Caleb Landry Jones, caracterizado como Drácula
'Drácula', de Luc Besson: amor al tercer mordisco en una farsa brillante, lujosa y lujuriosa
El director francés lleva al personaje de Bram Stoker a París en una gozosa y superior euroantítesis del soporífero y ridículo 'Nosferatu' de Robert Eggers.
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El primer Drácula enamorado de la pantalla se lo debemos al dúo compuesto por Dan Curtis, director, y a Richard Matheson, guionista, y a su telefilme de lujo Drácula (1973), donde Jack Palance encarnaba a un conde vampiro por vez primera identificado con Vlad el Empalador, que reencontraba su amor perdido 400 años antes en la forma de la predestinada Lucy Westenra.
Dejando de lado romances draculianos tan peculiares como El gran amor del conde Drácula (Javier Aguirre, 1973), con Paul Naschy cambiando su piel de licántropo por la capa de vampiro locamente enamorado de una de sus víctimas —¡hasta llegar al suicidio!—, o el Drácula (1979) de John Badham, entre un Langella galán de discoteca, las portadas de Arlequín y el feminismo desatado, no cabe duda de que fue el Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) el que llevó el pathos de la reencarnación del amor perdido del conde transilvano al paroxismo romántico, dejándolo impreso para siempre en el personaje y el imaginario colectivo.
Tras el espectacular filme de Coppola —y desastres como la ridícula Drácula 3D (2012) del otrora brillante Dario Argento—, parecía improbable, si no imposible, superar esta fiel y al tiempo más infiel que ninguna adaptación del clásico de Stoker. Especialmente en sus aspectos más emo y pasionales.
Pero si Coppola repetía y expandía el esquema romántico apenas apuntado por Curtis y Matheson convirtiéndolo en tragedia, no quedaba otra que dar un tercer mordisco a la historia y transformarla, siguiendo la máxima marxista, en farsa. Pero una farsa brillante, lujosa y lujuriosa. Delirante, excéntrica, sublime y glamurosa. Y eso es, precisamente, Drácula, del incombustible Luc Besson (París, 1959).
Llevando el personaje de Stoker a París, ciudad del amor, en una Francia llena de color, en los fastos de la belle époque, Besson construye (o deconstruye) una sofisticada perversión del mito a mayor gloria del siempre inquietante Caleb Landry Jones, que se articula como palimpsesto del filme de Coppola, reconvirtiéndolo en bande dessinée, entre Tardi y Druillet; explorando y explotando influencias barrocas y extravagantes que van de Ken Russell a la saga de Subspecies (1991), de El perfume (2006) —película y novela— y los feéricos filmes de Cocteau y Jacques Demy, pasando por el puro vodevil y Los inmortales (1986) de Mulcahy, hasta los cartoons de la Warner (ese loco momento en que un cartel señala la frontera entre Francia y Rumanía).
Su clave está, por supuesto, en el humor, el glamur y el romanticismo bessonianos, siempre inseparables. Si estamos ante una paráfrasis del Drácula de Coppola, se trata también y sobre todo de una gozosa, superior y encantadoramente euroantítesis del pedantesco, soporífero y ridículo Nosferatu (2024) de Eggers.
En definitiva: un Drácula según Besson que muerde siempre con pasión… pero también con sonrisa cómplice, ingenio y diversión.
Drácula
Dirección y guion: Luc Besson.
Intérpretes: Caleb Landry Jones, Christoph Waltz, Zoë Bleu, Matilda de Angelis, Ewens Abid
Año: 2025.
Estreno: 21 de noviembre