Herbie Hancock durante su concierto de este jueves en las Noches del Botánico de Madrid. Foto: Martín Page

Herbie Hancock durante su concierto de este jueves en las Noches del Botánico de Madrid. Foto: Martín Page

Música

La leyenda del jazz Herbie Hancock pone el broche a las Noches del Botánico con su música de otro planeta

El festival madrileño echa el cierre de su novena edición batiendo su récord de asistencia: 185.000 espectadores en 50 conciertos.

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Mentira, ese hombre no puede tener 85 años, piensa uno al verlo entrar a la carrera al escenario. Corre hasta un extremo. “¡¿Cómo estáis?!”. Corre hacia el otro. “¡¿Qué tal por allí?, ¿estáis bien?!”. Herbie Hancock (Chicago, 1940), leyenda del jazz, se preocupa por el estado de ánimo del respetable, entre el que divisa, complacido, “muchas caras jóvenes”, antes de sentarse a los mandos de la nave espacial que nos llevará durante las próximas dos horas a otro planeta musical.

A su izquierda, un piano de cola. A la derecha, un sintetizador Korg Kronos del que sacará los sonidos más insospechados, incluyendo un programa llamado Prehistoric Predator con el que arrancará el concierto, un conjunto de efectos ambientales que, como su nombre indica, nos transportará a un mundo de “dinosaurios y pájaros raros”.

Si el Jurásico tuviera banda sonora de jazz, sería la de esta exótica obertura que se fue deslizando hacia el desmadre atonal, con Hancock castigando la parte media y alta del teclado antes de regresar al redil de la armonía y hacerle un guiño al público con temas reconocibles.

Después acometieron Footprints, una pieza original de su gran amigo Wayne Shorter, pero con diferentes arreglos. “Él ya no está con nosotros en carne, pero sí en espíritu y en nuestros corazones. Su música sigue aquí y estará para siempre”, afirmó.

A continuación tocaron Actual Proof y Butterfly, de su disco experimental Thrust, de 1974, una época en la que experimentó a fondo con la fusión, consolidando el subgénero del jazz-funk junto a su banda The Headhunters —y en cuya carátula, por cierto, salía pilotando una nave con un teclado de piano en el panel de control—. De aquella etapa sonaron también Hang Up Your Hang Ups y Spider.

“No más guerras mundiales”

Las manos de Hancock han tocado mucho. Lleva grabando y actuando en directo más de 60 años — “vosotros no habíais nacido”, dice—. Fue miembro del legendario quinteto de Miles Davis y ha sido una de las figuras más innovadoras del jazz en todos sus estilos posteriores al bebop.

Sus ojos también han visto de todo. “No queremos más guerras mundiales”, dijo en un momento el pianista, teclista y compositor, que alternaba el inglés con algunas palabras salpicadas en español cada vez que se dirigía al público.

El guitarrista Lionel Loueke y el trompetista Terence Blanchard durante el concierto de Herbie Hancock, este jueves. Foto: Martín Page

El guitarrista Lionel Loueke y el trompetista Terence Blanchard durante el concierto de Herbie Hancock, este jueves. Foto: Martín Page

En estos “tiempos difíciles” que vive el mundo, es habitual —aunque no obligatorio— que las estrellas de la música tomen partido de alguna manera, ya sea explícita o velada. Hancock no mencionó a ningún país ni a ningún líder mundial, pero su discurso fue uno de los más originales, más por la forma que por el fondo, que hayamos oído hasta ahora encima de un escenario.

Improvisando melodías con el vocoder, ese sintetizador que modula la voz para darle una textura robótica, dijo que la humanidad entera es “una sola familia”, que hay un nuevo miembro en ella, la inteligencia artificial, y que no somos los más indicados para enseñarle ética porque “llevamos milenios matándonos unos a otros”.

Hancock podría vivir de las rentas, tocar sus celebérrimas “Watermelon Man” y “Cantaloupe Island” con sus arreglos originales, pero ni siquiera las tocó. Él —óptimamente acompañado por su banda— sigue estando a la vanguardia de la creación musical y de la improvisación, como demostró este jueves dejando al público boquiabierto. Por tanto, no debe sorprendernos su opinión sobre la IA: sobre la posible pérdida de empleos causada por ella, afirma que “quienes perderán su trabajo serán los que no sepan usarla”.

Una banda intergaláctica

La tripulación que acompaña a Hancock es de primer nivel, capaz de poner rumbo a la galaxia que indique el capitán, que, aunque lleva la batuta —en sentido figurado—, rehúye el protagonismo y en todo momento fue, sencillamente, uno más, en su rincón del escenario.

Terence Blanchard fue el protagonista melódico de la noche, con una trompeta “que parece toda una sección de metales”, afirmó el líder de la banda, y con razón. Con toneladas de reverb, cada una de sus frases era el paseo espacial de un astronauta al que el resto de la banda mantenía unido con un cordón umbilical a la nave. A su regreso de cada expedición, permanecía de pie, con los ojos cerrados, el sudor perlándole la frente y el rostro contraído por el esfuerzo.

James Genus, con su bajo eléctrico de cinco cuerdas, abarcó todo el espectro tímbrico, desde los graves de ultratumba hasta los armónicos más brillantes, y protagonizó el solo más hermoso de la noche, que nos transportó con delicadeza a una hamaca en una isla paradisíaca. Todo el público, con los ojos cerrados, parecía congregarse en ese mismo lugar imaginario.

Al guitarrista Lionel Loueke las seis cuerdas se le hacen pocas, por eso lleva un instrumento de siete y suma una más con su propia voz, que emplea para hacer scat o entonar lo que parecen melodías ancestrales en alguna lengua africana. Con sus pedales de efectos, a ratos hacía sonar la guitarra como un sintetizador, dialogando con el de su jefe.

Por último, un insultantemente joven Jaylen Petinaud, de veintitantos años, a la batería, con la responsabilidad de marcar el compás a sus veteranos compañeros, aunque todos mucho más jóvenes que el maestro Hancock. Con este entabló un mano a mano insuperable hacia el final del concierto.

Después llegó el momento del keytar. Dicen las malas lenguas que este teclado con mástil no es más que un patético intento de los teclistas, siempre relegados en la parte de atrás del escenario, de adoptar la pose cool de los guitarristas. A ver quién tiene lo que hay que tener para decirle eso a la cara a Mr. Hancock, que ya trae el molar de serie, hasta cuando se encorva sonriente sobre su piano de cola.

Y así, con el teclado colgado del cuello, encaró por fin uno de sus grandes éxitos inmortales: Chameleon, de su genial y audaz disco de 1973 Head Hunters. Con esta grandísima obra maestra del jazz-funk, cuyo título define a la perfección a este camaleón del jazz, puso fin, dando botes, a sus dos horas de recital.

Hancock y su banda fueron precedidos por el jazz-funk del bajista valenciano Vincen García, otro derroche de virtuosismo, con un groove de precisión milimétrica y una banda bien compacta en perfecta sincronía. El propio Hancock tuvo palabras de reconocimiento para ellos durante su concierto.

Récord de asistencia

El festín de jazz de anoche puso el broche de oro a unas Noches del Botánico que en su novena edición han batido su récord de asistencia: 185.000 espectadores, 15.000 más que el año pasado, a pesar de la cancelación de última hora de Morrissey.

De sus 50 conciertos —entre ellos, el doblete de Van Morrison, el de Santana, las actuaciones de Roxette, Kool & The Gang, Max Richter, Air, Empire of The Sun, Parcels, Mikel Erentxun, Quique González y Ángel Stánich—, en más de 30 se colgó el cartel de entradas agotadas. Ya solo quedan diez largos meses de espera hasta la siguiente edición del festival, un auténtico oasis para melómanos que nos ayuda a sobrellevar el tórrido verano madrileño.