Image: López Cobos, la batuta vital y transparente

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Escenarios

López Cobos, la batuta vital y transparente

El maestro zamorano conjugó la autoridad, la profundidad y la flluidez sobre el podio y protagonizó diversos hitos internacionales de nuestra música

2 marzo, 2018 01:00

Jesús López Cobos. Foto: Javi Martínez

- Muere el director de orquesta Jesús López Cobos a los 78 años

Se le veía despuntar. Aquel joven zamorano nacido en Toro en 1940, con estudios de filosofía, recién llegado a Madrid, vio que la música era su futuro y puso manos a la obra. Estudió en Italia con Franco Ferrara y en Viena con Hans Swarowski, dos grandes maestros, cada uno en su estilo, cuyas enseñanzas digirió y adaptó a sus necesidades expresivas. Su paso por la Coral Santo Tomás de Aquino había sido determinante para ir fraguándose entre corcheas. Ya era una figura de la dirección cuando la Orquesta Nacional lo llamó para sustituir a Ros Marbá, sustituto a su vez de Frühbeck de Burgos. Las relaciones con el conjunto madrileño no fueron siempre tranquilas, pese a los buenos augurios y la entente forjada desde el momento en el que el maestro se situó en el podio. Recordemos que fue él quien inauguró el Auditorio Nacional en 1988 con La Atlántida de Falla.

La carrera internacional del director se mantuvo firme hasta su reciente desaparición. Estuvo al frente también de la Orquesta de Cámara de Lausanne, de la Sinfónica de Cinicinnati, de la Ópera Alemana de Berlín -donde le escuchamos una magnífica Lulú de Berg- y, entre 2003 y 2010, titular del Teatro Real de Madrid en una brillante etapa en la que colaboró con Antonio Moral. En ese foso tuvimos amplia oportunidad de verlo y apreciar sus ya muy desarrolladas virtudes que conocíamos de antiguo y que pudimos detectar, por ejemplo, en su primera colaboración con la Orquesta de la RTVE, que nos dio ocasión de escuchar una sorprendente Sinfonía n° 8 de Bruckner. Luego, al frente de distintas formaciones españolas y extranjeras, segimos su ascendente trayectoria. Recordable fue asimismo una formidable Sinfonía n° 7 de Dvorák con la Filarmónica de Londres en el escenario del Real, antes de que se reconvirtiera en sala de ópera.

Apreciábamos en el extinto director cualidades muy importantes y definitorias de un estilo, como la capacidad para calibrar los timbres, la naturalidad para cantar, el transparente lirismo y la vitalidad y sutileza rítmicas; la habilidad para controlar tempo y dinámica. Tenía una admirable economía de movimientos. Había siempre en sus modos fluidez y sabía otorgar una especial animación a los puntos álgidos de cualquier música eliminando todo asomo de grandilocuencia. Sabía igualmente organizar con transparencia los grandes concertati verdianos, así el Auto de fe de Don Carlo, o el cierre del segundo acto de Macbeth. En la memoria guardamos también, como uno de los hitos del Real, aquellos ya históricos y memorables Diálogos de carmelitas de Poulenc en la producción de Carsen. Se criticaba a veces en él una cierta falta de apasionamiento, de arrebato, algo que, aun reconociéndolo, no mermaba la justeza de sus acercamientos, en todo momento severos y sustanciosos, a cualquier pentagrama. Como los beethovenianos, servidos muy honrosamente en aquella maratoniana sesión del CNDM de junio de 2013: las nueve Sinfonías del genio de Bonn con cuatro orquestas madrileñas. Versiones equilibradas, justas de tempi, claras y apolíneas.

Echaremos de menos, qué duda cabe, el gesto diáfano, mesurado, provisto de un didáctico vaivén que cubría todos los puntos y establecía de manera transparente los tiempos, del maestro que ahora nos ha dejado en Berlín víctima de un maldito cáncer.