
Soldados de a Compañía D del 17.º Batallón de Infantería Acorazada evacúan a civiles alemanes de una ciudad recién capturada. US Army / Desperta Ferro Ediciones
La última (y más insólita) batalla de la II Guerra Mundial que supera a cualquier guion de Hollywood
Desperta Ferro publica un libro de Stephen Harding que relata la peliculesca defensa de un castillo en el Tirol austriaco en la que estadounidenses y soldados de la Wehrmacht lucharon codo con codo contra las Waffen-SS.
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Joseph "Sepp" Gangl cayó fulminado por la bala de un francotirador que impactó de lleno en su cabeza. El Major de la Wehrmacht, un oficial de artillería tres veces condecorado en combate por su valentía y que sobrevivió al infierno de Stalingrado y a la vorágine de Normandía, halló la muerte en la mañana del día 5 de mayo de 1945, a un par de días de que Alemania firmase la capitulación. Teniendo en cuenta su historial, no resulta sorpresivo el desenlace del "nacionalsocialista militante". Sin embargo, los últimos instantes de su vida los pasó luchando contra miembros de las Waffen-SS y al lado de quien hasta entonces habían sido sus enemigos: soldados estadounidenses.
Los hechos ocurrieron en el Tirol austriaco, concretamente en el castillo de Itter, una fortaleza medieval que en los siglos posteriores tuvo todo tipo de usos —pira para brujas, residencia de la mejor pianista del mundo, hotel de cuento de hadas o instalación para "usos especiales" del cuerpo de combate más temible de Hitler—. Y todo el enfrentamiento giró en torno a la protección (o eliminación) de una serie de prisioneros vips franceses entre los que se contabilizaban exprimeros ministros (Édouard Daladier y Paul Reynaud), exjefes del Estado Mayor del Ejército (Maxime Weygand y Maurice Gamelin) o el famoso tenista Jean Borotra.
Una crónica difícilmente mejorable por la ficción que narra el escritor Stephen Harding, con todos los elementos del buen thriller combinados con el traqueteo de la historia militar, en La última batalla (Desperta Ferro). Los combates del castillo de Itter se encuadran entre las operaciones terrestres más postreras de la II Guerra Mundial. Y fueron un episodio extraordinario de humanismo, solidaridad y el más sincero valor.

El castillo de Itter, convertido en 1941 en prisión para vips tras haber sido fortaleza militar, vivienda privada y hotel boutique. Desperta Ferro Ediciones
La improvisada guarnición del castillo, que incluía a 10 estadounidenses, un oficial de las Waffen-SS y 14 soldados de la Wehrmacht, estuvo liderada por John "Jack" Lee, un neoyorquino que de estrella universitaria del fútbol americano se había convertido en un competente mando de uno de los batallones de tanques más experimentados y exitosos del Ejército de Estados Unidos. Debían proteger a catorce valiosos prisioneros galos, y para ello contaban con un Sherman y bastantes armas, aunque insuficientes a todas luces ante el contingente enemigo: más de medio centenar de integrantes de la unidad de élite 17. SS Panzergrenadier-Division "Götz von Berlichingen", equipados además con un antiaéreo de 20 mm y un característico cañón Flak de 88 mm que inutilizó al tanque estadounidense de un solo disparo.
Si ya de por sí los ingredientes son realmente inmejorables, contando el agónico asalto al castillo y su exitosa defensa —sin ganas de hacer spoilers, no puede dejar de contarse que una de las fuerzas de socorro estaba formada por dos míseros jeeps, uno de los cuales solo conducía reporteros—, el peliculesco episodio escupe todavía mucho más drama y congoja al bucear en las biografías de sus protagonistas, sobre todo de los alemanes aliados.
Gangl, desilusionado con el führer, acabó traicionando sus juramentos para colaborar con la resistencia austriaca. De enorme importancia para el feliz desenlace de los cautivos fue la figura de Kurt-Siegfried Schrader, el oficial de las SS citado líneas más arriba. Guardia de seguridad en la Guarida del Lobo, veterano de la guerra en territorio soviético y herido de gravedad en la defensa de Caen, logró refugiar a su mujer y a sus hijas en la tranquila localidad de Itter gracias a "Wastl" Wimmer, el errático y borracho comandante del castillo que huyó antes de la llegada de los Aliados —fue también el jefe de las operaciones diarias en el campo de exterminio de Dachau—.

Paul Reynaud, el general estadounidense Anthony C. McAuliffe, Marie-Renée Joséphine Weygand, Maurice Gamelin, Édouard Daladier y Maxime Weygand. National Archives / Desperta Ferro Ediciones
Seguro que nunca se imaginó que acabaría combatiendo en el mismo bando que los estadounidenses. La noche antes del asalto, Schrader, Gangl y Lee entablaron una conversación sobre sus actividades en la guerra y sus incertidumbres ante la inminente paz. "Debió de ser una visión de lo más extraña: el audaz carrista neoyorquino y dos oficiales germanos muy condecorados, sentados a la luz de las velas en torno a una mesa del gran salón de un castillo medieval, hablando serenamente de sus experiencias en un conflicto que todos anhelaban que acabase en cuestión de horas", narra Stephen Harding.
Más allá del idealismo de los combatientes y los deseos del azar que evitaron una inservible masacre perpetrada por los derrotados esbirros de Hitler, es realmente alucinante adentrarse en el universo de los prisioneros franceses, dominado por unas profundas rencillas y casi un odio visceral. Daladier y Reynaud eran acérrimos enemigos políticos que no se soportaban, igual que Weygand y Gamelin en los asuntos castrenses. León Jouhaux era el líder del mayor movimiento sindical de Francia, mientras que François de de La Rocque, cabecilla del partido derechista y autoritario Croix de feu, acabaría siendo juzgado por sus actividades colaboracionistas, como le ocurrió, curiosamente, a Jean Borotra, clave en la salvación de todos sus compañeros de cautiverio.
Aunque entusiasmados por poner fin a varios meses —o años— de lujoso encarcelamiento, los vips galos incluso aumentaron la intensidad de sus mezquinas disputas, como reflejó el testigo y corresponsal de guerra estadounidense Meyer Levin: "Algunos de los internos parecían tan contentos de haber sido liberados de la compañía de los demás, como lo estaban de haber sido liberados del cautiverio". Y así terminó la última (y más insólita) batalla de la II Guerra Mundial.