Image: Las memorias tempranas de Chagall

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Letras

Las memorias tempranas de Chagall

El Acantilado publica Mi vida, el único libro que escribió el pintor, poco después de abandonar Moscú tras la Revolución Rusa

13 febrero, 2012 01:00

Marc Chagall. Foto: Izis

'Mi vida' es el único libro que escribió Marc Chagall. Sus palabras son como sus colores, felicidad y melancolía, verdad o ensueño, que alzan el vuelo con los personajes de sus cuadros, tan concretos como milenarios. Tan rotundos. Aquí se dibujan los años transcurridos en Vitebsk, su humilde ciudad natal, en el seno de una familia entrañable, pobre, que utilizaba sus cuadros para sacudirse la tierra de los zapatos. Allí asoman San Petersburgo y Moscú, los años de aprendizaje y la apertura de un nuevo mundo para el joven pintor. Más allá París y su bohemia, el taller de «la Ruche», luego la Gran Guerra y el retorno a una Rusia en la que estalla la Revolución bolchevique en un telón de fondo rasgado de tristeza. A continuación reproducimos un fragmento del libro, en el que Chagall narra sus peripecias y penurias en San Petersburgo durante sus años de formación.




La habitación de Javich, en nuestro patio, era mi taller. Para llegar allí se tenía que atravesar la cocina, el comedor del propietario donde aquel viejo grande y barbudo, un vendedor de cuero, estaba sentado delante de la mesa y bebía té.
Cuando atravesaba su habitación, giraba un poco la cabeza: «Buenos días».
Pero me sentía molesto cuando veía encima de la mesa la lámpara y dos platos con un hueso enorme que sobresalía.
Su hija, una morena fea, solterona empedernida, sonreía con una sonrisa ancha y extraña. Su pelo era el de un icono y sus ojos vacilaban con timidez.
Cuando me veía, se tapaba desesperada con un pañuelo o un mantel.
Mi habitación refulgía con el azul oscuro que entraba por la única ventana. La luz llegaba de lejos: de la colina, donde estaba la iglesia.
Todavía me deleita pintar una vez más en mis cuadros aquella iglesia y aquella pequeña colina.
A menudo saltaba sobre la cama, piernas arriba. Telas en la pared, baldosas sucias, polvo, una sola silla, mesa menuda.
Bella llama a la puerta, llama discretamente con su dedo meñique, fino y delgado.
En sus brazos, pegado al pecho, Bella lleva un gran ramo verde oscuro de serbales con manchas rojas.
«Gracias-le dije-, gracias».
No eran las palabras adecuadas.
Oscurece. La beso.
Un bodegón se va dibujando por arte de magia en mi espíritu.
Posa para mí.
Tumbada, toma forma una desnudez blanca.
Me acerco con timidez. Lo confieso, era la primera vez que veía un desnudo.
Aunque casi fuera mi novia, igualmente me daba miedo acercarme a ella, estar cada vez más cerca, tocar todos estos bienes.
Como una bandeja que se exhibe ante tus ojos.
Hice un boceto y lo colgué en la pared.
Al día siguiente mi madre entra en casa y ve el boceto.
«¿Qué es esto?».
Una mujer desnuda, los senos, las manchas oscuras.
Me avergüenzo; ella también.
«¡Saca a esta chica de aquí!», dijo.
«¡Querida madre! Te quiero demasiado. Pero... ¿es que nunca te has visto desnuda? Sólo miro y la dibujo. Nada más».
Pero obedecí a mi madre. Descolgué la tela y, en lugar de este desnudo, pinté otro cuadro, el de una procesión.
Poco después, me mudé a otra habitación, en casa de un policía.
Incluso estaba contento. Me parecía que me protegía día y noche.
Puedes pintar lo que quieras.
Bella puede entrar y salir cuando quiera.
El policía era un hombre alto, con un bigote decaído, como en los cuadros.

Delante de su casa estaba la iglesia Ilynsky. Nevaba.
Una noche que salí con Bella para acompañarla a casa de sus padres, mientras nos besábamos, nuestros pies tropezaron con un gran paquete.
¿Qué es?
Un bebé abandonado. Una carne frágil, envuelta en lana oscura, que solloza.
Orgulloso, se lo llevo a mi policía poderoso.
De nuevo se ha hecho de noche, Bella ya no puede salir; la puerta está cerrada.
La lamparita humea. Delante de la estufa de la cocina, las palas, los bieldos están soñolientos. Está todo inmóvil. Unas cazuelas vacías están tiradas.
¿Cómo hacerla salir? ¿Qué pensarán los vecinos que están durmiendo?
«Oye-le digo-, ¡sal por la ventana!».
Nos hace gracia. La hago pasar por la ventana que da a la callejuela.
Al día siguiente, murmuraban en el patio y en la calle: «Sabéis, hasta se sube por la ventana para entrar a su casa y salir. ¡Hasta aquí han llegado!».
¡Id pues a decirles que mi novia era más pura que la madona de Rafael y que yo era un ángel!

Habitaciones, cuartuchos en alquiler, tantos como quisiéramos. Los anuncios, como la humedad, no escasean. Cuando llegué a Petersburgo, alquilé una habitación que compartía con un escultor en ciernes, de quien el escritor Shalom- Aleichem decía que sería el próximo Antokolsky (pronto se convirtió en médico).
Como una bestia parda, chillaba y manejaba la arcilla como un bruto, para que no se le secase.
¿Acaso eso debería importarme?
Después de todo, soy un hombre. No puedo despertarme cada vez que ronca.
Un día, tras arrojarle la lámpara a la cabeza, le dije: «Vete, vete a casa de tu amigo Shalom-Aleichem; quiero quedarme solo».
Poco después de llegar a la capital, fui a examinarme para entrar en la Escuela de Artes y Oficios del barón Steglitz.
«Es aquí-pensaba mientras miraba la casa-donde se obtiene la autorización para vivir en la capital, y una beca para vivir en ella».
Pero los bocetos, copiar aquellos ornamentos alargados de yeso que parecían sacados de una tienda, todo aquello me horrorizaba.
Yo pensaba: «Han escogido esta decoración con la intención de atemorizar, de molestar a los alumnos israelitas, de manera que no puedan obtener la autorización que tanto necesitan».
¡Ay!, mi presentimiento era acertado.
Suspendí el examen. No recibí ni carta de recomendación ni subvención. No había nada que hacer.
Tuve que entrar en una escuela de más fácil acceso, la de la Sociedad para la protección del arte, donde entré a tercero sin examen previo.
¿Qué hacía allí? No sabría decirlo.
Numerosas cabezas de yeso de ciudadanos griegos y romanos salían de todas partes, y yo, pobre provinciano, tenía que inspirarme en la miserable nariz de Alejandro de Macedonia o en otro idiota enyesado.
A veces me acercaba a estas narices y las golpeaba. Y, desde el fondo de la sala, contemplaba detenidamente los senos polvorientos de la Venus.

Aunque mi manera de pintar gustara a los demás, no daba los resultados que yo esperaba.
No podía dejarme indiferente ver a aquellos alumnos principiantes que arrugaban el papel con la goma y el sudor, como con una pala.
En el fondo no eran malos chicos. Mi aspecto semita despertaba su curiosidad. Me aconsejaron incluso que reuniera todos los bocetos (no he conservado ninguno) y los presentara a las pruebas.
Cuando me convertí en uno de los cuatro clasificados, tuve la corazonada de que el pasado no volvería jamás.
Recibí diez rublos al mes durante un año.
Era rico y casi a diario me podía permitir, en un pequeño restaurante de la calle Zukovskaia, comer un buen plato, después del cual, a menudo, no faltaba mucho para que me desmayara.
El escultor Ginzburg me sacó de apuros.
Enclenque, bajito, perilla negra, hombre excelente. Tengo un buen recuerdo de él.
Su taller, en la misma Academia de Bellas Artes, lleno de recuerdos del maestro Antokolsky y de sus bustos de gente ilustre de la época, se parecía a la sede de los elegidos que han cruzado ya el penoso camino de la vida.
En efecto, este señor mantenía estrechas relaciones con Lev Tolstói, Stassov, Repin, Gorky, Chaliapin, etcétera.
Su reputación se hallaba en la cumbre, mientras que yo era un don nadie, sin ningún derecho a vivir, sin una miserable renta mensual.
No sé si encontró en mis bocetos de adolescente algún mérito particular.
En todo caso, me entregó, como hacía de costumbre, una carta de recomendación para el barón David Ginzburg.
Este último, que vaticinaba a cada alumno que sería el futuro Antokolsky (¡qué derroche de ilusiones!), me asignó una beca mensual de diez rublos, solamente durante unos meses.
Y después, ¡apáñatelas solito!
Este barón letrado, amigo íntimo de Stassov, no era un gran conocedor del arte.
Pero se creía obligado a charlar conmigo amablemente, y me contaba historias con una moraleja final de las que se deducía que el artista tiene que ser muy prudente.
«Mira, por ejemplo, la mujer de Antokolsky, no era una buena persona. Se ve que echaba de su casa a los mendigos. ¡Ande con cuidado! ¡Sea prudente...! La mujer puede ser muy importante en la vida de un artista».
Yo pensaba, respetuosamente, en otra cosa.
Cobré la beca durante cuatro, cinco meses.
Pensaba: «El barón me recibe con bastante amabilidad, charlamos juntos. Así que, ¿no podría él cubrir mis necesidades, para poder vivir y trabajar?».
Un día que fui a recoger los diez rublos, su admirable criado me dijo, a la vez que me los daba:
«Aquí tienes, y es la última vez».
¿El barón y toda su familia habían pensado en lo que me convertiría, cuando bajara por aquellas fastuosas escaleras? Podía, a los diecisiete años, llegar a ganarme la vida con lo que estudiaba-o sencillamente pensaba: espabílate solo, vende periódicos.
¿Entonces, por qué razón se había molestado en ocuparse de mí, como si hubiera creído en mi talento artístico?
No entendía nada. Y no había nada que entender.
Yo era el único que lo padecía, nadie más. No tenía ni un rincón para dibujar.
¡Adiós, barón!
Fue en esta época cuando me presentaron a una pléyade de mecenas. En todas partes, en los salones, me sentía como al salir del baño, con la cara enrojecida y acalorado.
¡Ay! ¡El permiso para vivir en la capital!
Heme aquí de criado en casa del abogado Goldberg.
Los abogados podían contratar los servicios de criados judíos.
Pero, según la ley, tenía que vivir y comer en su casa.
Nos hicimos amigos.
¡En primavera, me llevaba a su casa, a una finca de su propiedad en Narva, donde su mujer y sus hermanas, las Germontes, en los grandes salones, a la sombra de un árbol y a orillas del mar, eran tan amables conmigo!
¡Queridos Goldberg! Vuestra imagen permanece ante mis ojos.
Pero antes de conocer a estos mecenas no sabía dónde alojarme.
No tenía medios suficientes para alquilar una habitación; me tenía que conformar con los rincones de las habitaciones. Ni tampoco tenía una cama para mí solo. La tenía que compartir con un trabajador. Es verdad que era un ángel aquel obrero de bigotes negros.
Era tan amable conmigo que se arrimaba completamente a la pared para hacerme más sitio en la cama. Le daba la espalda y, de cara a la ventana, aspiraba el aire fresco.
En estos espacios compartidos, con obreros y comerciantes que trabajaban todo el año como vecinos, tan sólo me faltaba tumbarme en la cama y pensar en mis cosas. ¿Sobre qué más? Y los sueños me atormentaban: una habitación cuadrada, vacía. En un rincón, una sola cama y yo encima. Oscurece.
De repente, se abre el techo y un ser alado desciende con estrépito y rapidez, llenando la habitación de corrientes y nubes.
Un crujido de alas que se arrastran.
Pienso: «¡Un ángel!». No puedo abrir los ojos, todo es deslumbrante, demasiado luminoso.
Tras fisgonear por todos lados, levita y se escabulle por la grieta del techo, llevándose con él toda la luz y el aire azul.
Vuelve a oscurecer. Me despierto.
Mi cuadro La aparición evoca este sueño.
En otra ocasión, alquilé medio cuartucho, en alguna parte de la calle Panteleimonovsky. Por la noche no me explicaba de dónde venía todo aquel ruido que me impedía dormir.
La otra mitad de la habitación tan sólo estaba separada de la mía por una sábana. ¿Por qué estos ronquidos?
Otra vez, el inquilino de la otra mitad de la habitación, un borracho, tipógrafo de día, y por la noche acordeonista en el parque público, regresó entrada la noche y, después de hartarse de coles agrias, quiso ver a su mujer.
Esta última lo rechazó, vino a refugiarse en mi mitad de habitación y luego huyó por el pasillo, vestida sólo con el camisón. La siguió con un cuchillo en la mano.
«¿Cómo te atreves a huir de mí, tu marido legítimo?».
Entonces entendí que en Rusia, no sólo los judíos no tienen derecho a vivir, sino que muchos rusos tampoco, amontonados como piojos en el pelo. ¡Dios mío!
Me mudé otra vez.
Mi compañero de piso era un persa, de origen bastante misterioso. Había huido de su país donde había sido revolucionario y seguidor del antiguo sha. No se sabía muy bien.
Me quería como a un pájaro y soñaba con Persia o con sus negocios misteriosos.
Más tarde, me enteré de que este antiguo seguidor del sha se había suicidado en un bulevar de París.
Mientras, estaba otra vez angustiado por culpa de la famosa autorización, y también porque se acercaba el servicio militar.
Un día que regresaba a Petersburgo de vacaciones, sin el salvoconducto, el comisario en persona me detuvo.
Como el aduanero no había recibido la propina que esperaba (no lo había entendido), empezó a insultarme y me ordenó:
«¡Eh, por aquí, detenedlo...! ¡Ha entrado en la capital sin autorización! Mientras tanto, llevadle al calabozo con los ladrones; después, le llevaréis a la cárcel».
Y así fue.
¡Gracias a Dios! Al final estoy tranquilo.
Aquí, al menos, tengo derecho a vivir. Aquí podré estar tranquilo, bien alimentado y ¿tal vez hasta pueda dibujar en paz?

En ningún otro lugar me había sentido tan a gusto como en este calabozo donde me desnudaron por completo para vestirme con el uniforme de preso.
La jerga del hampa y de las prostitutas era muy divertida. ¡No me insultaban, ni me empujaban! Hasta me apreciaban.
Más tarde, me trasladaron a una celda incomunicada con un viejo maravilloso.
Me divertía ir, una vez más, sin ninguna necesidad, a aquel lavabo, descifrar las inscripciones que empapelaban las paredes y las puertas, retrasarme en la larga mesa del comedor delante de un plato lleno de agua.
Y en esta celda para dos, cuando puntualmente cortaban la corriente hacia las nueve de la noche, cuando ya no podía mos ni leer, ni dibujar, me dormía a gusto. Volvían los sueños.
Aquí va uno: varios niños de un mismo padre-yo soy uno de ellos-están en algún lugar, a la orilla del mar.
Todos, menos yo, están encerrados en una jaula para fieras, alta y ancha. El padre, un orangután, de hocico oscuro, sostiene un látigo en la mano; ora nos amenaza, ora solloza.
De repente, nos apetece bañarnos, y también a mi hermano mayor Vrubel, el pintor ruso, que se encontraba asimismo, no sé por qué, entre mis numerosos hermanos.
El primero al que hicieron salir fue Vrubel.
Me acuerdo, veo cómo se desnuda nuestro muy querido. Se ven a lo lejos sus piernas morenas que se abren como unas tijeras. Se dirige hacia la orilla. Pero el mar embravecido aúlla, hierve. Una furiosa oleada cabalga como crestas abismales. El oleaje, espeso como la melaza, bambolea con estrépito. ¿Qué le ha pasado a mi pobre hermano? Estamos todos preocupados. Tan sólo vemos, a lo lejos, su cabecita, sus piernas han dejado de brillar.
Al final, la cabeza también desaparece.
Un brazo ha salido del agua, y luego nada más.
Todos los niños chillaban:
«¡Se ha ahogado nuestro hermano mayor, Vrubel!».
El padre repetía desde la orilla:
«Se ha ahogado nuestro hijo, Vrubel. Ya sólo nos queda un hijo pintor; tú, hijo mío».
Así que era yo.
Me desperté.
Puesto al fin en libertad, decidí aprender un oficio cualquiera con el que poder obtener el permiso para vivir en la capital. Me convertí así en el aprendiz de un pintor de rótulos, a fin de obtener el título de una escuela profesional.
El examen me daba miedo. Sabría tal vez dibujar frutas o a un turco fumando, pero seguramente suspendería la parte de letras. Pero me apasioné con aquellos letreros e hice una serie entera.
Me resultaba agradable ver en el mercado, colgados a la entrada de una carnicería o de una frutería, mis primeros letreros, cerca de los cuales se restregaba amablemente un cerdo o una gallina, mientras el viento y la lluvia, despreocupados, los salpicaban de fango.