Oí el rumor de una voz y, al acercarme a la sala de donde procedía, vi a un grupo de turistas japoneses frente a uno de los cuadros. Era una Anunciación de El Greco y se oía la voz de la guía que lo explicaba. No me gusta mucho El Greco porque los cuerpos que pinta parecen cuerpos de ahogados, cuerpos fríos y húmedos que tratan de regresar de la muerte. Además, sus cuadros me recuerdan una historia muy triste de vida. Sucedió cuando yo era muy joven. Estaba en el primer curso de la facultad y empecé a salir con un compañero de clase. Estaba muy enamorado de mí y hacía todo lo que le pedía. A veces, aquella entrega me abrumaba tanto que me revolvía contra él y le trataba con crueldad. Estaba harta de que siempre me diera la razón, de que me quisiera de aquella forma; hacía que me sintiera culpable de no poder corresponderle de la misma manera. Una tarde se puso a acariciarme en una cafetería. Quería besarme pero yo le dije que no me apetecía en ese momento. Venga, por qué no, me repetía. Está bien, le dije harta de su insistencia, pero antes tienes que hacer lo que te pida. Acabábamos de estar en una librería y yo había visto un libro que deseaba tener pero carecía de dinero para comprarlo. Y le pedí que fuera a robarlo. Solo le estaba desafiando, pues dada su timidez enfermiza le creía incapaz de hacer algo así. Pero el chico se levantó, cruzó la calle sin dejar de mirarme y entró en la librería. El corazón empezó a latirme con fuerza. Tardaba en salir, y la sola idea de que pudieran sorprenderle robando, hacía que me sintiera la más perversa de las mujeres. Pero no tardó en aparecer y en correr a mi encuentro. Debajo de la camiseta traía el libro que le había pedido y que me entregó con una sonrisa muy dulce, como si no fuera consciente de mi perfidia y pensara que solo había querido jugar con él. Me conmovió tanto su inocencia que los besos de esa tarde fueron los más bonitos que nos dimos nunca.

Pero aquellos besos no cambiaron las cosas y un par de semanas después decidí cortar con él. Aproveché un viaje que hicimos a Toledo para decírselo. Paseábamos por un parque y recuerdo que, cuando por fin lo hice, reaccionó mucho mejor de lo que esperaba. Sin aspavientos, mansamente, como si hubiera comprendido desde que cogimos el tren el sentido de aquel viaje. Seguimos paseando por la ciudad y, al pasar junto a la Casa del Greco, entramos a verla. Paseábamos frente a los cuadros cuando, al volverme, vi que el chico estaba llorando. Lo hacía de una manera silenciosa, como si no se diera cuenta de que las lágrimas corrían por sus carrillos, como si no fuera dueño de esas lágrimas. Y yo fui tan cobarde que fingí no darme cuenta y ni siquiera le consolé.

Después de ese viaje no volví a verlo, porque el chico dejó de ir a clase y con el tiempo me olvidé de él. De hecho, según me contaron luego había dejado los estudios y había regresado a su pueblo. Nunca supe si lo hizo o no por mi culpa, lo que durante mucho tiempo me tuvo traumatizada. Tal vez por eso siempre que veo un cuadro de El Greco pienso en aquella visita a su Casa Museo en Toledo y en aquel chico llorando por mí. Veo su cara pálida, lavada por las lágrimas, y me veo paseando a su lado como si la sala entera estuviera sumergida en las lágrimas que han vertido todos los amantes del mundo. Por eso no soporto los cuadros de El Greco, porque solo pinta ese lago formado con las lágrimas de la humanidad y los ahogados que flotan en él.

Sin embargo, esa tarde me detuve ante aquella Anunciación que tanta expectación causaba al grupo de turistas. La guía era una chica muy nerviosa, que acompañaba sus explicaciones con movimientos discontinuos de la cabeza que recordaban a los pájaros. Me horroriza que me expliquen los cuadros, pero por alguna razón que desconozco me detuve a ver qué contaba. El cuadro había pertenecido a una mujer llamada doña María de Aragón. Vivió a finales del siglo XVI y, aunque no era monja, dedicó su vida a la oración y al servicio divino. En aquel tiempo algunas damas con posición lo hacían. Se entregaban a Dios sin profesar en ninguna orden religiosa, lo que les daba una autonomía impensable en caso de haberse casado. Puede que fuera una forma de escapar a aquel destino fatal al que el matrimonio y los sucesivos embarazos y partos condenaban a las mujeres de entonces. Y fue aquella mujer quien le pidió a El Greco que le pintara precisamente una Anunciación.

La chica habló luego de la Virgen y nos hizo notar que estaba recibiendo al ángel, como si hubiera escuchado ya lo que había ido a decirle y le hubiera contestado que aceptaba aquel encargo de Dios. Un cuerpo que no se oculta, que se ofrece, así era el cuerpo de María, lo que era visible en la posición de sus manos. Y la guía misma, al decir aquello, colocó sus manos como las tenía la Virgen en el cuadro. Hablaba de aquel cuadro, como si tuviera que ver con su propia vida. Como si nos dijera: Esa Virgen soy yo.

Luego nos habló de la zarza que estaba a los pies de la Virgen y que era un símbolo de su castidad. Ardía sin consumirse, sin sufrir menoscabo alguno por el fuego, como le había pasado a María al concebir a Jesús. La chica terminó sus explicaciones y se dirigió a otra de las salas llevándose al grupo de japoneses detrás como un pequeño rebaño, y yo me quedé sola contemplado el cuadro. Y era verdad, a los pies de la Virgen había una rama ardiendo, lo que daba a la escena un aura misteriosa. La Virgen era muy guapa y el momento que había elegido El Greco para pintarla era el del consentimiento: cuando se ofrece al ángel y le dice que sí. Su delicadeza contrastaba sin embargo con el resto del cuadro, que me parecía vulgar. Ni siquiera el ángel me atraía en exceso. Estaba sobre una nube, en una actitud grave y un poco ridícula. Y aún más arriba, entre nubes poco creíbles había un grupo de ángeles tocando sus instrumentos como si hubieran tomado alguna sustancia psicotrópica. La verdad es que daba un poco de risa todo aquel barullo, al menos en un momento así. Nada que ver con la Anunciación de Fra Angélico que hay en el Museo del Prado. En ella, María y el ángel están solos y cada uno parece turbado por la presencia del otro. Todo está lleno de una luz que parece nacer de las cosas que la rodean, mientras María se encoge como un capullo en medio del oro que todo lo invade. ¿Sabes por qué me parece el cuadro más hermoso del mundo? Porque hace del corazón de la muchacha visitada por el ángel el centro de la escena encantada, como si el verdadero misterio no estuviera en ese rayo de oro que surge del cielo sino en el interior de la muchacha que lo recibe. Es como cuando tú y yo estamos en la cama jugando. Tú me dices cosas al oído y yo te beso y te contesto con otras locuras. ¿Te gustaría que alguien nos oyera entonces, que nos estuviera viendo por el ojo de la cerradura, aunque fuera todo un montón de ángeles los que estuvieran colgados del techo? No, claro que no, eso te daría vergüenza porque lo que pasa en esos instantes solo a nosotros pertenece. Un capullo de seda es lo que somos entonces los dos. Creo que viví en ese capullo desde que me quede embarazada. Me parecía que algo prodigioso me estaba pasando y a la vez tenía miedo de que todo pudiera terminar mal. Ese miedo se acentuó cuando naciste. Entonces, apenas podía vivir. Te miraba, tan pequeño, tan frágil, y me daban ganas de no salir de casa, de meterme contigo dentro de un armario para que nada pudiera dañarte.

Una vez, cuando tenías solo unos meses, una amiga que había tenido un niño casi al tiempo que yo, me invitó a su bautizo. Tu padre y yo no somos religiosos, y él se negó a ir porque no quería entrar en la iglesia y aguantar un nuevo sermón de los curas. De modo que fui yo sola contigo. Era un bautizo múltiple, como esos que hacen ahora, y todas las madres cargaban a sus niños que habían vestido con esos faldones enormes que solo dejan al descubierto sus caritas rosadas. El sacerdote era un desastre. Fíjate, tenía allí a todas aquellas madres maravilladas y él en vez de decirles algo que pudieran recordar siempre, porque aquella ceremonia con el agua, el aceite y la luz de las velas era ciertamente muy bonita, se limitó a cumplir con ella de una manera fría y rutinaria, como si todas aquellas mujeres le parecieran unas histéricas y quisiera quitárselas de en medio cuanto antes. De hecho, nada más terminar se puso a regañarlas diciéndoles que hicieran el favor de no quedarse en la iglesia con sus cámaras de fotos.

Yo en ese tiempo estaba muy sensible y lloraba por cualquier cosa. En parte, porque ya habían empezado los problemas con tu padre; y en parte, porque, como te he dicho, estaba obsesionada con que en cualquier momento pudiera pasarte algo malo. Y entonces me dio por pensar que tal vez había hecho mal en no haberte llevado en mis brazos a bautizar con los otros niños y que a lo mejor ahora estabas menos protegido que ellos. Ya ves qué locuras se me ocurrían entonces.

Unos días después, le conté a tu "madrina laica", como ella se llamaba, lo que me había pasado en el bautizo. Le hablé de lo que había sentido en la iglesia y de aquella idea absurda que desde esa tarde no se me iba de la cabeza, de que las otras madres habían sido mejores que yo, pues no les había importado hacer un poco el ridículo en aquella ceremonia con tal de sentir que así protegían a sus hijos. La tierra estaba llena de pequeños altares, ¿por qué iba a ser malo levantar uno más, aunque no sirviera de nada? Tu madrina no me contestó, pero volvimos a salir días después y, al pasar junto a una iglesia, va y me dice: ¿Sabes qué he pensado? Que vamos a bautizar a Daniel. Yo me reí y le dije que si estaba mal de la cabeza, pero ella me quitó el cochecito y entró decidida en la iglesia contigo. Me quedé un rato mirando la puerta de la iglesia. Unas palomas se posaron en su umbral. Se movían con los cuellos estirados, como señoritas que bajaran a enterarse de todo. ¿Habéis visto lo que va a hacer esa loca?, les dije a las palomas llena felicidad. La iglesia estaba muy oscura y tardé en veros. Estabais junto a la pila de agua bendita y tu madrina te había cogido en sus brazos. Anda, me susurró, toma un poco de agua y échaselo por la frente. E hice lo que me decía. El bautizo duró solo un momento, porque vimos a un sacerdote mirándonos y salimos de allí muertas de risa. Pero luego esa noche, cuando me levanté para ver si estabas dormido, me pareciste más guapo que nunca. Es lo que tiene bendecir algo, que se vuelve más hermoso.

Todo esto, claro, nunca se lo conté a tu padre. Es más, yo discutía a menudo con él por estos asuntos. Tu padre no creía en nada, decía que la religión es una tontería y que solo había producido desgracias y rencores. Y yo estaba de acuerdo con él, pero a la vez me parecía que esa no era toda la verdad. No creía en los curas, ni en la vida eterna, ni en Dios, ni en los ángeles, pero a la vez sentía pena por haber dejado de creer. Sí, me di cuenta de que me hubiera gustado creer por ti, para tener cosas bonitas que contarte, para decirte que la vida era bella, buena y sagrada. Poco antes de separarnos, tu padre y yo volvimos a tener una discusión muy fuerte por esto. Tu abuela, a la que tú adorabas, acababa de morirse y yo te dije que no te preocuparas porque estaba en el cielo y todas las noches te visitaba cuando dormías. Y tu padre me echó la bronca por hablarte así. A los niños, me dijo, hay que decirles la verdad. Y se acercó a ti y te dijo que no había nada después de la muerte y que tu abuela, a partir de entonces, solo viviría en nuestro recuerdo. Pero ¿quién se conforma con el recuerdo, sobre todo cuando ama? Yo no podía decirte que la muerte es para siempre y que nunca más ibas a ver a tu abuela. No podía decirte que, en caso de morirnos uno de los dos, ya no íbamos a encontrarnos nunca. No podía decirte algo así. Era como ese último beso que te daba cuando dormías. También tu padre se reía de mí cuando, antes de acostarme, tenía que ir obligatoriamente a tu cuarto para dártelo. ¿Para qué le besas, me dijo una vez, si ya está dormido y no se va a enterar? Es verdad, y sin embargo todas las madres lo hacen. ¿Sabes por qué? Porque con ese beso les dicen a sus hijos que nunca morirán. Así de loco es el amor, siempre anda prometiendo cosas que no se puede cumplir.

La zarza de El Greco hablaba de aquellas promesas, por eso aparecía en mi sueño. Fue esa zarza ardiente la que me hizo levantarme del asiento y salir al pasillo del tren. Fue la luz que desprendían sus ramas la que brilló al fondo del vagón para decirme que era allí donde estabas. Y fue esa misma luz la que hizo que te detuvieras a mirarla justo el tiempo que yo necesitaba para llegar hasta ti e impedir que te cayeras por la puerta abierta del vagón.

Pero entonces ¿por qué recibí esa llamada por la mañana? ¿Por qué, tras aquel sueño en que te salvaba, tuvieron que llamarme del hospital para decirme que tu recuperación del día anterior había sido un espejismo y que habías entrado en coma? Llegué en solo unos minutos y cuando te vi estabas en aquella jaula de cristal, lleno de cables, y tu respiración era tan leve que si hubiera acercado una llamita a tus labios ni siquiera habría temblado. Y me acordé de aquel chico con quien me había portado tan mal y pensé, fíjate que extraño, que me hubiera gustado que le hubieras conocido. Sí, tenía que existir una segunda vida, una vida donde conseguir su perdón, una vida donde tú y yo pudiéramos volver a estar juntos y nada pudiera separarnos. ¿Por qué si no los hombres y las mujeres iban a inventarse todas aquellas historias? Historias de zarzas que ardían sin consumirse, de vírgenes que recibían a los ángeles, de chicos locos que robaban por amor, de madrinas que bautizaban a escondidas a los niños, de abuelas que desde el cielo velaban el sueño de sus nietos, de niños pequeños que recorrían las salas de los museos con un dedo en los labios… ¿Por qué todas aquellas locuras si todos estábamos condenados? ¿Por qué, dime? Tú que ahora estas ahí, dentro de esa cajita que llené de rosas, ¿por qué estás tan callado? Anda, no seas malo, dime algo. ¿No ves lo sola que estoy?