Alessandro Colonna y Asia Orlando, en un momento de 'Rasputín'. Foto: Jesús Vallinas

Alessandro Colonna y Asia Orlando, en un momento de 'Rasputín'. Foto: Jesús Vallinas

Danza

'Rasputín' en Madrid: cuando el frío trae fuego inesperado

Bajo la dirección de José Antonio Checa y la coreografía de Alessandro Alfonzetti, la historia del místico ruso cobró nueva vida en el Centro Cultural Antonio Machado.

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Madrid dio la bienvenida a Rasputín en una noche que parecía trasladada desde las estepas rusas. El frío no detuvo a un público deseoso de descubrir este nuevo montaje del JAC Ballet en el Centro Cultural Antonio Machado, donde la coreografía de Alessandro Alfonzetti, bajo la dirección artística de José Antonio Checa, ofreció una visión magnética y precisa del personaje más enigmático de la historia zarista.

Para comprender lo que allí ocurrió, es necesario mirar hacia sus raíces: la Escuela Profesional de Danza y Ballet, cantera de JAC Ballet, donde conviven jóvenes de doce nacionalidades. Ese cruce de mundos ya alimenta otras instituciones de excelencia en Europa. Los cimientos están sólidos. La semilla ya germina.

Checa es el artífice. Con la determinación de un nuevo Ullate y la impronta de la Academia Vaganova de San Petersburgo -la casa de Nureyev, Barýshnikov y Makárova- guía a sus bailarines desde una pedagogía que entiende la técnica no como adorno, y sí como principio ético. Quien lo ha visto formar sabe que en su escuela la precisión no se negocia y la entrega no se suplanta.

En una conversación, me lo resumió con claridad: “El clásico es imprescindible, la raíz de todas las danzas. Pero hay que acercarlo al público”.

En Rasputín, esa visión se vuelve cuerpo.

La obra es una sucesión de escenas trazadas con lógica interna y un sentido excelso de la belleza que se desliza sin ruido. Alfonzetti hila la biografía del místico -sus orígenes, su halo sobrenatural, su relación con los Romanov- con la tragedia de la hemofilia de Aleksej y el derrumbe histórico que enfrentaron bolcheviques y mencheviques.

Checa lo dijo sin rodeos: “Me pareció una idea fabulosa porque un personaje como él no tiene un ballet”. Y lo cierto es que la ausencia era evidente… hasta ahora.

Un momento de 'Rasputín'. Foto: Jesús Vallinas

Un momento de 'Rasputín'. Foto: Jesús Vallinas

La coreografía toma libertades, licencias históricas necesarias para respirar, y una dimensión mágica que intensifica el relato sin deformarlo. El resultado es un Rasputín elegante, oscuro cuando debe serlo y luminoso donde la leyenda necesita un respiro. Una obra que se atreve a imaginar lo que los documentos no cuentan.

Las escenas corales, de sorprendente exactitud para un estreno, muestran una compañía compacta y disciplinada. Desde el primer conjunto se percibe un engranaje afinado: entradas limpias, pasos precisos, transiciones que fluyen como un mismo cuerpo. No es habitual ver una sincronía así en una primera función, y menos en una obra que abarca lo íntimo y lo político.

Los solos y pas de deux elevan el nivel con lirismo y destreza. Allí emerge el talento individual, y los bailarines dominan el espacio con una madurez que supera su juventud.

Entre ellos, destaca Eric Soler como Aleksej. Su interpretación conmueve por la naturalidad con que pasa del júbilo infantil a la conciencia de su destino. Transmite fragilidad sin renunciar a la limpieza técnica: equilibrios sostenidos, líneas impecables y un fraseo corporal que cuenta más que cualquier palabra. El público lo reconoció en cada aparición.

Otro momento del espectáculo. Foto:  Jesús Vallinas

Otro momento del espectáculo. Foto: Jesús Vallinas

Otro momento alto llega con Alessandro Colonna en el papel de Vladimir. Imprime al personaje una energía intensa, casi volcánica. Sus elevaciones parecen desafiar la gravedad, y esos cambrés en arrière quedan grabados como un gesto de rebeldía coreográfica. Es un bailarín que ocupa el escenario y obliga a mirarlo.

De igual forma, Asia Orlando –como Irina-, une presencia escénica e inteligencia interpretativa. No fuerza la emoción: la respira. Su danza es nítida, expresiva, modulada con precisión.

Rasputín demuestra que para hacer buen ballet basta con bailar bien. No se necesita artificio, ni pantallas, ni acrobacias vacías. Sólo cuerpos que dicen la verdad. Aquí, la tecnología es el aire; la épica, la técnica; la narrativa, el movimiento. Nada más y nada menos.

Y está, además, la juventud. Checa lo anunció con orgullo: “Vais a ver jóvenes desde los 12 hasta los 20 años tratando de forjar su futuro”.

Un momento de 'Rasputín'. Foto: Jesús Vallinas

Un momento de 'Rasputín'. Foto: Jesús Vallinas

Lo que no dijo -quizá porque la modestia también es una forma de disciplina- es que estos jóvenes no sólo construyen un futuro: están creando presente. Un hoy y ahora que desarma prejuicios y demuestra que España puede formar bailarines al nivel de cualquier capital europea si se trabaja con exigencia, visión y verdad.

La ovación final celebró la obra y el proyecto que la posibilita. JAC Ballet, nacido sin el respaldo de una gran institución, empieza a consolidarse como una referencia. Crece sin prisa, sin ruido, pero con claridad. Madrid está siendo testigo.

La figura de Rasputín –en la piel de un elegante Miguel Macias- encontró en esta coreografía un espacio de humanidad: un hombre que cura, manipula, cree, seduce y cae. Un bailarín que escucha la historia desde dentro y la traduce al movimiento. Un cuerpo que avanza hacia su destino como quien camina hacia una llama que atrae y destruye.

Quizá esa sea la mejor metáfora para describir este estreno: un fuego encendido en mitad del hielo.

Rasputín llegó a Madrid, y vino para quedarse. No os lo perdáis.