Plantel de 'No andes desnuda por la casa', de Georges Feydeau. Foto: Pedro Soares

Plantel de 'No andes desnuda por la casa', de Georges Feydeau. Foto: Pedro Soares

Teatro

La paradoja del Festival de Teatro de Almada: jóvenes puritanos vs viejos libertarios

La cita portuguesa, principal foco de creación contemporánea del país, agita el debate sobre la corrección política con compañías locales y otras como Joglars

11 julio, 2023 02:46

Cuenta Rodrigo Francisco que la primera noticia que tuvo del Festival de Almada fue desde la terraza de su casa, cuando una compañía de Oviedo pasó por debajo de ella haciendo un pasacalles. Preguntó a su hermana que a qué se debía todo aquel alboroto y esta, con mucho sentido teatral, le respondió: “Es el Festival de Almada, estúpido”. Hablamos de mediados de lo 80. Este mes de julio la cita almadense ha alcanzado su edición 40º, aniversario que están celebrando con -de nuevo- una programación fetén, marca de la casa, devenida desde hace años en la más prestigiosa que se da en cuanto a teatro contemporáneo en todo Portugal. Peter Stein, Declan Donnellan, Milo Rau, la Batsheva Dance Company… En ese plan.

Rodrigo Francisco dirige hoy el festival, sosteniendo contra viento y marea los principios con los que lo botó su fundador, el carismático Joaquim Benite, que da nombre al Teatro Azul, el principal de un municipio proletario que durante quince días de julio se erige en capital de la creación, por encima de la vecina Lisboa (ambas localidades están separadas por el estuario del río Tajo, aunque desde Almada transbordan cada día muchos almadenses para trabajar en la capital). Este enorme espacio con aires de piscina por su color es el epicentro de la actividad, que también se disemina por otros teatros de Lisboa, aunque lo cierto que cada vez menos.

Por el lugar donde fue alumbrado, el festival no podía ser más que un proyecto abierto y accesible a una población de recursos económicos limitados, pero a la que, no por ello, se pretendía dar gato por liebre. Todo lo contrario: la idea que se consolidó con el tiempo fue la de traer los mejores de la cartelera local e internacional. Los precios, no obstante, siguen estando muy por debajo de la mayoría de los grandes cónclaves escénicos europeos, a pesar de que el apoyo financiero público ha sufrido en estos últimos años serios descalabros.

Calvario. Foto: Patrícia Mateus

Calvario. Foto: Patrícia Mateus

A Francisco le gusta contar la anécdota ilustrativa de la turista francesa que al otear a Isabelle Huppert en la cartelera fue corriendo a comprar una entrada para verla. En taquilla parece que se lio un poco, acaso por la diversidad lingüística. El caso es que creía que había adquirido únicamente el billete para la pieza de la icónica actriz pero luego alguien le explicó que era el abono para ver toda la programación. Ella, por cierto, no había levantado ni una ceja cuando pagó convencida de entrar en posesión de un salvoconducto puntual para asomarse a los buenos oficios interpretativos de la diva. Por cierto, hace tres años, estuvo por allí otra diva universal, Monica Bellucci, encarnando a Maria Callas.

El festival ha tenido un significativo arranque español. Joglars, una compañía muy querida en la plaza, presentó ¡Que salga Aristófanes!, pieza que va contra la línea de flotación de la cultura de la cancelación y la corrección política castrante de la libertad artística. En el coloquio sobre la obra ocurrió algo llamativo. Hubo quien se molestó con los modales ‘faltones’ de Fontseré y su troupe. Fueron jóvenes en su mayoría. Hubo también quienes defendieron la irreverencia de los díscolos catalanes. Fue sobre todo gente mayor. Paradójico y revelador de la ola puritana que recorre las redes sociales. “Estos muchachos no saben lo que es el fascismo”, decía alguien que sí lo había catado, el de Salazar y la PIDE.

Rodrigo Francisco siguió por la senda de Joglars, con Calvario, quinto texto de su cosecha. La comedia es una inmersión en las miserias de los teatreros, una mirada tierna y a la vez cañera, en particular sobre los actores: egos, vanidades, debilidades, desencantos… También resulta muy mordaz contra la atmósfera opresiva en la que, en la actualidad, se debe manejar cualquier hacedor de arte, con tanto colectivo dispuesto a poner el grito en el cielo ante el más mínimo ‘desliz’.

Francisco retrata -metatrealmente- el proceso de gestación de un montaje a partir de Minetti, obra de Thomas Bernhard, sometido a una serie de condicionantes debidos a los usos y costumbres de un progresismo con buenas intenciones pero que poco a poco va perdiendo el sentido de la realidad. Una vieja gloria de la escena, de esas que van a todas partes con un asistente que igual le da masajes en los pies al término de los ensayos que hace las veces de apuntador, encabeza el reparto. Su viejo mundo choca con el nuevo dando lugar a momentos hilarantes.

Jogging. Foto: Marwan Tahtah

Jogging. Foto: Marwan Tahtah

El respetable, a pesar de movernos en el adusto territorio Bernhard, ríe con las tripas, a mandíbula batiente en algunos pasajes. Rebate así al propio dramaturgo austriaco, que llegó a decir que el público nunca se enteraba de nada. Al juego que propone Francisco con Minetti entra de lleno, síntoma de que la comedia está sabiamente salpimentada y, amén de algún desajuste menor subsanable, muy bien orquestada.

Tanto como Desnuda por casa, del maestro del vodevil George Feydeau. Se ofreció en la versión de João Mota, regista con trayectoria en la escena portuguesa de las últimas décadas gracias a su compañía La Comuna, por lo cual mereció un cálido homenaje. Un trabajo chispeante con un elenco muy imbuido del código farsesco, en particular la actriz Maria Ana Filipe, de frescura burbujeante en esta comedia satírica contra el arribismo de políticos con mucha ambición y poca ideología (léase ética).

Contra la misma grey levanta la voz de la libanesa Hanane Hajj Ali, autora e intérprete de Jogging, espectáculo en el que ajusta cuentas con su país, Líbano, que tanto dolor le ha infligido. Hajj Ali se revela como un animal escena poderoso y carismático, que conecta con las butacas con una letanía tragicómica conformada por un caleidoscopio de historias. En este salen a relucir el suicidio de madres aparentemente felices (Medea al fondo, palpitando) o la maldición de la capital libanesa, arrasada cada cierto tiempo por guerras y cataclismos, como el de la reciente explosión de su puerto, un caso flagrante de negligencia e inoperancia de la casta dirigente.

Hajj Ali no se calla, aunque sabe que se la juega. La censura, dice, es una cosa seria en su país. En Almada, no obstante, pudo despacharse a gusto, gracias a un festival que, un año más, demuestra estar muy bien sintonizado con los conflictos del presente y una gran valentía para cogerlos por los cuernos, cual forcados de la escena.