Letras

La última guerra de André Malraux

31 octubre, 2001 01:00

André Malraux durante la Guerra Civil

Los historiadores destructores de leyendas en el caso de Malraux habrán perdido el tiempo. El autor de L'Espoir combatió en efecto en España. Comandó realmente una formación aérea extranjera, al servicio de la República española. Participó personalmente en incursiones de bombardeo sobre las líneas enemigas, etcétera. No se conseguirá tampoco contraponer su poca urgencia en unirse a la Resistencia activa bajo la ocupación a la extraordinaria prontitud de su compromiso con la guerra civil española.

Al lado de Malraux, durante varios meses tuve ocasión de verlo en acción, o como él decía (hablando de la guerra o de cualquier otra empresa que técnicamente no podía llevar a cabo en solitario, pero que en este caso no le absorbía menos que la escritura), "tirando". Y puedo atestiguar que detrás del escritor ya célebre, el hombre que pude conocer poco a poco en la acción cotidiana no hacía literatura. Si tenía mil ideas en mente, no perseguía nunca más que una cada vez y con una rara obstinación.

No era la aventura gratuita, ni el gesto espectacular lo que buscaba improvisando de la noche a la mañana cómo proveer de aviones a la joven República, y comandando después una escuadrilla compuesta al principio de mercenarios. Parecía ansioso. Llevaba a cabo la única cosa eficaz que de momento se impuso, y en la que nadie antes que él había pensado, sobre todo en cuanto a su puesta en práctica. Desde 1933 había asistido al desmoronamiento frente a Hitler del partido comunista más poderoso de Europa, a la anexión de Austria, a la conquista de Etiopía... ¿Sería por fin éste el golpe que lo detendría? Bastaba con tal posibilidad para no descuidar ni el más mínimo detalle. Por muy sensible que fuera a la explosión de "ilusión lírica" que lo acogió a su llegada a España, y que tan bien describió en L'Espoir, se resistió a abandonarse a ella. Evaluaba con mirada fría la nueva situación, calibraba las extraordinarias posibilidades de actuar que ofrecía pero que, por muy ventajosas que pareciesen de pronto, no habían modificado en lo fundamental la relación de fuerzas en conflicto. Como antes del golpe, en la guerra civil que empezaba eran los desconcertados rebeldes franquistas quienes tenían, de lejos, más probabilidades de ganar a los enardecidos "leales". Y de ganar rápidamente. Era una carrera contra el tiempo.

Durante nuestros encuentros, que se mantuvieron a lo largo de los años y hasta su muerte, intercambiamos opiniones sobre asuntos que no eran los que uno esperaría de labios de dos ex combatientes. Sin embargo, a menudo hablábamos de España, y recuerdo su observación cuando se sorprendió de ello: "¿Por qué pensamos tanto en ello? ¿Nostalgia de nuestra juventud? No. Fue una guerra de hombres, sin duda la última". Era eso lo que lamentaba; era sobre todo eso lo que le faltaba para volver a escribir una gran novela: no la guerra, sino los hombres. Los hombres con minúscula que son como la misma arcilla con que está modelada L'Espoir.

Por desgracia, tan sólo tenía ya como interlocutores privilegiados a Hombres con mayúscula, Hombres providenciales, Hombres de la Historia, enzarzados en sus razones de Estado, gigantes de todo tipo, reales o imaginarios, de los cuales sus preferidos seguían siendo Mao y de Gaulle (que le haría casarse con Francia..., prueba de que no se consideraba su hijo). Todos estos grandes personajes conseguirían, claro está, fascinar en él al filósofo y al visionario. Pero debemos suponer que no inspiraban al artista, o que su admiración por ellos lo paralizaba. "El talento hace lo que quiere, el genio lo que puede..." ¿Cómo hubiera podido Malraux crear una nueva gran obra fraternal con esos modelos, que en tan poca medida eran sus hermanos? No tocábamos nunca ese tema, pero era demasiado inteligente para no advertirlo. Y como había entre nosotros esa connivencia que proporciona a la amistad un gran recuerdo, él sabía que yo sabía que él sabía que no escribiría nunca más otro L'Espoir gaullista. Y él sabía también que el Malraux que yo había conocido en 1936 y 1937 era el más auténtico, el más verdadero. El que mejor resistiría las "desmitologizaciones" que fatalmente atraen todas las leyendas.