Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón en 'Los cuentos de la peste'

Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón en 'Los cuentos de la peste'

Teatro

El primer amor de Vargas Llosa fue el teatro: de la fascinación por Arthur Miller a su madera de actor

El escritor tuvo una vocación primigenia por las tablas, para las que escribió valiosas obras como 'La chunga' y a las que se subió varias veces con Aitana Sánchez-Gijón.

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Cuando recogió el Nobel de literatura, en el discurso titulado Elogio de la lectura y la ficción, Mario Vargas Llosa quiso dejar claro qué importancia había tenido el teatro en su trayectoria como escritor. Rememoró entonces el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades de su primera juventud donde vio subir al escenario una "obrita" (La huida del inca) escrita de su mano.

Y dijo: “El teatro fue mi primer amor desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura de Lima La muerte de un viajante de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista".

Quedó claro el asunto. Algo que sorprendería a muchos porque su inclinación por las tablas ha quedado muy opacada por la hegemonía que tuvo en su proyección como autor la novela, género que le permitió encontrarse con cientos de miles de lectores de todo el mundo y le granjeó los galardones más prestigiados del universo de las letras. Pero, como él mismo confesó, iba para teatrero.

En La tía Julia y el escribidor (1977), donde narra, aparte de la relación a contracorriente con su atractiva tía boliviana, los orígenes de su vocación por la letra impresa, habla también de experiencia catártica con la obra de Arthur Miller que le puso en la senda de la escritura dramática. Luego vendría el encuentro en Francia de una tropa de gigantes que también se desempeñaron en el teatro, como Sartre y Camus, y dramaturgos ‘puros, como Ionesco y Beckett, amén del descubrimiento de la obra de Brecht.

“El teatro y su imaginería son un género privilegiado para representar el inquietante laberinto de ángeles, demonios y maravillas que es la morada de nuestros deseos”, es otra de las afirmaciones del Nobel hispanoperuano que denotan una querencia de la que nunca quiso claudicar. Lo demuestra el hecho de que, ya en su época de figura consagrada, se la jugara subiéndose él mismo al escenario. Siempre monitorizado por el regista Joan Ollé y flanqueado en tan delicada posición por Aitana Sánchez-Gijón.

Con ella estrenó La verdad de las mentiras (adaptación de un ensayo sobre sus lecturas preferidas y en las que se añadieron textos de Francisco Ayala, Faulkner, Onetti, Rulfo y Borges), Odiseo y Penélope (estrenada en el Festival de Mérida y en la que el propio autor encarnaba a Ulises) y Las mil noches y una noches (un cara a cara con Scheherezade).

En ese proceso iba autoexigiéndose cada vez más como intérprete, hasta que llegó el tour de force de Los años de la peste, su guiño al Decamerón de Bocaccio. De las lecturas dramatizadas, Vargas Llosa pasó a encarnar personajes.

“Su virtud como actor es la humildad, sabe que está en desventaja y su actitud es la de un aprendiz. Pero su presencia escénica, con su altura y su cabellera blanca, es muy potente y su dicción muy buena", apuntaba Sánchez-Gijón. En camerinos, antes de salir a escena, el escritor, en estado de pánico, le preguntaba a la actriz: "¿Seguro que ya no hay marcha atrás?".

Los cuentos de la peste se estrenó en 2015 en el Teatro Español, una institución que, en los tiempos en que estuvo dirigida por Natalio Grueso, se volcó con su dramaturgia. En diversas temporadas se fueron presentando tanto en la plaza de Santa Ana como en las Naves de Matadero diversas piezas suyas. Primero, en 2013, el que acaso sea su texto más redondo en el terreno dramatúrgico, La chunga.

En aquel montaje empezamos a ver el nivel superior hacia el que apuntaba una incipiente Irene Escolar y la impepinable Sánchez-Gijón resecándose en escena, que es lo que le pedía el papel: “ser como un cactus de Piura” (en palabras del propio Vargas Llosa). Una suerte de wéstern en el que Vargas Llosa se adentró, de nuevo, en el Perú profundo y rural. Ollé firmó un trabajo de los que se quedan grabados en la memoria: trama, personajes y atmósfera.

Un año después, levantó el telón El loco de los balcones, tragicomedia protagonizada por José Sacristán, que en 1975 rodó, por cierto, Pantaleón y las visitadoras. Encarnó al profesor Brunelli, un personaje que el Premio Nobel conoció en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Lima, durante los años 50, un Quijote empecinado en defender los balcones coloniales de Lima, cada vez menos por la barbarie inmobiliaria y la falta de sensibilidad estética e histórica. Vargas Llosa contra la especulación.

A Sacristán le tomó el testigo Ana Belén, que daba vida, en Kathie y el hipopótamo, a una mujer de clase alta varada en Lima con su aburrimiento y decide contratar a un profesor universitario para que recoja, negro sobre blanco, el relato de sus viajes por África y Asia. Las lindes entre ficción y realidad se desmoronan y, al fondo, queda una reflexión sobre el origen de los relatos.

Las otras obras de Vargas Llosa son La señorita de Tacna (1981), Ojos bonitos, cuadros feos (1996), Al pie del Támesis (2008). Con todas ha intentado acreditar una premisa que él tuvo muy clara: que “el teatro tiene esa verdad que solo tiene la vida”.