Angélica Liddell durante el estreno de 'Seppuku' en Temporada Alta. Foto: Ximena y Sergio.

Angélica Liddell durante el estreno de 'Seppuku' en Temporada Alta. Foto: Ximena y Sergio.

Teatro

El 'Seppuku' de Angélica Liddell, una madrugada a las 5.45, entre rosas y sangre

La dramaturga presenta en el festival Temporada Alta su última propuesta, inspirada en la icónica muerte de Yukio Mishima y provoca varios mareos entre el público.

Más información: 100 años de Yukio Mishima: de la gloria literaria al suicidio por 'seppuku'

Publicada
Actualizada

“La naturaleza os ignora”, decía ya Angélica Liddell en Anfaestelse hace más de diez años. Quizás por eso nos ha convocado de madrugada, a las 5.45, para presentar su nuevo espectáculo, Seppuku, el funeral de Mishima. Noche profunda a 4 grados de temperatura cuando entramos. La idea, dice, es terminar de interpretar justo con la salida del sol. No llegan a ser las 7.00 cuando salimos del Teatre de Salt en Girona bajo un cielo completamente despejado.

Entre medias, entre el letargo y la vigilia, nos deja una propuesta a ratos extrañamente hermosa y a ratos provocativa. Un estreno anecdóticamente accidentado que consiguió lleno –las entradas se habían agotado a los pocos minutos de ponerse a la venta– a pesar de las horas intempestivas. Un espectáculo de sangre –la justa como para provocar varios mareos entre el público– y de rosas.

Fue en otro noviembre, de 1970, cuando Yukio Mishima llevó a cabo su seppuku -ritual por el cual debía ser decapitado-, en un acto agónico, que necesitó de varios intentos. Como al escritor nipón, al que le llevó cuatro años planificar su harakiri, la dramaturga no ha ocultado nunca su interés por la muerte como artefacto artístico.

Si ya en Vudú: (3318) Blixen y Dämon. El funeral de Bergman organizó su propio sepelio y el del cineasta, en su nueva propuesta –estrenada como parte de la programación del Temporada Alta-, invoca el espíritu del escritor japonés, máximo exponente de la lengua nipona de posguerra, coincidiendo con el centenario de su nacimiento.

“Pido el fin de la vida”, repite reiteradamente la flamante Premio Nacional de Teatro a lo largo de esta obra que arranca con la representación del harakiri del escritor. Pero no sale sangre, como dice ella en algún momento, sino palabras. Y no cualesquiera, sino las últimas palabras, las de verdad, las que liberados del peso de la vida se vuelven auténticas.

Un arte sin límites

Varios son los momentos en los que la muerte arroja cierta liviandad sobre lo terrenal. Para ello, Liddell se mete en la piel de los muertos y se pone sus ropas al tiempo que evoca sus últimas notas, el aliento final de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. Una hermosa imagen que culmina con el recuerdo a sus difuntos padres, a los que da cuerpo y forma abrazándose al humo que emana, según su palabra, de las cenizas de sus progenitores.

"¿Cuándo voy a morir?" Se pregunta también en varias ocasiones. Poco apta para extremadamente aprensivos, Sepukku firma con sangre esta invocación a Mishima con varias extracciones en directo –realizadas por dos enfermeros– que, tras necesitar varios intentos -otro guiño improvisado a su admirado escritor- y ocasionar dos bajas entre el público por mareos, dejó sobre el escenario a la mejor Angélica.

Angélica Liddell, Kazan Tachimoto e Ichiro Sugae en un momento de 'Seppuku'.

Angélica Liddell, Kazan Tachimoto e Ichiro Sugae en un momento de 'Seppuku'.

La que como decía el escritor marroquí Mohamed Chukri nos dice esa 'verdad' que no se puede rumiar ni tragar, como cuando implora: “Pido el delirio como disciplina artística” o “pido al arte salirse de sus límites, extralimitarse”. Crítica, aunque con un tono más comedido tal vez que en otras ocasiones, asevera: "Me cago en la comunidad” o “se están rebajando tanto los objetivos del arte y los objetivos de la vida”. Al tiempo que deja entrever un interrogante cuando dice aquello de “se puede mentir con cualquier cosa menos con la edad”.

Seppuku es un homenaje, con altar incluido, a uno de sus ídolos literarios. “El pabellón de oro es el libro que más veces he leído a lo largo de mi vida, cerca de cien veces –comparte-. Desde mi adolescencia he sabido que todo lo bello es mi enemigo, y que moriría torturada por las rosas”. Fue él, continúa, el que le instruyó “en una trinidad indisoluble: el erotismo, la belleza y la muerte”.

Morir con belleza

De estos tres ingredientes hay de sobra en esta pieza protagonizada también por Kazan Tachimoto e Ichiro Sugae. No en vano, la obra está repleta de referencias a la cultura japonesa. Por supuesto, los textos de Mishima en su idioma original –interpretados, prácticamente cantados hipnóticamente, por Tachimoto-, pero también en el juego escenográfico –sobre una tarima blanca, rodeada de un mar de arena teñida de un rojo bermellón-.

Hay una pequeña escenificación de Vagabundo de Tokio de Seijun Suzuki y de una antigua leyenda titulada Hagoromo (El manto de plumas), interpretada por el propio Tachimoto, que nos deja una hermosa danza de Ichiro Sugae, además de constantes elementos del teatro Nō (clásico japonés del siglo XIV), particularmente en los movimientos de estos dos sobre el escenario.

Todavía, dice Liddell, estamos a tiempo de morir con belleza. Y tal vez, como mencionaba Begoña Méndez en su crítica de Cuentos atados a la pata de un lobo, el libro de relatos que acaba de publicar en Malas Tierras, lo que pretende la dramaturga con sus escritos “es mostrar un hondo amor por la vida y por la muerte, recordarle al lector que no hay una sin la otra”. Algo que esta nueva obra consigue con creces.