Image: El ángel de la guarda

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Letras

El ángel de la guarda

Fleur Jaeggy

12 febrero, 2010 01:00

Fleur Jaeggy. Foto: Archivo

Traducción de M.Solivellas. Tusquets, 2010. 104 páginas. 12'50 e.


En un mundo descreído, hablar de ángeles parece una extravagancia, pero la literatura se quedaría huérfana si tuviera que prescindir de unos seres presumiblemente imaginarios, pero que han servido de interlocutores a místicos y poetas. Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940) invoca la figura del ángel de la guarda para sostener una fábula que recrea el mito de los Dioscuros, los hijos gemelos de Leda, separados por la inmortalidad y reunidos por la muerte.

Al igual que Cástor y Pólux, Jane y Rachel están ligadas por vínculos sobrenaturales, pues aunque ambas han conocido una orfandad prematura, nada indica que procedan de un linaje humano. Presuntas gemelas, presuntas desconocidas, su semejanza no parece fruto de la biología, sino de una sobrecogedora pedagogía impuesta por un tutor que a veces parece un lacayo y otras un demiurgo. Su preceptor intenta educarlas para un destino desigual, pues sabe que sólo una de las dos será inmortal. Es imposible determinar cuál será la escogida, pero es indudable que será la más desdichada. La eternidad no es deseable cuando estás condenado a vivir con la mitad de tu ser.

Fleur Jaeggy ha compuesto una novela breve que recuerda al Henry James de Otra vuelta de tuerca, pero en esta ocasión el misterio se confunde con el absurdo, ejecutando la herencia del último Lewis Carroll, donde se disuelve el sentido para ceder todo el protagonismo al lenguaje y la intuición. El ángel de la guarda muestra un notable parentesco con La caza del Snark (1876), el poema de Lewis Carrol, un raro artefacto literario que garantiza una interminable labor hermenéutica.

La historia de Jane y Rachel no es lineal ni previsible. Ni siquiera es posible reconstruirla en una secuencia que liquide todos los misterios convocados por sus extrañas vidas. Sólo sabemos que hablan como teólogos, especulando sobre la eternidad y los espejos, la identidad y la diferencia, el ser y la nada. A veces sueñan con su propia muerte y otras fantasean con la posibilidad de no ser más que el sueño de una mente enferma o de un matemático obsesionado por las simetrías y las correspondencias.

El minimalismo de Jaeggy recuerda también el cine filosófico de Bergman, donde cada fotograma está iluminado por la áspera poesía de los países protestantes. La Reforma luterana abocó al ser humano a enfrentarse con la escritura del mundo, conjugando la fe y la razón. La impotencia de la razón se hizo evidente de inmediato y la realidad se convirtió en un pavoroso misterio. Jane y Rachel entienden que la humanidad avanza a ciegas por un mundo en ruinas, con la belleza de los cementerios estragados por el olvido.

Su ángel de la guarda ya no puede salvarlas, pues el paraíso sólo es una falsa promesa. De hecho, ya no les precede en el camino, sino que sigue sus pasos, desorientado y cabizbajo. Hay una poética de la desesperanza en Jaeggy, que no transige con el sentimentalismo. Jane y Rachel son incapaces de apreciar dónde comienza la vida de cada una. Ni siquiera pueden separar sus recuerdos. Tal vez no son dos niñas, sino una anciana que ha enloquecido y se ha desdoblado en dos identidades ficticias. Tal vez vivimos vidas ajenas, con la ilusión de que nos pertenecen y nunca lo sospecharemos.