Image: Javier Cercas

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Letras

Javier Cercas

“Escribo novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas”

10 marzo, 2005 01:00

Javier Cercas. Foto: Jordi Ribot

Tras el éxito descomunal de público y crítica de la celebrada Soldados de Salamina, Javier Cercas vuelve a la carga. El 10 de marzo llega a los lectores españoles su última novela, La velocidad de la luz (Tusquets), en donde el escritor refuta el mensaje “esperanzador” de su obra anterior y se sumerge en el mal que anida en el corazón humano y en su “infinita capacidad de hacer daño”.

La velocidad de la luz es una historia de amistad dilatada en el tiempo entre un joven novelista en ciernes y un enigmático criminal de guerra en la que se solapan el horror, la estupidez del éxito y la culpa. Cercas reflexiona con el cultural sobre sus miedos, el poder lenitivo de la literatura y sobre su particular manera de narrar.

-¿Le incomoda que su nueva novela se lea en función de Soldados de Salamina?
-Es inevitable, pero no me parece que sea negativo para el lector. La velocidad de la luz tiene y no tiene que ver, al mismo tiempo, con Soldados de Salamina. Pero también hay elementos de todas mis novelas anteriores. El personaje Marcelo Cuartero, por ejemplo, ya aparecía en El vientre de la ballena. Aquí hago una especie de recapitulación. Y el resultado se parece a todas las anteriores y a Salamina en particular.

-En ambas novelas hay una guerra en segundo plano, en la cual el narrador no participa pero que le plantea un problema de orden moral. Y desde aquí parte toda la reflexión metaliteraria.
-Tienen elementos comunes y en cambio diría que el fondo es opuesto. Esta historia me perseguía desde hace muchísimo tiempo, desde que estuve en los Estados Unidos. Había intentado narrarla más de una vez sin resultado. Y cuando acabé Salamina escribí un primer esbozo, no de esta novela, sino de una historia similar. Después cristalizó de manera muy diferente a como la había previsto. No creo que hubiera podido escribirla sin el antecedente de Salamina y El vientre de la ballena. Me he dado cuenta que mis novelas son continuaciones y al tiempo refutaciones de libros anteriores.

-¿Y aquí qué refuta?
-éste es el meollo del asunto. En Salamina hablaba de que hasta en las situaciones más extremas siempre hay alguien capaz de ser generoso y compasivo. Es una novela esperanzada. La velocidad de la luz es el reverso pesimista de Salamina. Aquí hablo de cómo personas aparentemente generosas, inteligentes e incluso amables son capaces, dadas determinadas circunstancias, de convertirse en monstruos.

Diferencia entre monstruo y cabrón
-O en cabrones como el narrador.
-Exacto, y la diferencia entre monstruo y cabrón es válida. Rodney, el personaje del veterano, es un tipo normal que se convierte en un monstruo. O la guerra lo convierte en un monstruo. El narrador, en cambio, se convierte en un cretino. ésta es la diferencia que marca el poema de Bachmann del epígrafe: “El mal, no los errores, perdura”. Los errores son perdonables, son cortes de navaja que con el tiempo cicatrizan. El mal es una herida que se reabre cada noche y no se cura. Comprender esta diferencia es lo que salva al narrador.

-La novela se deja leer con fruición, pero al final deja al lector en un profundo desasosiego.
-Me gustan esas novelas que te dejan desconcertado y tienes que volver a leer. Esas novelas fáciles de leer y difíciles de entender, como dice Kundera, son mi ideal estético. En la diferencia que planteas está la clave. Comprender y justificar son dos cosas completamente distintas. Tenemos el deber de comprender a Hitler, el deber de entender que también era un ser humano. El hundimiento, aunque no tiene mucho mérito cinematográfico, habla de eso. Si yo presento a Sánchez Mazas como a un tipo normal y desvalido, perdido en el bosque, nada tiene que ver eso con la justificación de su ideología política. Rodney es una persona normal y corriente, que podría ser un amigo tuyo. Y sin embargo, en un momento determinado se convierte en un monstruo. Eso está en su naturaleza como está dentro de todos. La única manera de combatir al enemigo es comprendiéndolo. Y esto es válido también para el enemigo que llevamos dentro. Cuando escribía esta novela pensaba, salvando las distancias, en Lord Jim. El narrador de Conrad reconoce a ese chaval generoso e idealista como “uno de los nuestros”. Sin embargo Lord Jim comete un error atroz para un piloto, abandona el barco y aquí entra en juego el mal, la monstruosidad. Toda la novela intenta purgar esa falta; al final no lo logra.

-Se trata de una cuestión moral, como en su novela...
-Tocas el corazón del problema. Entender que todos podemos llegar a cometer estas barbaridades no significa en absoluto justificar al asesino. Se trata de comprender cómo funciona la naturaleza humana. Sería maravilloso que Hitler y su camarilla de paranoicos fueran extraterrestres, porque estaríamos salvados. Pero no es posible. La enfermedad, como dijo un poeta de la posguerra, no estaba en Alemania, estaba en el alma. Cuando alguien insinuó que yo hacía revisionismo, a propósito de Salamina, se equivocaba, porque estaba cerrando los ojos a la realidad.

-¿Por qué Vietnam?
-Yo no voy a Vietnam, es Vietnam que viene a mí. Cuando viví en los Estados Unidos, como el narrador, tuve un compañero de despacho que había estado en Vietnam. Trabé amistad con él y siempre me intrigó su reticencia a hablar sobre la guerra.

-Se entrevé un paralelismo con Iraq...
-No es buscado, pero existe. Cuando empezó la guerra de Iraq quien mencionaba Vietman era excomulgado. Ahora todo el mundo acepta la relación entre ambos conflictos: la intervención de un país remoto, la feroz resistencia interna... Pero hay una diferencia. A Vietnam enviaban chavales y ahora son soldados profesionales. Muchos de esos jóvenes eran estudiantes, idealistas, atrapados por las circunstancias.

-En su ficción hay mucho de autobiografía. La anécdota de la clase de literatura catalana a la que asistían sólo tres alumnos y usted por compromiso ya la había contado antes.
-No solamente esto sino que toda la novela ya la había contado antes en otro artículo. El periodismo me sirve como campo de maniobras. Trabajo cosas allí que luego aparecen en otro sitio de manera distinta. La literatura no surge de la nada. En el fondo, toda novela es autobiográfica.

-Con esta concesión llegamos al punto álgido de la novela. ¿Hasta qué punto le ha envilecido el éxito, como le ocurre al narrador?
-Que sea autobiográfica no significa que esté contando mi vida. Lo que hace un escritor es enmascarar su propia experiencia con la técnica. Ese material originario puede quedar más o menos oculto. En este caso hay una serie de juegos que invitan a leer la novela en clave autobiográfica, pero La velocidad... está muchísimo más fabulada que Salamina. El narrador vive más el éxito como una catástrofe que como una bendición. Y mi experiencia es opuesta. Aquí me he preguntado qué hubiera pasado si hubiese caído en la tentación de creerme alguien. Cuando pierdes de vista que el éxito es obra del azar y no del mérito estás acabado. Te conviertes en un cretino. Esta novela habla de esa puta capacidad de hacer daño que tenemos, que es infinita.

La literatura, el único asidero
-La velocidad de la luz se puede leer también como una novela de iniciación. El aprendizaje llega tras una larga parábola de 17 años.
-Sin duda es una novela de formación en el sentido alemán del Bildungsroman. Casi todas mis novelas implican una maduración, un cambio moral. Me interesa mucho esa vieja tradición de la novela de iniciación que arranca en el siglo XIX. El narrador de mi novela descubre que el único asidero que queda es la literatura.

-¿Y qué función cumple el veterano en esa iniciación? Porque en la primera parte le ofrece al narrador un decálogo del perfecto novelista.
-Rodney, en este sentido, es un inconsciente mentor, el maestro le indica el camino al principiante. Pero hay una trampa, porque el narrador nos cuenta aquello que le permite dotar de sentido a su propia historia, no lo que realmente ocurrió. Como todo narrador manipula la realidad y cuenta aquello en donde ve prefigurado su propio destino.

-Hay otra trampa: al final se salta todas las reglas del decálogo.
-Todas excepto una. Rodney dice en un momento: “quien sabe adónde va no llega a ninguna parte” y esto es cierto. Cuando escribes una novela nunca sabes hacia dónde te diriges. Avanzas a ciegas montando las distintas piezas y cuando encuentras la última tienes que rescribirlo toda para que encaje.

-Eso es lo que narra en última instancia: el proceso de la escritura.
-Creo que lo hacen todos los escritores, pero mi caso es más visible. Al final me doy cuenta que lo que escribo son novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas.

Matías NéSPOLO