Una imagen de 'El lago de los cisnes: la nueva generación', de Matthew Bourne

Una imagen de 'El lago de los cisnes: la nueva generación', de Matthew Bourne

Danza

El lago que se atrevió a volar: Matthew Bourne demuestra que un clásico puede renacer sin pedir permiso

El montaje estrenado en el Teatro Real no revisita, estalla. Un príncipe que huye de sí mismo, un cisne que desafía lo prohibido y una danza que rompe el silencio de toda una época.

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Treinta años de espera y, aun así, ha valido la pena.

El Teatro Real recibió por fin a Matthew Bourne y su versión de El lago de los cisnes, una obra que desafía la idea de que lo clásico pertenece al pasado. Su lectura, tan atrevida como acertada, demuestra que los grandes ballets pueden revivir sin perder la dignidad, siempre que quien los toque lo haga con respeto y conocimiento.

Bourne lo hace. Conoce el original hasta sus entrañas y lo re-imagina sin traicionarlo. Lo entiende, lo cuestiona, lo traslada a otro tiempo, a otra sensibilidad, a otro modo de mirar el amor y la identidad.

La historia sigue, casi intacta, su argumento esencial: un príncipe asfixiado por el protocolo y la soledad que encuentra en un cisne la encarnación de un deseo prohibido. Pero aquí el conflicto adquiere una capa nueva, más humana y cercana: la lucha interior de un hombre atrapado en una homosexualidad encubierta e incomprendida.

Bourne no lo enuncia, lo sugiere. Lo deja vibrar en los gestos, en los silencios, en el modo en que el príncipe mira al otro cuerpo y se reconoce. La escena en la que, al borde del suicidio, se encuentra con el ser alado es una de las más bellas del espectáculo. La línea entre lo real y lo onírico se disuelve. El amor aparece como revelación y condena.

El primer acto, que en la mayoría de las producciones clásicas se convierte en un trámite entre fastos y bostezos, aquí se transforma en un show ágil, vibrante, casi de Broadway. Bourne no teme al humor, y lo usa con inteligencia. El espectador ríe, se entretiene, y sin saberlo va siendo conducido hacia la profundidad.

Entre el bullicio del palacio moderno y los eventos sociales de altura, se filtran ya los indicios de lo que vendrá: un cuerpo que no encaja, un corazón que no soporta más el peso de la impostura. La coreografía introduce guiños al repertorio clásico, pero reconfigurados con ritmo teatral y precisión casi cinematográfica. Todo está medido. Nada sobra.

Escena de 'El lago de los cisnes: la nueva generación', en el Teatro Real. Foto: Javier del Real

Escena de 'El lago de los cisnes: la nueva generación', en el Teatro Real. Foto: Javier del Real

El segundo acto es el corazón de la obra. Cuando el telón revela a los cisnes, todos hombres, el aire del teatro cambia. La elección, revolucionaria en 1995 y todavía audaz hoy, cobra aquí una fuerza renovada.

Estos cisnes no son etéreos ni frágiles. Son territoriales, poderosos, casi salvajes. Su danza no es una caricia, es una defensa. Las alas se vuelven brazos musculosos, los graznidos, respiraciones guturales, y el grupo se comporta como una verdadera bandada: jerárquica, solidaria e incluso peligrosa.

La coreografía de Bourne captura con precisión zoológica el movimiento de las aves sin renunciar a la emoción humana. No hay idealización, hay realidad.

Y en medio de esa energía animal, ocurre el milagro: uno de los cisnes se rinde al amor. Frente al príncipe, su cuerpo se suaviza sin perder fuerza. La secuencia de su encuentro es, quizá, uno de los momentos más sublimes del ballet contemporáneo. No hay artimaña: solo dos seres que se reconocen y se aceptan en su diferencia.

Aquí la masculinidad no se anula, se redefine. Ambos —el humano y el cisne— se cortejan sin abandonar su esencia, entre grands jetés, ballons eternos, silencios suspendidos y miradas que tiemblan. Bourne revisita los pasos más conocidos de la versión clásica y los transforma en otra cosa: homenaje y reinvención a la vez. Cada salto es un recuerdo, cada extensión, una pregunta.

El tercer acto, situado nuevamente en palacio, es un estallido de virtuosismo y teatralidad. Durante el baile real, un extraño irrumpe en la fiesta. Es físicamente idéntico al cisne, y el príncipe lo confunde con aquel ser que le salvó la vida. Lo que sigue es una espiral de deseo, celos y locura.

El intruso se mueve con un magnetismo peligroso, alterando el orden de la corte y desatando una tormenta emocional que nadie puede contener. Las frases coreográficas de este acto alcanzan una perfección formal impresionante: la compañía despliega su dominio técnico y actoral con precisión. No hay un gesto fuera de lugar. La tensión crece hasta el estallido final.

Entonces llega la apoteosis: el último cuadro, la noche de los cisnes. Una escena que resume todo el espíritu de Bourne: dramatismo, belleza, ritmo y exactitud.

Un momento de 'El lago de los cisnes'. Foto: Javier del Real

Un momento de 'El lago de los cisnes'. Foto: Javier del Real

La sincronización del cuerpo de baile vuelve a ser impecable. Cada movimiento parece guiado por una respiración común. La formación clásica aflora, pero no como reliquia, sino como sostén de una idea viva. Es el clímax de una historia donde el amor se convierte en redención, aunque llegue demasiado tarde.

El cuerpo de baile de New Adventures es una máquina perfecta. Su engranaje es milimétrico y su energía contagiosa. Pero lo que distingue a esta compañía es la técnica y su capacidad para narrar. Los bailarines de carácter —aquellos cuya función principal es actuar más que danzar— son esenciales en esta narrativa. Destaca Bryony Wood, en el papel de la supuesta novia del príncipe: logra transmitir, sin palabras, la fragilidad de quien intuye que algo se le escapa sin comprender qué. Su mirada resume la incomodidad de un mundo que no tolera lo distinto.

En el centro de todo, dos intérpretes que sostienen la historia con una solidez deslumbrante: Jackson Fisch, el cisne, y Stephen Murray, el príncipe. Fisch ofrece un cisne de fuerza contenida, sensual sin exhibición, animal sin brutalidad. Su cuerpo parece diseñado para flotar entre la tensión y la entrega. Murray, por su parte, compone un príncipe vulnerable y contenido, atrapado entre la norma y el deseo. Su evolución, desde la rigidez hasta la desesperación final, es una clase de interpretación. Ambos construyen una relación que trasciende el gesto y se convierte en verdad escénica.

La coreografía es, sin duda, el centro gravitatorio del espectáculo. Pero Bourne sabe que la danza no existe aislada: depende de todo lo que la rodea. La escenografía nos sitúa en un reino contemporáneo, mezcla de cuento y tabloide; la iluminación traza con precisión los estados emocionales; el vestuario mezcla glamour y melancolía; el sonido, minuciosamente trabajado, convierte la música de Tchaikovsky en un tejido dramático que respira con los intérpretes.

'El lago de los cisnes' en el Teatro Real. Foto: Javier del Real

'El lago de los cisnes' en el Teatro Real. Foto: Javier del Real

Nada está al azar. Todo contribuye a ese universo en el que la belleza convive con el dolor, y el mito con la intimidad.

El público del Teatro Real respondió con ovaciones que parecían contener tres décadas de espera. Porque sí, han tardado en venir a Madrid, pero ha merecido la pena.

La compañía New Adventures demuestra por qué su nombre es más que una etiqueta: es una declaración. Son nuevas aventuras, mas construidas sobre el conocimiento profundo del repertorio clásico. Y aunque en la memoria de muchos aún flote el recuerdo de Adam Cooper, aquel cisne original que en los noventa redefinió el imaginario del ballet masculino, esta nueva generación sigue su estela con solvencia, frescura y respeto.

El lago de los cisnes de Matthew Bourne no envejece porque habla de lo que no pasa: la necesidad de amar sin miedo, de romper los moldes, de ser uno mismo, aunque el mundo no entienda. Cada función es una afirmación: la danza puede evolucionar sin perder su raíz, los cisnes pueden ser hombres, y que el amor —ese lago interminable— siempre encuentra su reflejo.

No es únicamente un ballet. Es un acto de libertad. Y por eso, queridos lectores, no podéis no verlo.

El lago de los cisnes: la nueva generación

Teatro Real. Hasta el 22 de noviembre

Música: Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893)
Dirección y coreografía: Matthew Bourne
Escenografía y vestuario: Lez Brotherston
Iluminación: Paule Constable
Sonido: Ken Hampton
Vídeo y proyecciones: Duncan McLean
Director artístico adjunto: Etta Murfitt
Director residente adjunto: Neil Westmoreland