Christina Rosenvinge. Foto: Pablo Zamora

Christina Rosenvinge. Foto: Pablo Zamora

Música

Christina Rosenvinge: “Es mejor provocar la reflexión que dictar la conclusión”

La soledad, la necesidad de enfrentarse al pasado, de juzgar y de ser juzgados, son los temas que hilvanan esta conversación entre Fernando Aramburu y la cantante

13 enero, 2020 07:52

Fernando Aramburu. Ocurre, amiga Christina, que en el edificio donde vivo tengo por vecino a un joven matrimonio, de una cordialidad intachable. La mujer, Astrid, es danesa. Le he preguntado cómo se pronuncia en su idioma materno el apellido Rosenvinge, que suponía destrozado en bocas hispanas. Me ha parecido que no lo decimos tan mal. Según mi vecina, en danés la uve se pronuncia be o muy cerca de la be. Sus explicaciones me han permitido averiguar que la g de Rosenvinge no es la de geranio, sino la de guitarra, estropicio fonético, por fortuna de fácil reparación, que yo he cometido alguna vez al mencionarte. Me he quedado después pensando en tu posible vinculación con Dinamarca, el país originario de tus padres, y en si has buscado en algún momento de tu vida ahondar en dicha vinculación. Me gustaría saber hasta qué punto es perceptible en tu música, incluyendo las letras, algún tipo de influencia de la cultura nórdica. Y, ya puestos, si hablas, aunque sea a solas, danés; si cantas, aunque sea sólo bajo la ducha, en dicha lengua, o si te ha tentado en alguna ocasión componer a partir de motivos temáticos del país de tus antepasados.

Christina Rosenvinge. Querido Fernando, aprecio tu empeño en pronunciar mi apellido correctamente, pero te diré que no sólo no me disgusta la pronunciación española, sino que la prefiero y me identifico plenamente con ella; posee una contundencia y una envergadura que no le viene nada mal a alguien como yo, que soy un peso pluma. No sé si tu vecina te diría su significado, que resulta tan dulce y liviano como su sonido original: rosa y ala. Mi nivel de danés por desgracia no da para mucho más, pues corresponde más o menos al de una niña de seis años. Puedo decir qué alimentos son mis favoritos, describir mi casa, insultar gravemente a mis hermanos y cantar dos canciones, una sobre pasteles y otra sobre un trenecito. Mi primera lengua, lo que conocemos como lengua materna, no es la lengua de mi madre, lo cual es sumamente extraño pero no excepcional. Como muchos inmigrantes, mis padres adoptaron la lengua del país anfitrión para acelerar la integración de la familia sin tener en cuenta lo difícil que sería recuperarla después. Sólo cuando empecé a pasar los veranos en el norte de Jutlandia, siendo ya adulta, hice un par de tímidos intentos de aprender danés, pero me desanimé rápido. En esos años toda mi energía de aprendizaje estaba dedicada a dominar perfectamente el inglés, el idioma de mi abuelo materno, en el que sí que he escrito muchas canciones y algunos cuentos infantiles. Irónicamente te estoy hablando de mi desarraigo justo cuando acabo de terminar el rodaje de una película en la que encarno nada más y nada menos que a Karen Blixen, un pilar fundamental de la literatura danesa. La vida, ya ves, hace sus propios chascarrillos.

FA. La rosa y el ala, símbolos de la belleza y de la libertad. En algún lugar las has considerado herencia paterna, en el sentido de que tu padre fue un hombre que amó la poesía, particularmente la de García Lorca, y a edad temprana se atrevió a romper amarras, renunció a un futuro probablemente cómodo y se fue a vivir con su joven esposa a un país que lo fascinó. No te puedes imaginar lo cerca que yo me siento de tu progenitor cuando te escucho cantar el “Romance de la plata” y el temblor que me produce, a mí que también soy padre, la posibilidad de ser alguna vez juzgado, no digamos ya si la sentencia fuese condenatoria. He mirado con el corazón encogido las imágenes en que se te ve, guitarra en mano, cantarle sentada sobre su tumba. Y lo que más me emociona, fíjate qué bobada, acaso no sean ni la dulce melodía ni le letra tan hermosa ni tan sentida, sino que compusieras con unas pequeñas piñas la palabra PADRE sobre la losa. Es, por así decir, un acto amoroso de absolución. A menudo he pensado que si nos quitaran las sucesivas capas de que estamos compuestos (edad, convicciones, historia personal) a la manera de una cebolla, al final, en lo más hondo de cada cual, descubriríamos un pequeño núcleo de soledad. Y me tienta pensar que en “Romance de la plata”, de forma explícita en la estrofa última, descubres eso también en tu padre: una soledad hecha de deseos, ideas, errores, que, pasados los años locos de la juventud, también encuentras dentro ti. Tú dirás si desbarro.

“Somos en gran medida el resultado de los aciertos y los desvaríos de nuestros padres. Por suerte no todo depende de ellos. El azar suele tirar lianas y la decisión de agarrarlas o no sí que está en nuestra mano”. Christina Rosenvinge

CR. Dos disparos y dos dianas. Desarraigo y soledad. No andas mal de puntería, querido Fernando. Pero esta soledad mía no es comparable a la de mi padre, que era de naturaleza autodestructiva. La mía es una alegre planta de reciclaje que trabaja día y noche transformando los materiales frágiles que nos conforman en piezas de orfebrería que sirven de talismán. Eso es una canción al fin y al cabo. Efectivamente, ir a cantarle a mi padre su romance ante el sepulcro fue un acto de reconciliación tan sencillo como efectivo. En principio no pensaba compartirlo, pero una vez realizado el ritual, me pareció que era hermoso y que podía ser útil para otros. De hecho la primera vez que recité “Romance de la plata” fue en un congreso de psiquiatría donde mi ponencia tenía como título Trauma y creatividad. Ahí hablé de cómo al asumir el papel de narrador uno se enfrenta a su pasado desde una visión amplia y generosa que obliga a reescribirlo y a reabsorberlo como un nuevo relato de tintes míticos que probablemente es más veraz (o por lo menos más llevadero) que el propio recuerdo. Pero bueno, ¡qué te voy a contar a ti, que eres un experto en memoria y perdón! Entiendo que te preocupe el juicio que nos espera. Somos en gran medida el resultado de los aciertos y los desvaríos de nuestros padres. Por suerte no todo depende de ellos. El azar suele tirar lianas y la decisión de agarrarlas o no sí que está en nuestra mano. Mi padre se agarró a una ensoñación romántica para romper con su destino. Yo me agarré a una guitarra para romper con el mío. Siendo completamente opuestos en la superficie, nos parecemos mucho en el fondo.

FA. Celebro que hagas alusión a tu guitarra y le reconozcas un papel crucial en tu vida. Tenía previsto invitarte a hablar en algún momento de nuestro diálogo de ella o de ellas, pues no descarto la posibilidad de que poseas una colección; pero sobre todo porque intuyo que algo muy fuerte y seguramente muy personal te une a este instrumento. Atribuyo, aunque sin pruebas, un enorme valor simbólico a la primera guitarra que recibiste. No estás mal representada en mi estantería de discos y compruebo que en las portadas de los que yo tengo y de otros que he podido consultar no apareces con guitarra. Alguno quizá se me escape. Se te ve, sí, con una guitarra eléctrica en la ilustración de cubierta de un disco con Los Subterráneos (Mi pequeño animal); pero más bien parece que la sostienes a modo de fusil, con el mástil hacia abajo. Si yo fuera tu guitarra te reprocharía que no contases conmigo para las portadas de tus discos. ¿Me niegas, ingrata? Claro que los escritores tampoco solemos aparecer en nuestros libros con nuestros prosaicos ordenadores. En cambio, en imágenes de actuaciones y en fotografías de promoción se te ve con frecuencia sujetar el instrumento con una especie de suavidad, a veces concentrada, a veces sonriente. Me pregunto si compones con ella o al piano. A estas alturas de tu carrera musical, ya como cantante y compositora consagrada, supongo que algo tendrás que decirle a tu guitarra. Aquí tienes una oportunidad.

CR. Encima, en la portada de Debut, el libro que acabo de publicar, el piano le ha robado el puesto. Razones no le faltan a mi guitarra para estar resentida. La que me ha regalado más canciones es una que no sale nunca de casa, una Gibson acústica de los años cincuenta. Es mi favorita porque es pequeña (parece estar pensada para manos de mujer), pero aun así tiene cuerpo, además de ese sonido envolvente y sabio de la madera antigua que nunca puede tener una guitarra nueva. Tocas cualquier acorde y ya te está contando una historia. Pero no soy especialmente fetichista con los instrumentos. De hecho pocas veces toco por tocar. Cada vez que me siento a practicar me acabo liando con una canción nueva. Hay un placer indescriptible en el ejercicio de encontrar una melodía e irte detrás a ver adónde te lleva. La música sale del cuerpo y la cabeza descansa. Últimamente compongo en el ordenador también. En cuanto tengo algo bonito me pongo con los arreglos antes incluso que con la letra. Ahí puedo tener una banda entera o incluso una orquesta a mis órdenes. Por supuesto no es más que una simulación cutre, pero me saca del reducido rinconcito de cantautora con guitarra y me obliga a ampliar horizontes. Escribir encima de una pieza que simula la contundencia que alcanzará en directo ha cambiado la forma en la que escribo. Ya no es intimista como en los años que hacía mis canciones muy bajito con cuidado de no despertar a nadie. Las circunstancias de cada momento, incluidas las limitaciones, juegan a favor y conforman el estilo. Es inevitable evolucionar, aunque la gente presa de la nostalgia te pida que no lo hagas.

“Leo cosas que escribí a mis 18 años. Y me imagino, como en el cuento de Borges, que coincidimos el chaval que fui y el sesentón que soy ahora. Puede que ese joven rebelde me presente una lista de los sueños suyos que no he cumplido”. Fernando Aramburu

FA. ¡Qué jóvenes éramos en nuestra juventud! Leo cosas que escribí o que dije en público a mis dieciocho años. De pronto me imagino, como en el cuento de Borges, que coincidimos en un banco del parque el chaval que fui y el sesentón que soy ahora. Y conversamos y probablemente discutimos, pues aun siendo los dos la misma persona, aunque sucesivamente, y dando contenido al mismo nombre, nuestras respectivas convicciones difieren. Puede que ese joven melenudo y rebelde, libre de responsabilidades laborales y familiares, que participó en la fundación de un grupo contestatario, me presente una lista de los sueños suyos que no he cumplido o que incluso he traicionado. Preveo que mi réplica podría ocasionar una agria disputa entre los dos. Te invito a ponerte en mi lugar. Estás a diez mil metros de altura, en un avión que te lleva a Nueva York; por capricho del azar, te ha tocado sentarte junto a una Christina Rosenvinge de principios de los ochenta, de cuando la movida madrileña, una chica rubia que canta temas punk en un grupo llamado Ella y los neumáticos. ¿Le pedirías rápidamente a un auxiliar de vuelo que te cambiase de asiento? ¿Hablaríais como amigas? ¿Alborotarías al resto del pasaje con vuestras risas o riñendo a grito pelado? Te aseguro que no considero que haya existido una ruptura, sino una evolución, entre aquel joven que jugó sus primeras cartas creativas en una época en que España permitía por fin respirar aires de libertad y el señor maduro, calvo y sereno que hoy soy. ¿Te llevas bien con tu álbum de fotografías?

CR. Sí, sólo me cuesta entender ese empeño en alisar y cardarme las ondas del pelo ¡Qué lucha más inútil! Si ahora pudiera tener, como propones, una conversación transatlántica con mi yo adolescente le diría que se tranquilice un poco, que todo va a salir mejor de lo que espera, que la pulsión que siente dentro es una vocación artística sin definir y no una tontería pasajera como le dicen. También le diría que se tome los estudios más en serio y, ¡por Dios!, que no regale los vinilos cuando se invente el CD. Me siento aún muy cerca de esa fierecilla de quince años que se iba a la filmoteca después de clase, o se escapaba por las noches a ver conciertos. No podía pagar tanta entrada, así que me quedaba en la puerta con cara de pena hasta que me dejaban entrar gratis, qué caradura. Yo tampoco veo una ruptura, sino una línea continua (si acaso algo enmarañada en la lucha contra los elementos), pero consecuente con los tiempos por los que transcurre. Una cosa es lo que eres y otra lo que te dejan ser. Este caminito me ha traído a un tiempo presente muy feliz y muy fructífero, pero ha pasado por desfiladeros en los que cualquier persona con un gramo menos de cabezonería y un gramo más de sensatez hubiera abandonado. La vida me ha dado razones para ser optimista, pero a los quince años, también a los veinte y a los treinta, no lo era. En esa adolescente algo arisca ya estaba todo lo bueno sembrado, pero tenía las defensas tan afiladas que, en caso de encontrarnos en un vuelo, probablemente habría sido ella la primera en cambiar de asiento con tal de no hablar con una extraña.

FA. En algún sitio he leído que “Alguien tendrá la culpa”, de 2013, es tu primera canción de contenido político explícito. No sé hasta qué punto una voz que entra por muchos oídos y llega a muchas conciencias puede ser descrita o estimada al margen de su repercusión social. Probablemente no se pueda ni se deba. En tu libro Debut (Literatura Random House, marzo 2019), que has mencionado antes, abordas desde una perspectiva íntima, en relación con tu propia música, cuestiones de época que no te afectan solamente a ti. Me pregunto si publicaste Debut para que te dejasen en paz, como diciendo: “Soy esta mujer, pienso y siento así, me sucedió esto y lo otro, ahora no me preguntéis más, yo me largo a Nueva York.” Me sorprendería poco averiguar que, en tiempos pasados, algún partido político te tentó para que lo ayudaras a atraer votos con tu cara, tu música y tu voz. Conociendo el percal, dudo que no hayas estado expuesta a ser instrumentalizada a la manera de otros artistas que, estos sí, aceptaron arrimar la luz de su celebridad a una u otra causa política.

“Pocas veces toco por tocar. Cada vez que me siento a practicar me acabo liando con una canción nueva. Hay un placer indescriptible en el ejercicio de encontrar una melodía e irte detrás a ver adónde te lleva”. Christina Rosenvinge

CR. Hice “Alguien tendrá la culpa” con la intención de que funcionara como plantilla, sólo tiene tres acordes, se puede cantar a coro y readaptar la letra según los tiempos lo pidan. Me gustaría que la gente se la apropie y se olvide de quién es con el tiempo. Antes de esta había intentado escribir otras canciones políticas, pero no pasaron el filtro y no las llegué a grabar, es un género muy difícil. Es cierto, como dices, que en el hecho de cantar, de contar historias, hay de por sí un posicionamiento moral, pero cuando he tratado cuestiones políticas concretas ha sido de forma indirecta, a través de metáforas. “El pretendiente”, por ejemplo, aparenta ser una canción de amor cortés, pero la reina inalcanzable es Europa, y el pretendiente pobre es un africano que vislumbra sobre el Estrecho un puente de agua. En las canciones feministas que he escrito (la primera fue para Alex y Christina), tampoco trato el tema de forma frontal; quizás cuento con que los oyentes interpretan por sí mismos. Creo que es mejor provocar la reflexión que dictar la conclusión. Debut es un experimento. No pretendo dar explicaciones sobre lo que he hecho, sino exhibir cómo funciona la extraña mente de un letrista. El título de trabajo que tenía en mi ordenador era “Mis labores”. Por un lado de la tela ves el bordado, las letras minuciosamente medidas y rimadas como estampitas; y por el reverso, ves los hilos sueltos que forman el collage de experiencias y reflexiones que hay detrás de cada disco. Recrear los días en los que nacieron las canciones me ha llevado a momentos tan distintos como la mañana del 11 de septiembre (mi estudio estaba a dos manzanas del World Trade Center y se suponía que íbamos a ensayar) o como la operación de rescate que montamos los compañeros de piso de mi amiga Sarah para salvarla de las garras de un proxeneta. En cada visita al abismo, sea doméstico o mundial, nace una bonita canción. Así llevamos los humanos ahuyentando a los malos espíritus desde las cavernas.

FA. Escuchándote cantar en inglés, pienso: Qué suerte tienen los músicos capaces de desarrollar su arte en más de un idioma. A veces me preguntan por qué no escribo libros en alemán. No tengo el instinto de un idioma aprendido de adulto, a lo sumo lograría la corrección gramatical, me sentiría un impostor. Cuenta, por favor, cómo es la experiencia de componer y cantar en idiomas distintos.

CR. ¿Por qué un impostor? Seguro que tu posible torpeza tiene el encanto o la pureza del que acaba de enamorarse de un idioma. Hay una parte de ti que piensa o siente en alemán, y será muy distinta a la que piensa en español. Otro señor con otro carácter que cuenta otras historias. Imagino que leer tus novelas en alemán te producirá una sensación extraña, de que algo se pierde por el camino. En las canciones las traducciones suelen ser una labor imposible porque el sonido puro de las palabras es tan importante como el significado. A veces más, hay muchas letras que se escriben partiendo de una frase corta que fonéticamente encaja a la perfección en una melodía. Lo que más me gustaba de escribir en inglés era la abundancia de monosílabos. Es un idioma conciso, fácil de encajar en las frases musicales sin necesidad de añadir notas superfluas.

FA. ¿Hay alguna razón por la que romperías el espejo en que te miras?

CR. La razón por la que el autorretrato está tan presente en la pintura no es que los artistas encuentren su rostro fascinante, sino que es imposible encontrar a otro incauto dispuesto a posar impúdicamente ante el espejo día tras día con el fin de que el pintor experimente con el alma humana. Si rompe el espejo, no le queda más remedio que violar la intimidad de otros. Yo lo hago de vez en cuando. Suelo pedir permiso. No siempre.

@FernandoArambur