Eva Yerbabuena en Matadero. Foto: Laura León / Archivo fotográfico La Bienal de Flamenco.

Eva Yerbabuena en Matadero. Foto: Laura León / Archivo fotográfico La Bienal de Flamenco.

Danza

Noche de arte total en el Centro Danza Matadero: Eva Yerbabuena conquista sin concesiones

La bailaora, coreógrafa y directora ha presentado en Madrid el espectáculo 'Yerbagüena (oscuro brillante)', un trabajo medido, equilibrado y con momentos de intensidad notable.

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La noche comenzó con un silencio tenso, de esos que se sienten más que se escuchan. El público esperaba y lo hacía con atención, como si la cita se tratara de algo más que una función. Y lo era.

Eva Yerbabuena regresaba con un espectáculo –Yerbagüena (oscuro brillante)—en el que volvía a asumir todas sus facetas: bailaora, coreógrafa y directora. El reto no era menor, y el resultado se sostuvo con firmeza de principio a fin.

Lo primero que destacó fue el equilibrio general de la propuesta. La voz y la música en directo no se limitaron a acompañar, entre ellas construyeron un diálogo sólido con la danza.

No hubo jerarquías impuestas. Cada cante tuvo su espacio y cada instrumento ocupó el lugar que le correspondía, como parte de un engranaje bien medido. Se trató de una construcción coral en la que el cuerpo de Yerbabuena era un elemento más, aunque central, en un discurso compartido.

El taconeo, inconfundible marca de la bailaora, dominó la velada. Preciso, firme, a ratos demoledor, fue el eje desde el que se desplegaron los distintos cuadros.

No se trató de un alarde técnico aislado, diría que fue un lenguaje en sí mismo. Cada golpe sobre la madera parecía escrito con la misma claridad que una partitura. Allí donde otros buscan impacto, Yerbabuena buscó discurso.

Como coreógrafa, volvió a mostrar un manejo correcto del espacio. Nada sobraba. Los desplazamientos tenían una lógica interna que evitaba la dispersión.

Los músicos –Daniel Suárez y José Manuel Ramos— y cantaores –Miguel Ortega, Segundo Falcón y Ezequiel Montoya— no estaban como fondo, sino integrados en una puesta en escena que jugaba con la frontalidad y la cercanía. Esa capacidad para organizar el escenario en capas es quizá una de las señas más claras de su trabajo como directora.

Sin embargo, en un espectáculo tan sólido siempre queda margen para la observación crítica. Aquí conviene señalar la expresividad de los brazos. Frente a la fuerza de sus piernas, que no admiten discusión, los brazos a veces parecieron quedar en segundo plano.

No se trata de falta de técnica, diría que es cuestión de contraste: el zapateado imponía un nivel tan alto que los movimientos superiores, en determinados instantes, no alcanzaron esa misma intensidad.

Tal vez sea un detalle menor dentro del conjunto, pero la comparación inevitable entre piernas y brazos abrió una grieta pequeña en un trabajo por lo demás contundente.

El público respondió sin reservas. Desde el primer instante hubo conexión total. Los silencios fueron seguidos con atención y cada arranque fue celebrado con energía.

No hubo distancia entre escenario y butacas: lo que ocurrió arriba tuvo reflejo inmediato abajo. Al final, la sala entera se puso de pie en un aplauso rotundo que no dejó lugar a dudas sobre la recepción. La entrega fue compartida y total.

La propuesta confirma algo esencial: Yerbabuena no se limita a bailar. Construye espectáculos en los que su cuerpo es punto de partida, pero no destino único.

Eva Yerbabuena en Matadero. Foto: Laura León / Archivo fotográfico La Bienal de Flamenco.

Eva Yerbabuena en Matadero. Foto: Laura León / Archivo fotográfico La Bienal de Flamenco.

Su visión es la de alguien que entiende el flamenco como una arquitectura de múltiples niveles. La voz, el cante, la guitarra, la percusión y el baile se colocan en un mismo plano de relevancia, y ella organiza el conjunto con precisión.

Esa capacidad de mantener el equilibrio entre disciplinas es lo que hace que cada pieza no sea repetición, sino evolución. No se trata de buscar innovación forzada ni ruptura gratuita, es trabajar sobre un lenguaje propio que, aunque asentado, no deja de moverse.

Yerbabuena lo sabe y lo aplica con rigor: cada función es una demostración de que tradición y contemporaneidad no se contradicen si se entienden como parte de un mismo continuo.

La velada dejó claro que la bailaora sigue en plena forma. Su taconeo es, todavía hoy, un arma expresiva de primer orden.

Su dirección escénica, un marco que da coherencia a todo lo que ocurre en escena. Y su coreografía, una herramienta que organiza el caos aparente en un discurso nítido.

Madrid, que tantas veces la ha visto, volvió a rendirse esta vez en el Centro Danza Matadero. Y no creo que haya sido por costumbre ni por nostalgia, sino porque la propuesta tuvo la fuerza suficiente para sostenerse sin necesidad de concesiones.

El espectáculo –alejado de la complacencia— es un trabajo medido, equilibrado y con momentos de intensidad notable.

La noche terminó, como ya dije, con un aplauso de pie. Allí, en medio de ese ruido colectivo, quedó la certeza de que, una vez más, Eva Yerbabuena había cumplido.