Ursina Lardi y Azad en 'The Seer'. Foto: Armin Smaloivic

Ursina Lardi y Azad en 'The Seer'. Foto: Armin Smaloivic

Teatro

Milo Rau pone a Casandra frente a las mutilaciones del Estado Islámico

El director suizo estrena en la Bienal de Venecia 'The Seer', obra en la que documenta la barbarie de los fundamentalistas en Irak.

Más información: Willem Dafoe: "El teatro te permite superar a tu opresor"

Publicada
Actualizada

Territorios incómodos. Es por donde le gusta avanzar a Milo Rau, quizá el director de escena que más impacto ha causado desde las tablas en la última década. Mediático y emocional. En la última Bienal de Venecia, comisariada por Willem Dafoe, ha vuelto a Irak, país en el que ya ambientó su versión de la Orestiada (Orestes en Mosul, 2019). Entonces, un grupo de actores se desplazaban hasta allí para representar la obra de Esquilo. Ese era el planteamiento de un montaje que entrecruzaba la mitología griega con el reporterismo in situ, mostrando un Irak traspasado por la violencia del Estado Islámico.

En The Seer (La vidente) ‘juega’ a lo mismo. De manera incluso más patente. Ursina Lardi, actriz fetiche del director suizo, al frente de la rompedora compañía NTGent desde 2018, encarna a una curtida reportera de guerra. Testigo de una larga secuencia de conflictos, y de sus horrores respectivos, reflexiona sobre su oficio. Lo hace de entrada con el tono resabiado propio de los de su grey, ya de vuelta de todo. Dipsómanos, divorciados y depresivos, que diría el gran Manu Leguineche.

En el fondo, es una mujer marcada por una profunda herida invisible, que Rau visibiliza cuando ‘su’ reportera, construida a partir de entrevistas a diversos corresponsales bélicos, se inflige una raja en el tobillo. La escena se proyecta sobre una gran pantalla al fondo (recurso manido en la trayectoria de Rau). Queda explícito el dolor que arrastra, oculto. Ha dado tumbos por medio mundo. Y ha salido más o menos ilesa de tales andanzas hasta que abusan sexualmente de ella un grupo de hombres en Egipto. Ahí toma conciencia de su fragilidad y se erige en Casandra visionaria.

También cuando conoce a Azad, un iraquí al que el Estado Islámico, tras hacerse con el control del en su día predio de Sadam Hussein, le aplica la ley del talión en su versión más dura. Acusado de robar, le cortan una mano. El vídeo del cercenamiento es proyectado, aunque Rau nos ahorra el momento culminante. No obstante, Azad describe en toda su crudeza la mutilación, con detalles desgarradores: hicieron falta dos golpes para consumarla porque a la primera el trabajo quedó a medias.

Azad entabla diálogo con la periodista. Cada uno con su herida, causa de su marginación, como le ocurrió a Filoctetes. Azad habla desde la enorme pantalla, con la que debe interactuar Ursina Lardi. En esta tesitura ya vimos a Lardi en Everywoman (Cualquier mujer), pieza que trajo el CDN al María Guerrero. Comprobamos lo magnífica intérprete que es esta actriz, miembro de la compañía berlinesa Schaubühne y galardonada en esta última Bienal con el León de Plata.

Ursina Lardi en 'The Seer'. Foto: Bea Borgers

Ursina Lardi en 'The Seer'. Foto: Bea Borgers

En Everywoman nos contaba la historia -real- de una fan que, en sus últimos días de vida, decide enviarle una carta para transmitirle su deseo de actuar sobre un escenario antes de partir. Un anhelo que satisfacen Lardi y Rau mediante grabaciones insertadas en la dramaturgia.

Rau calibraba la huella que dejamos en el mundo antes de marcharnos. En The Seer se adentra en los pliegues más profundos del dolor, el físico y el emocional. Azad, sereno en su sufrimiento, habla enmarcado por un paisaje desértico, moteado con restos de basura (latas, bolsas…) y por el que deambulan rebaños de cabras. La estampa se replica físicamente sobre el escenario, donde Lardi, con vaqueros, camisa y botas de senderismo, refleja su devastación, con una gravedad transparente, gran mérito de su interpretación.

Azad, solo al final, saca la mano de su bolsillo. Aflora el muñón que la barbarie le ha dejado como recuerdo perenne. Hay en él, no obstante, una voluntad de seguir adelante. La que le transmitió su padre, que, cuando lo vio llegar goteando todavía sangre, cogió un vaso de agua y lo tiró sobre la tierra. Gesto aleccionador: no hay que quedarse llorando perpetuamente por lo perdido. Rau, así, nos hunde y a la vez nos empuja a transcender la brutalidad. Todo, mientras suena el Agnus dei de la mano del Collegium Vocale de Gante.