Image: La última causa perdida

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Letras

La última causa perdida

Dennis Lehane

27 julio, 2011 02:00

Dennis Lehane

RBA, 320 pp.

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Nada menos que Clint Eastwood y Martin Scorsese llevaron a la gran pantalla dos de sus novelas: 'Mystic River' y 'Shutter Island'. Pero antes de eso, la pluma de Dennis Lehane dio a luz a una pareja de detectives que le acompañaron a lo largo de cinco libros y que también tuvieron su reflejo cinematográfico en 'Adiós, pequeña, adiós', cosechando buenas críticas de la mano de Ben Affleck. Lehane, que está estos días en la Semana Negra de Gijón, ha dejado descansar a Patrick Kenzie y Angie Gennaro: "A esos personajes los machaqué psicológica, física y emocionalmente. Si desean mantenerse lejos, están en todo su derecho. Ahora bien, si en algún momento deciden aporrear mi puerta, correré hacia la máquina de escribir porque sé que me lo pasaría en grande". Y así ha sido. Once años después de la última entrega de la saga, llega 'La última causa perdida' para salpicar la rutina de este dúo, ahora casados y con un hijo.



Una tarde despejada e inusualmente cálida de principios de diciembre, Brandon Trescott salió del spa de la posada Chatham Bars, en Cape Cod, y se subió a un taxi. Una molesta serie de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol había desposeído a Brandon del derecho a conducir un vehículo por el estado de Massachusetts durante los próximos treinta y tres meses, así que el hombre tenía que recurrir a los taxis. A sus veinticinco años, con la vida solucionada gracias a un sólido fideicomiso y siendo hijo de una madre jueza y un magnate local de medios de comunicación, Brandon no era el prototípico niño rico gilipollas, sino que parecía entrenarse duramente para elevar la gilipollez a la categoría de arte. Cuando le dejaron finalmente sin carné de conducir, ya iba por su cuarto arresto en estado de ebriedad. Los dos primeros se habían saldado con una demanda por conducción temeraria, el tercero le había granjeado una seria advertencia y el cuarto acabó con daños a terceros, aunque Brandon se salió de rositas y sin un rasguño.

Esa tarde invernal, con la temperatura apenas por debajo de los quince grados, Brandon lucía una sudadera con capucha, manchada y desteñida de fábrica, que costaba alrededor de novecientos dólares, y una camiseta blanca de cuyo cuello colgaban unas gafas de sol de seiscientos. Sus amplios pantalones cortos mostraban pequeños desgarrones, cortesía del niño indonesio de nueve años al que le habrían pagado francamente mal por hacerlos. Llevaba chanclas en pleno mes de diciembre y le caía sobre los ojos un desenfadado tupé rubio de surfista.

Una noche, tras beberse su peso en Crown Royal, se la pegó al volante de su Dodge Viper volviendo de Foxwoods. Su novia ocupaba el asiento del copiloto. Solo hacía dos semanas que salía con él, y era poco probable que volviese a tener novio. Se llamaba Ashten Mayles y llevaba en estado vegetativo desde que la base del cráneo impactó contra el techo del vehículo. Una de las últimas cosas que intentó llevar a cabo cuando aún podía utilizar brazos y piernas fue intentar quitarle las llaves del coche a Brandon en el aparcamiento del casino. Según varios testigos, Brandon había premiado su gesto de preocupación arrojándole un cigarrillo encendido.

En lo que probablemente constituía el primer roce grave con las consecuencias de sus actos, Brandon vio cómo los padres de Ashten, que no eran ricos pero tenían contactos políticos, decidían hacer todo cuanto estuviera en sus manos para que pagara sus errores. De ahí la acusación del fiscal del condado de Suffolk por conducción temeraria bajo los efectos del alcohol, que ponía en peligro la vida de otras personas. Brandon se pasó todo el juicio con cara de estupor y de indignación ante el hecho de que se le exigiera algún tipo de responsabilidad por lo sucedido. Al final, fue declarado culpable y le cayó una condena de cuatro meses de arresto domiciliario. En una casa estupenda.

Durante el consiguiente juicio civil, se descubrió que el chaval del fideicomiso no tenía ningún fideicomiso. No tenía coche ni casa. Ni un iPod tenía. No había nada a su nombre. Las cosas habían estado a su nombre, pero justo un día antes del accidente automovilístico, se las había cedido a sus padres. Era precisamente ese antes lo que mataba gente, pero nadie pudo probarlo. Cuando el jurado decretó que debía pagar siete millones y medio de dólares a los Mayles en concepto de daños y perjuicios, Brandon Trescott mostró sus bolsillos vacíos y se encogió de hombros. Yo tenía una lista de todo lo que Brandon había poseído y la ley le prohibía utilizar. Según el tribunal, el uso de cualquiera de esas cosas constituiría no tan solo la apariencia de posesión, sino la evidencia de ello. A los Trescott les pareció discutible el concepto que la corte tenía de «posesión», pero la prensa los puso verdes, la alarma social superó con creces el clamor de la de una sucursal bancaria en el momento de ser atracada y ellos acabaron aceptando el trato a regañadientes.

Al día siguiente, con un monumental corte de mangas a la familia Mayles y al vocerío del populacho, Layton y Susan Trescott le compraron al nene un bonito apartamento en Harwich Port, aprovechando que los abogados de los Mayles no habían previsto en el acuerdo futuras ganancias o posesiones. Y en dirección a Harwich Port seguí a Brandon a primera hora de una tarde de diciembre.

El piso olía a moho, a cerveza derramada y a comida pudriéndose en sus platos en el fregadero. Lo sabía porque ya había estado allí dos veces para colocar micrófonos, entrar en su ordenador y hacer todas esas cosas arteras y discutibles por las que a uno le paga esa gente que asegura no haberse cruzado nunca con tíos como yo. Había revisado los escasos papeles que pude encontrar y no había dado con ningún estado de cuenta bancaria del que no estuviésemos al corriente ni con ningún informe de inversiones no declarado. Le pirateé el ordenador y tampoco encontré gran cosa, más allá de petulantes monólogos dirigidos a antiguos compadres de la universidad y alguna que otra carta al director, jamás enviada y trufada de faltas de ortografía. El chaval visitaba un montón de páginas porno y de webs para jugadores y leía cualquier artículo en el que saliera él.

Cuando el taxi lo depositó ante su domicilio, saqué la grabadora digital de la guantera. El día en que me colé en su casa y le pirateé el ordenador, había colocado un transmisor de audio del tamaño de un grano de sal debajo de su consola y otro en el dormitorio. Escuché cómo soltaba unos cuantos gruñidos de camino hacia la ducha; luego, el ruido del agua cayéndole encima, el que hacía secándose y poniéndose ropa limpia y el de servirse un trago; a continuación, los sonidos del zapeo en la pantalla plana hasta encontrar algún abyecto reality show protagonizado por la inevitable pandilla de idiotas, seguido del consiguiente derrumbe en el sofá para rascarse cómodamente los huevos.

Me di un par de bofetadas para mantenerme despierto y me puse a hojear el periódico sin salir del coche. Se veía venir una nueva subida de la cota de desempleo. Un perro había rescatado a sus dueños de un incendio en Randolph, pero hubo que operarle la cadera y sus dos patas traseras acabaron enganchadas a una especie de silla de ruedas para perros. Nuestro capo de la mafia rusa local había sido detenido por conducir borracho e incrustar su Porsche en la playa de Tinean en plena marea alta. Los Bruins habían ganado un partido de un deporte que me daba sueño cada vez que intentaba mirarlo; y un jugador de béisbol con un cuello de cincuenta centímetros había reaccionado con sacrosanta indignación cuando se le preguntó por su supuesto consumo de esteroides.

Sonó el móvil de Brandon. Hablaba con un tío al que no dejaba de llamar «bro» (hermano), aunque sonaba a «bra» (sujetador). Charlaban acerca de World of warcraft y Fallout 4 y Lil Wayne y TI y una tía que conocían del gimnasio y cuya página en Facebook mencionaba lo mucho que se entrenaba con el programa de gimnasia de la Wii aunque, a decir verdad, vivía justo delante de un parque, y yo miré por la ventanilla y me sentí viejo. Era una sensación que últimamente experimentaba con frecuencia, pero no con tristeza. Si así era cómo pasaban ahora el rato los tíos de veintitantos años, ya se podían meter su juventud donde les cupiera. Recliné el asiento y cerré los ojos. Al cabo de un rato, Brandon y su Bra se despidieron de esta guisa:

-Pues vale, bra, mantente tieso.

-Tú también, bra, bien tieso.

-Oye, bra...

-¿Qué?

-Nada. Se me ha olvidado. Vaya puta mierda.

-¿Qué?

-Olvidar.

-Pues sí.

-Vale.

-Vale.

Y colgaron.

Me puse a buscar algunos buenos motivos para no volarme la cabeza. Encontré rápidamente dos o tres docenas, pero aun así, no estaba muy seguro de poder soportar más conversaciones entre Brandon y alguno de sus «bras».

Dominique era completamente distinta. Dominique era una chica del oficio que había entrado en la vida de Brandon diez días atrás a través del Facebook. Desde entonces, se habían comunicado tres veces por videoconferencia. Dominique no se había quitado ni una prenda de ropa, pero le había descrito a Brandon con estimulante propiedad lo que ocurriría si: a) se dignaba acostarse con él; b) él aparecía con el dinero en efectivo necesario para que tal cosa ocurriera. Dos días atrás, habían intercambiado sus números de móvil. Y ella, Dios la bendiga, le llamó cosa de treinta segundos después de que él se despidiera de «bra». Por cierto, así es cómo el muy capullo contestaba al teléfono:

Brandon: Háblame.

(Tal cual. Y la gente seguía llamándole.)

Dominique: Hola.

Brandon: Oh, hola. Mierda. ¡Oye! ¿Sigues ahí?

Dominique: Sí, pero puedo estar allí.

Brandon: Pues vente para acá.

Dominique: Te olvidas de lo que hablamos por videoconferencia. No me acostaría contigo con esa pinta que llevas.

Brandon: Así que por fin estás pensando en acostarte conmigo, ¿eh? Nunca he conocido a ninguna puta que decidiera con quién se lo hacía.

Dominique: ¿Has conocido alguna vez a una como yo?

Brandon:No. Y tú eres, o sea, como de la edad de mi madre. Pero aún así... ¡Joder!, eres la tía más buenorra que he visto...

Dominique: Cuánta dulzura. Pero déjame que te aclare algo: yo no soy una puta, sino una proveedora de servicios carnales.

Brandon: Ni siquiera sé lo que quiere decir eso.

Dominique: No me extraña. Y ahora vete a cobrar un bono o un cheque o lo que sea que sueles hacer y veámonos.

Brandon: ¿Cuándo?

Dominique: Ahora.

Brandon: ¿Ahora mismo?

Dominique: Ahora mismo. Estoy en la ciudad esta tarde y nada más que esta tarde. No pienso ir a un hotel, así que más te vale que tengas otro sitio porque no estoy para perder el tiempo.

Brandon: ¿Y si es un hotel de los buenos?

Dominique: Voy a colgar.

Brandon: No, no me vas a...

Le colgó.

Brandon soltó unos cuantos tacos. Tiró el mando a distancia contra la pared. Rompió algo. Dijo: «Como si fuera la única puta cara que has conocido. ¿Sabes qué, bra? Puedes comprarte diez como ella. Y algo de farlopa. Y largarte a Las Vegas».

Sí, realmente se dirigía a sí mismo como «bra».

Sonó el teléfono. Debió de haberlo tirado junto al mando a distancia porque la llamada se oía a lo lejos y escuché cómo atravesaba la habitación en su busca. Para cuando lo recogió del suelo, ya no sonaba.

¡Joder!Un grito contundente. Si llego a tener la ventanilla bajada, podría haberle oído desde el coche.

Antes de treinta segundos, ya estaba rezando: «Mira, bra, ya sé que he hecho algunas chorradas, pero te prometo que si haces que me vuelva a llamar, iré a la iglesia y dejaré un buen fajo de billetes en esa cestita. Y me portaré mejor. Tú dile que me llame, bra».

Sí, realmente, llamó «bra» a Dios.

Dos veces.

El teléfono apenas había empezado a sonar cuando él levantó la tapa.

-¿Sí?

-Solo tienes una oportunidad.

-Ya lo sé.

-Dame una dirección.

-¡Mierda! Es que...

-Vale. Voy a colgar.

-Calle Marlborough, 773, entre Dartmouth y Exeter.

-¿Piso?

-No hay pisos. Es todo mío.

-Estaré ahí en noventa minutos.

-No puedo pillar un taxi tan rápido por aquí, y se acerca la hora punta.

-Pues aprende a volar. Te veo dentro de noventa minutos. Si llegas un minuto tarde ya no estaré.

El coche era un Aston Martin DB9 de 2009 que costaba doscientos mil dólares. Cuando Brandon lo sacó del garaje que estaba dos casas más allá, lo taché de la lista que tenía en el asiento de al lado. También le saqué cinco fotos al muchacho mientras esperaba que hubiera un hueco en el tráfico para sumarse a él.

Le daba al acelerador como si encabezara una expedición a la Vía Láctea, y no me molesté en perseguirle. Tal y como cambiaba de carril sin parar, hasta un cenutrio como Brandon se daría cuenta de que le seguían. Y tampoco necesitaba seguirle: sabía exactamente a donde se dirigía y, por si no fuera suficiente, conocía un atajo.

Llegó ochenta y nueve minutos después de la llamada telefónica. Corrió escaleras arriba y abrió la puerta con llave, momento que se merecía otra instantánea. Siguió corriendo por las escaleras interiores y yo me colé detrás de él. Le seguía a una distancia de unos cinco metros, y el hombre iba tan zumbado que ni se percató de mi presencia durante un buen par de minutos. En la cocina del segundo piso, mientras abría el refrigerador, se dio la vuelta al oír el disparador de la cámara y chocó con la espalda contra el ventanal que tenía detrás.

-¿Y tú quién coño eres?

-Eso carece de importancia -dije.

-¿Eres un paparazzi?

-¿Y qué mierda le puedes importar tú a un paparazzi? -le saqué unas cuantas fotos más.

Me echó un buen vistazo. Se le había pasado el miedo al intruso que se le había colado en la cocina y se disponía a pasar a las amenazas:

-Tampoco eres tan fuerte -dijo inclinando la cabeza de surfista-. Te podría echar de aquí a patadas en el culo.

-No soy tan fuerte -reconocí-, pero tú no me podrías sacar a patadas de ningún sitio -bajé la cámara-. De verdad. Tú mírame a los ojos.

Lo hizo.

-¿Lo tienes claro?

Asintió a medias.

Me colgué la cámara del hombro y me despedí de él con un saludo.

-De todos modos, ya me iba. Así pues, pásalo bien e intenta no causarle la muerte cerebral a nadie más.

-¿Qué vas a hacer con las fotos?

Pronuncié unas palabras que me rompieron el corazón:

-No gran cosa.

Parecía confuso, lo cual era bastante habitual en él.

-Trabajas para la familia Mayles, ¿verdad?

El corazón se me rompió un poquito más.

-No, la verdad es que no -suspiré-. Trabajo para Duhamel- Standiford.

-¿Un bufete de abogados?

Negué con la cabeza.

-Seguridad. Investigaciones.

Se quedó mirándome fijamente, con la boca abierta y los ojos entornados.

-Nos contrataron tus padres, cretino de mierda. Supusieron que acabarías por hacer alguna memez porque, en fin, Brandon, eres un memo. El pequeño incidente de hoy debería confirmar sus peores presagios.

-No soy un memo -se defendió-. He ido a la universidad.

En vez de una docena de respuestas sarcásticas, lo único que me vino fue una oleada de agotamiento.

Así era mi vida en esos tiempos. Así.

Salí de la cocina.

-Buena suerte, Brandon -a mitad de las escaleras, me detuve-. Por cierto, Dominique no va a aparecer -me volví hacia lo alto de las escaleras y apoyé el codo en la barandilla-. Y además no se llama Dominique.

Las chanclas hacían un ruido como de succión mientras recorría el suelo de madera y aparecía en el umbral, por encima de mí.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque trabaja para mí, capullo.