Image: Joaquín Rodrigo, el genio imperdonable

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Música

Joaquín Rodrigo, el genio imperdonable

CENTENARIO DE JOAQUÍN RODRIGO

21 noviembre, 2001 01:00

De haber vivido todavía Joaquín Rodrigo, mañana cumpliría cien años. Con una obra que se mueve a caballo de la estética nacionalista decimonónica hispana, del post- impresionismo francés y ajena a las primeras experiencias vanguardistas, su personalidad creadora viene marcada por el éxito de una de sus composiciones: el célebre Concierto de Aranjuez. De la misma manera que lo encumbró a la fama también cargó sobre su espalda un pesado fardo que ha limitado en bastante medida su proyección ulterior. Uniéndose a las diferentes instituciones que mañana celebrarán en todo el mundo este acontecimiento, EL CULTURAL presenta un polémico artículo del profesor Javier Suárez Pajares, comisario de la Exposición conmemorativa. Asimismo, y gracias a la colaboración de la Fundación "Joaquín y Victoria Rodrigo", aporta una serie de cartas inéditas además de una completa y lírica narración, firmada por su esposa, de cómo nació su obra más conocida.

Ya se sabe. En este país, el músico que quiera gozar de cierto reconocimiento, conviene que muera joven, trágicamente, pobre y, a ser posible, en rebeldía, porque ese inconformismo con los buenos o con los malos (da igual), otorga muchos puntos. Si, por ventura, no se dieran estas condiciones, todavía es posible hacerlo de puntillas, como sin querer, despistadamente, seduciendo a algún historiador bondadoso o ingenuo. Pero si se quiere triunfar por derecho, por fuerza de un talento vertido en forma de creaciones, la falta de sensibilidad es tanta y tan grande, la ignorancia tan soberana, que el fracaso está prácticamente servido.

Rodrigo, que murió el 6 de julio de 1999, largamente nonagenario, tranquilo en su casa, afortunado dueño de la rentable industria de su imaginación, elevado a la nobleza por S.M. el Rey -capital pecado-, en paz con unos y con otros, y pisando fuerte, haciéndose valer, la verdad es que no lo tenía nada fácil. Y así, con el único fin seguramente de minusvalorarle, se le reconoce sólo la composición de un bonito concierto, que ha tenido un éxito descomunal y le ha forrado de dinero.

Si me permiten, les diría que hablar de dinero en esos términos, en el caso del Concierto de Aranjuez, es una auténtica vulgaridad, que en un enfoque social de la música importaría más señalar que es una obra de tiempo de bohemia, y debería tenerse muy en cuenta que sólo alcanzó predicamento a partir de los años 60. En la década de los 40, mientras lo tocó Sáinz de la Maza, apenas salió de nuestras autárquicas fronteras a Lisboa, Buenos Aires y París sin un éxito que pudiéramos calificar de notable; en los 50, se popularizó más gracias a la versión coreográfica de Pilar López y a su interpretación por guitarristas de "nueva generación" como Narciso Yepes. Pero no es hasta los años 60 cuando, gracias a las versiones del segundo movimiento en clave de jazz por Miles Davis (Sketches of Spain, 1960) y en forma de canción melódica por Richard Anthony (Aranjuez, mon amour, 1967), se convirtió en una música que, por eso de entrar -y con tanto éxito- en ámbitos tan impermeables a la música sinfónica, alcanzó un grado de universalidad inédito hasta entonces.

Y les diría también que la valoración estética de esta música no puede quedarse en el preciosismo de su Adagio. Como entendió inmediatamente Poulenc, es una obra maestra desde la primera nota a la última. Y vaya si lo es. El Concierto de Aranjuez es música para el futuro. Música creada por Rodrigo para un instrumento extraño que todavía no existía y que él se había imaginado expresándolo poéticamente así: "un instrumento fantasmagórico, gigantesco, multiforme, que idealiza la caliente fantasía de un Albéniz, un Granados, un Falla, un Turina; un instrumento que tendría alas de arpa, cola de piano y alma de guitarra". La evocación de este instrumento latente fue el reto de los guitarristas del siglo XX, porque el Concierto de Aranjuez, por más que lo intenten, no lo puede hacer sonar ni un arpa, ni una flauta, ni menos un piano; la música del Concierto de Aranjuez sólo se puede intuir desde la proximidad que proporciona la guitarra a aquel instrumento quimérico soñado por el compositor. Eso, en este mundo de pianistas, es otra de las cosas que nunca se le perdonarán a Rodrigo.

No valió como disculpa que la obra más trabajada, más lentamente compuesta y de mayor envergadura de su catálogo fuera precisamente el Concierto heroico (1942) para piano, una composición en cuatro movimientos que conmovería a cualquier filarmónico por su grandeza sin pompas. Frente al galicismo versallesco del concierto para guitarra, esta cenicienta del repertorio pianístico opone una seriedad granítica, escurialense, dentro de una forma plenamente germánica. El acierto del Concierto de Aranjuez no podía tener parangón ni, por tanto, perdón.

Pero lo que más sorprende -para quien tenga todavía sana la capacidad de sorprenderse- es que, aún hoy, resulte casi desconocida una obra como Ausencias de Dulcinea (1948), que es de lo más hermoso y, al tiempo, de lo más inteligente que se ha compuesto en España desde El retablo de Maese Pedro. Que el Concierto serenata (1952) para arpa, expresión artística de la experiencia como profesor universitario de Rodrigo, esté en la cuerda floja del repertorio. Que suene tan poco su música vocal, donde él apuntaba lo más querido de su obra. Que, en definitiva, estemos prescindiendo de tanta buena música. Y, sobre todo, que se enroquen en la ignorancia posiciones críticas o escépticas con respecto a la significación histórica de un músico como Joaquín Rodrigo, y que parezca que hay que pedir permiso para celebrar su centenario. Triunfador, irónico, arrogante, poderoso y genial. En definitiva, imperdonable, Rodrigo jamás lo hubiera hecho.