Image: En tierra de nadie

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Letras

En tierra de nadie

Por Graham Greene

21 febrero, 2008 01:00

Tras el éxito de El tercer hombre (1949), del que fue guionista, Graham Greene (1904-1991) escribió En tierra de nadie para un filme que nunca llegó a rodarse. Seix Barral lanza ahora esta novela, inédita en España, un relato de espías, persecuciones, amor y lealtades imposibles, muy vinculado a El tercer hombre, pero con un nuevo componente religioso.

Lo había estado observando durante varios días, siempre sentado en el restaurante del club, en el mismo sitio, solo, con un libro delante: un hombre de cuarenta y pocos con expresión de cansada paciencia, como si dedicase la vida a esperar en lugares tan ingratos como el balneario de Braunlage [Ciudad de esquí situada en la Montañas Hartz]. Estaba rodeado por las angulares caras de descontento de las esposas de las tropas de ocupación, que venían con unos días de permiso, a veces acompañadas de sus maridos y a veces en pequeñas manadas cacareantes sin otro propósito que el de inspeccionar una tienda de la NAAFI [Instituto de la Marina, el Ejército de Tierra y el del Aire] -calcetines de nylon, unas cuantas bufandas, algún perfume Molineux, guantes, una selección de malos libros infantiles. No era la temporada de esquí, así que las mujeres llegaban y se marchaban rápidamente, mientras él seguía allí, un civil con un libro. Me preguntaba a menudo si estaba esperando a una muchacha con la que había quedado, pero si así hubiera sido, habría percibido algunos signos de impaciencia, de los que no podía acusársele.

En una ocasión me lo encontré caminando solo por el bosque. También entonces llevaba consigo su libro, metido en un bolsillo. Estábamos a un par de kilómetros al este de Braunlage, y pensé que sería recomendable cruzar unas palabras con él, así que dije:

-Buenas tardes. -Y detuve el paso.
Fue exquisitamente educado: nadie hubiera dicho que deploraba que lo hubiesen sacado de su ensimismamiento; ni siquiera ante el ejército de esposas se hubiera quejado: él era neutral, eso era todo. Dije: Los senderos por esta zona son un poco intrincados. ¿No tendrá una brújula?
-Oh -respondió-, nunca voy lo bastante lejos como para necesitar una brújula.
-Me llamo Redburn, de Inspección de Fronteras.
-Yo soy Brown -dijo-. Richard Brown. -Hasta su nombre era neutral.
-¿Comisión de control?
-No. Vacaciones. Gastándome mis cincuenta libras.
-¿Sólo?
-Espero a un amigo que llegará un día de éstos.
-Tenga cuidado si alarga su paseo.
-¿Cuidado?
-No vaya a perderse. Estamos a un kilómetro de la zona rusa.
Me ofreció una sonrisa de disgusto.
-Ah, el famoso telón de acero.
-Es una expresión estúpida -dije-, aunque se le ocurriera al Gran Hombre. No había problemas si el telón fuese de verdad de acero, pero es como cualquier otro telón puedes atravesarlo, sólo que tiene tantos pliegues que es fácil perderse en ellos.
-Sí -dijo-, a duras penas pueden patrullar por estas colinas como Dios manda.
Los árboles se alargaban a nuestro alrededor como columnas, un vasto hall de columnas. No podía verse por ninguna parte dónde quedaba la puerta de entrada.
-Supongo que mejor sigo hacia abajo -dijo.
-¿Ese camino?
-No, ese otro.
Después de aquello no volví a ver a Brown en bastantes días. Tuvimos algunos problemas en el Servicio de Inspección de Fronteras por cuenta de una aparición -sí, una aparición, resulta tan simple y tan absurdo como eso. La aparición había tenido lugar -había echado raíces sería la expresión adecuada- en uno de los oscuros días de la guerra. Las Harz son incondicionalmente protestantes, pero en cierto pueblo llamado Ilsenhoef había suficientes católicos como para mantener abierta una iglesia. A los protestantes no les van las apariciones, aunque desde luego en tiempos remotos y en estas zonas les iban las brujas y en las tiendas de Goslar puedes comprar pequeñas ancianas con anteojos y sombreros de aguja que cabalgan sobre sus palos de escoba. Pero no se trataba en este caso de una bruja, sino de la Virgen María, que se le había aparecido a un par de niños a la entrada de una cueva natural situada en las afueras de Ilsenhof. Era invierno -había caído la primera nevada- y la Virgen le entregó a los niños una rosa. Eso era lo único inexplicable de la historia -y personalmente, yo no la creía. Soy un hombre ocupado con una posición de cierta autoridad al que no le queda sitio en su vida para lo inexplicable, pero, oh, qué molesto puede llegar a ser. En pocos meses Ilsenhof se transformó en lugar de peregrinación. La gente caminaba desde sitios tan lejanos como la Baviera Católica, venía del otro lado del Weser, hasta Checoslovaquia enviaba a sus peregrinos, y cuando la guerra terminó, el lugar se convirtió en un problema aliado.

Al principio el pueblo se encontraba en zona británica, pero con el reajuste de las zonas y la eliminación de un enclave, el pueblo quedó, por unos kilómetros, dentro del territorio ruso. Los católicos se indignaron, aunque yo les hubiera dicho que si tanta fe tenían en esa aparición deberían haber sentido alegría por haberla visto plantada en suelo enemigo, pero difícilmente podía alterarse la geografía de nuevo por lo que dos niños decían que habían visto casi diez años atrás. Desde luego que el mando ruso local, lo dábamos por hecho, se limitaría a prohibir el santuario.

El sonido de una explosión en las colinas extendió el rumor de que la cueva había sido dinamitada, pero siempre hay que tomarse las historias antirrusas con todas las precauciones: seis meses después los peregrinos estaban de nuevo allí. [...]