Fotograma de 'The Roses'.

Fotograma de 'The Roses'.

Cine

'Los Rose': 'remake' del clásico en clave "teatro victoriano" con más ruido que nueces

Olivia Colman y Benedict Cumberbatch reviven la batalla de un matrimonio en proceso de divorcio por la propiedad de la casa en una película excesivamente burguesa.

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En 1989, La guerra de los Rose (se pierde un poco la ironía de la “guerra de las rosas”) fue un enorme éxito comercial. Dirigida y narrada por Danny DeVito en la piel de un despiadado abogado, contaba la destrucción mutua de un matrimonio burgués formado por Michael Douglas y Kathleen Turner.

En España, el divorcio se había aprobado tan solo ocho años antes, en 1981. En Estados Unidos, en 1969 se instauró el no-fault divorce (“divorcio sin culpa”), lo que hizo que la tasa de rupturas matrimoniales se doblara, pasando de uno de cada cuatro a uno de cada dos. Ese boom del divorcio, por tanto, se vivió con especial intensidad en nuestro país pero era un fenómeno mundial de la sociedad pos-68.

En La guerra de los Rose, DeVito interpretaba a un abogado, si no cínico al menos sarcástico, que aconsejaba a su cliente firmar un contrato prematrimonial para que, en caso de que la cosa se torciera, no acabaran a tiros como los protagonistas.

Entonces, el drama estallaba porque la esposa, harta de ser una ama de casa rica y aburrida, quería “hacer algo más en la vida”. En un mundo más machista, la película representaba también la conciencia creciente de la mujer sobre sus derechos tras años encadenada al hombre.

Se supone que Los Rose es un remake, y en parte lo es, pero en gran parte no. Quizá por desgracia, porque la película original era mucho más divertida. Entre otras cosas, porque esta nueva versión se viste de transgresora y resulta más burguesa que pedir un latte de avena en un bar de viejo.

Detrás de la cámara, un distinguido veterano de Hollywood como Jay Roach (Albuquerque, 1957), director de la trilogía de Austin Powers y gran triunfador con Los padres de ella y su secuela Los padres de él. Protagonizada por Olivia Colman y Benedict Cumberbatch, actores de prestigio y fama mundial, su talento no basta para sostener un guion que se alarga como un chicle en situaciones repetitivas y carece de la capacidad subversiva e irónica del original.

Si DeVito nos mostraba sobre todo el final del matrimonio y su despiadada lucha por la casa, aquí la historia se centra en el principio y en el largo período de crisis matrimonial. De esta manera, la batalla campal llega muy al final y con bastante suavidad. Ingleses emigrados a Estados Unidos, los nuevos Rose le dan la vuelta al original: es ella quien triunfa como cocinera y empresaria de restaurantes, mientras él, arquitecto, ve arruinada su carrera tras el derrumbe de un edificio y se lamenta por su caída en desgracia.

Con el paso de los años, acaba convertido en “amo de casa frustrado” que se dedica a preparar batidos de vitaminas a sus hijos como si entrenara para las Olimpiadas, mientras ella sigue conquistando el mundo. Del retrato de la mujer negada por el patriarcado al del hombre herido en su orgullo por no ser el cabeza de familia.

En una California de postal, Colman y Cumberbatch se lucen por su ingenio y se pasan la película intercambiando pullas de tono cafre. La propuesta busca rendir homenaje al teatro victoriano (O’Neill, Wilde), con diálogos plagados de wit que forman parte de la identidad cultural británica.

Los Rose, además de divertidos e hirientes, son ricos pero cool. Ella fuma marihuana en la terraza por las noches y, si sorprenden a unos empleados haciendo el amor en horas de trabajo, miran a otro lado. Se supone que representan a la nueva clase liberal ilustrada, que ya está de vuelta de todo y se ríe hasta de su propia madre.

La película termina convirtiéndose en una sucesión de escenas en las que los actores encadenan ingeniosidades sin mucho sentido, mientras la degradación del matrimonio resulta hueca y poco interesante en su retrato de ese “macho herido” que nunca se entiende por qué se queja tanto ni por qué no hace nada.