Marcello Mastroianni, 100 años del actor que lideró el salto del cine italiano a la popularidad mundial
La extensísima filmografía del intérprete, un hombre tímido y afable que negó su presunta condición de 'latin lover', es irresumible.
28 septiembre, 2024 01:59El 19 de diciembre de 1996, el día en que murió Marcello Mastroianni en París, con 72 años, de cáncer de páncreas, el ayuntamiento romano cortó el agua y la luz de la Fontana di Trevi. Con ese homenaje se evocaba la escena en la que el actor se bañó en la fuente barroca con Anita Ekberg en La dolce vita.
Quedaban atrás seis décadas de trabajo y alrededor de 150 películas, en las que Mastroianni –nacido en Fontana Liri, en el Lacio– fue el rostro más conocido de la “comedia a la italiana”, aunque también interpretó dramas y grandes obras del cine de autor.
Sus compañeros fueron Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Alberto Sordi y Nino Manfredi. Ellas fueron Sophia Loren, Claudia Cardinale, Mónica Vitti, Gina Lollobrigida y Silvana Mangano. Citando estos nombres, aparte de sentir un espasmo de emoción y agradecimiento, se comprende cómo el cine italiano tuvo, entre los años 50 y 70, una industria sólida y una popularidad mundial. Con Mastroianni y Sophia Loren a la cabeza de los actores, fue derivando del neorrealismo a una comedia costumbrista, a veces ácida, patética y crítica.
Delineante y aspirante a arquitecto, hijo de un carpintero, su aparente facilidad para desenvolverse ante la cámara hace olvidar sus años de formación en el teatro. Cuando Joaquín Soler Serrano, en A fondo (TVE, 1978), le preguntó qué directores habían sido decisivos en su carrera, citó a dos: Luchino Visconti y Federico Fellini.
Visconti lo fichó con 25 años, en 1949, para su compañía teatral. Mastroianni creció interpretando piezas de Shakespeare, Williams, Goldoni, Chéjov y Miller. Después Visconti lo eligió para encarnar al solitario sin amor de Noches blancas (1957), sobre la novela de Dostoievski, y al apático indiferente Mersault de El extranjero (1967), según novela de Camus.
Muy lejos de esos registros introspectivos, su papel determinante en los años 50 fue el del pringadísimo ladrón Tiberio Rossi en una comedia coral posneorrealista de “atracos a la italiana”: Rufufú (1958), de Mario Monicelli, otro de los directores clave en su trayectoria. Pensemos en el obrero activista de Los compañeros (1963).
Pero hubo dos dobles detonadores, de muy distinto calado, que propulsaron a Mastroianni en Italia y fuera de ella en la primera mitad de los 60. Al margen del neorrealismo ortodoxo y del costumbrismo, dentro de la imaginería onírica patentada por un autor irrepetible, el cronista de sociedad de La dolce vita (1960) y el director de cine en crisis de Ocho y medio (1963) le insuflaron a Mastroianni todo el prestigio artístico de Fellini.
La primera fue Palma de Oro de Cannes; la segunda, Oscar a la mejor película extranjera. Mastroianni nunca mostró disposición a jugar sus bazas en el cine americano. Con Fellini haría cuatro películas más: dos apariciones interpretándose a sí mismo en Roma (1972) y Entrevista (1987) y los dos protagonistas de La ciudad de las mujeres (1980) y Ginger y Fred (1986), donde su viejo bailarín desprendía ya un aroma crepuscular.
Si esas dos primeras películas con Fellini confirieron a Mastroianni el estatuto de actor idóneo para el cine de autor –operación reforzada con el escritor aburrido de su pareja que hizo en La noche (1962), de Michelangelo Antonioni–, otras dos películas le dieron en esos años, en una línea muy diferente, el liderazgo entre el público como actor de comedia.
Fue con Vittorio de Sica, maestro del neorrealismo que también había evolucionado, a diferencia de Visconti, hacia la comedia: tras el humor negro de la prologal Divorcio a la italiana (Pietro Germi, 1962) –donde fue un barón siciliano adúltero y homicida y por la que obtuvo la primera de sus tres nominaciones al Oscar–, Mastroianni conquistó a millones de espectadores con sus tres personajes de Ayer, hoy y mañana (1963) –la película ganó el Oscar– y con el sinvergüenza burgués de Matrimonio a la italiana (1964), nominada a la estatuilla. Su antagonista en ambas fue Sophia Loren.
De Sica, a quien el actor consideraba una especie de tío y a quien siempre trató de usted, fue el tercer hombre más decisivo en la carrera del actor y el máximo responsable del arrollador éxito de la pareja formada por Mastroianni y Loren, que hicieron juntos doce películas en veinte años. El trébol de Mastroianni-Loren-De Sica se completó con Los girasoles (1970), comedia que deriva al drama romántico ambientado en la II Guerra Mundial.
Casado en 1950 con la actriz Flora Carabella, madre de su hija Bárbara, Mastroianni nunca se divorció de su mujer, con la que mantuvo un trato cariñoso hasta el final, pero tuvo muy publicitadas relaciones sentimentales (Anouk Aimée, Faye Dunaway…), la más importante y duradera, a comienzos de los 70, con Catherine Deneuve, madre de su otra hija, Chiara Mastroianni. Los veinte últimos años de su vida vivió con la directora Anna Maria Tatò.
La leyenda dice que Sophia y Marcello nunca tuvieron un affaire amoroso. El público creyó lo contrario, tal era su química. El actor contó que, cuando se estrenaba una película suya con otra actriz, su madre, muy alarmada, le telefoneaba: “¿Qué pasa, Marcello, no habrás reñido con Sophia?”.
Sophia, como madre fascista de una familia numerosa, y él, como periodista homosexual asustado y marginado, hicieron una gran penúltima película juntos, el drama Una jornada particular (1977), de Ettore Scola, otro de sus directores imprescindibles. Con el ganó –El demonio de los celos, 1970– su primer premio de interpretación en Cannes. Y no habrá que olvidar a Marco Ferreri: recuérdese el escándalo de la escatológica y nihilista La grande bouffe (1973).
En sus optimistas memorias, Sí, ya me acuerdo… (Plataforma Editorial), en las que confesó ser afortunado y dio gracias a la vida y al cine, Mastroianni negó su presunta condición de latin lover. Exagerando la nota, le dijo a Soler Serrano: “¡Pero si yo siempre hago de impotente!”, recordando así su exitoso papel en El bello Antonio (Mauro Bolognini, 1960).
Hermano menor del destacado montador Ruggero Mastroianni, la extensísima filmografía del actor, un hombre tímido y afable, es irresumible. Quedan fuera de este enfoque las películas que hizo con muchos de los más interesantes cineastas de su tiempo: Blasetti, Petri, Zurlini, Lizzani, Boorman, Risi, Polanski, Demy, Malle, Dassin, los Taviani, Comencini, Cavani, Wertmuller, Bellocchio, Angelopoulos, Altman, Varda, Oliveira…
Su película testamentaria fue, a mi juicio, la chejoviana Ojos negros (Nikita Mijalkov, 1987) –aquí, una lágrima–, su segundo premio de interpretación en Cannes, que volvió a reunirle con Silvana Mangano, uno de sus primeros amores.