Un tanque ligero soviético T-26 durante la batalla de Teruel. Foto: Narodowe Archiwum Cyfrowe

Un tanque ligero soviético T-26 durante la batalla de Teruel. Foto: Narodowe Archiwum Cyfrowe Wikimedia commons

Historia

"Peor lo pasamos en Teruel": la batalla de la Guerra Civil que se comparó con Stalingrado

Alfonso Casas Ologaray publica una obra donde repasa una de los choques más importantes del conflicto, donde las condiciones meteorológicas tuvieron un papel protagonista. 

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Ángel Mora
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Manuel era un combatiente de origen navarro que, al comienzo de la Guerra Civil Española, se había alistado en las filas republicanas. Su unidad se encontraba desplegada en las afueras de Teruel en los primeros días del año 1938. Allí se encargarían de atacar una de las posiciones nacionales más cercanas a la ciudad, desde donde el ejército rebelde amenazaba con retomarla después de haberla perdido semanas antes. 

Portada de 'Teruel, el Stalingrado español' (Renacimiento, 2024)

Portada de 'Teruel, el Stalingrado español' (Renacimiento, 2024)

Fue un avance lastimero. La nieve y, sobre todo, el viento, que más que de aire estaba hecho de agujas, entorpecían el progreso de las tropas republicanas y la visibilidad de las líneas enemigas. Pero algo se distinguía a lo lejos. Un soldado nacional, solitario, estático, los observaba a lo lejos, desde la trinchera, y los encañonaba con el rifle. Le instaron a deponer las armas. No respondía, ni con disparos ni con palabras. Se acercaron a él entre advertencias, pero seguía en sus trece, siempre mudo, siempre inmóvil. Cuando Manuel y los suyos al fin alcanzaron la posición del impertérrito soldado enemigo, lo empujaron con el fusil. El hombre se desplomó; había muerto congelado haciendo guardia durante la noche. 

El frío. El frío fue el arma más mortífera de la batalla por Teruel. Mortífera e imparcial, pues le traía sin cuidado los colores de la bandera con la que el soldado se arropara. Requeté o miliciano, legionario o brigadista, todos sucumbían a la voracidad del invierno turolense. Por ello, y también por la guerra sin cuartel casa por casa que se vivió en el interior de la ciudad, algunos dieron en llamar a la batalla "el Stalingrado español". En ese sentido titula también Alfonso Casas Ologaray su nueva obra, Teruel, el Stalingrado español (Renacimiento, 2024), donde recoge el progreso de aquella contienda, desde los prolegómenos y motivaciones de la invasión republicana hasta la reconquista final del bando rebelde, con el frío siempre como fuerza ubicua. 

Preguntado por las condiciones extremas en el Frente Oriental durante la Operación Barbarroja, el comandante jefe de los servicios sanitarios de la División Azul respondía a un miembro de las Compañías de Propaganda: "peor lo pasamos en Teruel". De forma similar —recordemos que como parte de un ejercicio propagandístico— contestaba Muñoz Grandes, líder de las fuerzas expedicionarias españolas en Rusia durante la II Guerra Mundial, en un tono mucho más castizo, claro, que el sanitario: "para frío el de Teruel".

Desde luego, quien conozca apenas algo de la batalla que significaría el principio del fin de las ambiciones de Hitler en territorio bolchevique, sabrá que es esta una comparación a todas luces exagerada. Ni las tropas desplegadas —alrededor de tres millones y medio de soldados en la batalla de la ciudad rusa, frente a los 200.000 de Teruel—, ni las muertes —cerca de 760.000 en el caso de Stalingrado, unas 37.000 en el de la ciudad aragonesa—, ni mucho menos las dimensiones del terreno o la temperatura —que aunque llegó a unos terribles -18ºC en el caso español, no tiene parangón con los casi -40ºC que se alcanzaron en Rusia— son equiparables al enfrentamiento vivido en la actual ciudad de Volgogrado.  

Y aun así, quien se asomara por alguna de las lomas próximas a Teruel, podría ver los tanques soviéticos T-26 atravesando los caminos de los alrededores, a cuyos lados se acumulaba la nieve. Y aún así, los hospitales de campaña se llenaban de jóvenes soldados con apéndices congelados. Y aún así, los muchachos muertos a la intemperie por el frío eran víctimas de una última afrenta post mortem cuando otros —quizás aliados, quizás enemigos— desnudaban sus cuerpos inertes para aprovechar cualquier prenda de abrigo con la que resistir la inclemencia frente a la que el cadáver había sucumbido. 

Todo ello ocurrió en la lucha por un enclave sin mayor interés estratégico. Aparte de redirigir el foco de la guerra hacia ese pequeño territorio para así salvar temporalmente Madrid de un nuevo e inminente ataque, izar la bandera republicana en la Plaza del Torico no aportaría ninguna ventaja táctica más allá de arrebatar de las manos rebeldes la batuta con la que habían estado marcando el ritmo de la contienda.

La ciudad, que pasaría a ser la única capital de provincia durante el conflicto en ser recuperada por las fuerzas gubernamentales, tardaría dos meses en volver a la casilla de salida con la retirada de las tropas populares. El saldo final fue de miles de soldados muertos por las balas, la artillería y las temperaturas, una capital de provincia desolada y un bando republicano todavía más desgastado, si cabe. 

Recoge en su obra Casas Ologaray una anécdota que, por su contundencia, quizás sea la que mejor refleje la desesperación que alcanzaron las tropas de ambos bandos por sortear, aunque solo fuera por unas horas, los rigores de aquel infierno helado. 

A finales de enero de 1938, faltando un mes para que la ciudad fuera declarada oficialmente reconquistada, el batallón de Manuel Blanco, un soldado nacional, había llegado al cementerio de la ciudad para relevar a un Tabor de Regulares. Escenario de sucesivas refriegas y bombardeos, el lugar había quedado totalmente arrasado, con el depósito de cadáveres hundido, paredes desplomadas y un suelo trufado de cráteres.

Tanto es así que algunos de los nichos del camposanto se habían visto afectados por las deflagraciones, quedando los alrededores espolvoreados de ataúdes, algunos de ellos abiertos. Los cadáveres de aquellos féretros, en distintos puntos de descomposición, quedaban de nuevo, dios sabe después de cuánto tiempo, bañados por la luz del sol y a la vista de todos

La visión de un cadáver se había convertido en sinónimo de oportunidad

Los soldados desplegados en el sector no parecían inmutarse ante aquella escena macabra. Al fin y al cabo, si algo se habían acostumbrado a ver a lo largo de aquellos días, era la muerte en todas sus versiones y posturas. De hecho, como ocurría en las trincheras, la visión de un cadáver se había convertido en sinónimo de oportunidad para pertrecharse con aquello que los fallecidos ya no necesitarían más. 

Y esto fue también lo que ocurrió con los cadáveres que habían sido desahuciados de sus hogares de descanso eterno a base de bombazos. Algunos requetés, lejos de verse obligados, ya fuera por deber moral o divino, a devolver a su lecho a aquellos muertos que llevaban ahí desde mucho antes de la contienda, dieron con una idea más imaginativa. En lugar de esos cuerpos fríos e inertes, serían ellos los que por la noche descansarían en el interior de los nichos para conservar el calor. Haciendo arder algunas gavillas de paja para caldear el habitáculo, se resguardaban en el lecho de los muertos para no ser uno más de ellos.