El trasatlántico, parte fundamental de la puesta en escena de 'La pasajera'. Foto: Karl Foster Bregenzer Festspiele

El trasatlántico, parte fundamental de la puesta en escena de 'La pasajera'. Foto: Karl Foster Bregenzer Festspiele

Ópera

'La pasajera' llega al Teatro Real: el reencuentro en alta mar de una superviviente de Auschwitz con su carcelera

El coliseo madrileño acoge el estreno de la ópera de Weinberg, discípulo de Shostakóvich, un título opacado en su momento por el régimen soviético.

1 marzo, 2024 02:30

Con La pasajera de Mieczyslaw Weinberg (1919-1996) el Teatro Real añade, este 1 de marzo, un nuevo florón a una temporada cuajada de propuestas del más alto interés, aunque no siempre equilibrada y con excesiva tendencia a exhibir las obras en versión concertante.

La ópera nos llega tras el aplazamiento pandémico. Weinberg fue un polaco emigrado a Rusia huyendo del terror nazi (su familia murió en un campo de concentración). Al cabo de un tiempo encontró la comprensión, la admiración y la protección del ruso Shostakóvich, que le abrió caminos además de instruirlo musicalmente. La influencia de su mentor nunca pudo disimularla el discípulo y no hay más que escuchar su música para comprobarlo.

La pasajera, escrita sobre el relato autobiográfico de Zofia Posmysz y libreto de Alexander Medvedev, fue terminada en 1968 y aplaudida vivamente por Shostakóvich. Por muy diversas circunstancias, y de manera especial por la pacatería de las autoridades soviéticas, hasta 2006 y en versión semiescenificada no vio la luz.

“Weinberg, judío, compuso con obsesión para justificar su supervivencia”. David Pountney

No se le hizo verdadera justicia hasta 2010, cuando el Festival de Bregenz, en producción de David Pountney, que es la que programa el Real, la recuperó a satisfacción. “Belleza y grandeza” encontraba Shostakóvich en esta ópera, que cuenta el reencuentro en un viaje trasatlántico de Marta, una prisionera judía en Auschwitz, y Lisa, supervisora de las SS.

Los amargos recuerdos no se hacen esperar, lo que provoca numerosas vueltas atrás. La escritura de Weinberg es tan tersa como intensa, vitalista y llena de lírica introspección. El lenguaje es tonal, aunque no desconoce el dodecafonismo, definido como caleidoscópico por el crítico Juan Lucas. Se localizan parentescos con Britten, Janácek, Berg y, naturalmente, Shostakóvich.

La influencia de este la apreció enseguida David Pountney, que estableció, sin embargo, con claridad las diferencias entre ambos: “Por muy atormentado e introvertido que fuera, Shostakóvich siempre fue, ante todo, un artista público, mientras que Weinberg –un verso suelto– siempre se mantuvo en el ámbito privado, trabajando con melancólica obsesión por componer como justificación de su supervivencia, ya que fue el único de su familia que lo logró”.

Ello explica hasta cierto punto la escasa difusión que la ingente obra de Weinberg ha tenido hasta hace muy poco y que está saliendo a la luz gracias a los trabajos del director de escena y de otros esforzados paladines, que han puesto de relieve algunos factores básicos del estilo del compositor, como su enorme discreción y un manejo muy astuto del tiempo. Y, obviamente, en relación con La pasajera, por el gran interrogante estético sobre la conveniencia de tratar un asunto semejante en una ópera, que habría podido caer en el puro melodrama.

“No hay nada de eso en esta obra”, apunta Pountney. “Por el contrario, Weinberg permite a veces que la música se torne casi inaudible: un único instrumento que traza una larga línea melódica, para dejar que la emoción del momento hable por sí misma".

"De igual modo, permite de forma deliberada que la quietud y la reticencia creen una sensación de atemporalidad en las escenas de los barracones, haciendo que aflore el peso mismo de la desesperanza de la situación -añade-. En conjunto, solo cabe admirar la inteligencia y sutileza con las que Weinberg y Medvedev tratan este tema imposible, a la par que esencial”.

Nos cuenta Pountney que el mismo Medvedev, fallecido poco antes del estreno, le explicó de manera sumamente gráfica su concepción espacial de la obra, con la cubierta principal del transatlántico y las empinadas escaleras que descendían al infierno de Auschwitz. “Y el escenógrafo Johan Engels y yo”, dice el regista, “intentamos seguir sus ideas con la mayor exactitud posible.

También me transmitió una idea que no aparece en absoluto en el libreto: que el coro estaba compuesto por observadores de una tercera época, concretamente la actual. La acción original se desarrollaba en Auschwitz en la década de 1940; la del barco, unos quince años más tarde; y el coro, según Medvedev, debía ser un eco de nuestro atribulado papel de observadores de tan terribles acontecimientos”.

Verdaderamente sugestiva esta óptica para una producción que explica de manera profunda el significado y la autenticidad de la historia tan importante para Weinberg. Una ópera en fin compuesta, según Joan Matabosch, director artístico del Real, “con la sangre del corazón”. “La música –añade– agita el alma en términos dramáticos, porque todo lo que cuenta es verdad y está expresado con pasión”.

Matabosch ha sido promotor de esta recuperación, que, como dice Beatriz Martínez de Murguía en el libro Descifrando cenizas, en declaración recogida por el ilustre Arnoldo Liberman: estamos ante una obra “que apela a la conciencia moral del ser humano, a nuestro deber y capacidad de decir ¡no!”.

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Dos norteamericanas de origen, Amanda Majeski, de limpio timbre de lírica, y Daveda Karanas, de caudalosa y vibrátil emisión, ponen voz a las protagonistas de un reparto que abarca otros diez papeles más.

La lituana Mirga Grazinyte-Tyla, una especialista y gran conocedora de la partitura, empuñará la batuta. La producción se hace a medias con el Festival de Bregenz, el Teatro Wiecki de Varsovia y la English National Opera. Importante es sin duda el ciclo que en paralelo ha programado la Fundación March en el que se interpretarán los  cuartetos de cuerda del músico por el Cuarteto Danel (17 de marzo).