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Cine

La maternidad según Naomi Kawase

La japonesa regresa con 'Madres verdaderas', en la que aborda la historia de las madres de Asako, una adoptiva y otra biológica, con mirada profundamente humanista

6 agosto, 2021 09:15

Naomi Kawase ha contribuido con sus poéticas y preciosistas películas a situar la cinematografía japonesa entre las más sugerentes del cine de autor contemporáneo, sumando su trabajo al de directores como Hirokazu Kore-eda, Nobuhiro Suwa o Sion Sono. La cineasta se dio a conocer hace casi un cuarto de siglo en Cannes ganando la Cámara de Oro –que premia a los directores noveles– con Suzaku (1997), en laque ya establecía sus intereses en torno al mundo rural y la familia, siempre atenta a las posibilidades líricas que ofrece la naturaleza como metáfora del mundo interior y de los sentimientos de los personajes.

El espaldarazo definitivo de prestigio lo consiguió con el sensorial e intenso relato sobre el duelo y la muerte de El bosque de luto (2007), que recibió el Gran Premio del Jurado en el mismo festival, y el éxito de público le llegaría con Una pastelería en Tokio (2015), un filme más accesible que, sin embargo, no renunciaba a su universo de contemplación y silencios. En cualquier caso, cada uno de sus trabajos, también sus documentales y diarios fílmicos, levanta expectación entre la cinefilia más exigente. En Madres verdaderas, que recibió el sello de Cannes en 2020 y se proyectó en la sección oficial de San Sebastián –sus dos festivales fetiche–, Kawase recupera el pulso parcialmente perdido en Viaje a Nara (2018), que era un trabajo más tedioso y desvaído de lo que suele ser habitual en su universo creativo.

Esta nueva película, que se estrena el 6 de agosto, pese al excesivo minutaje de 139 minutos, consigue situarse entre lo mejor de su filmografía gracias en gran medida a apostar por una narrativa más clásica y a limitar algunos de sus tics más melodramáticos, así como a acotar el puro esteticismo visual a momentos muy puntuales. Eso sí, seguirán presentes los planos de árboles agitados por el viento y los sublimes atardeceres con el sol cayendo sobre el mar, algo que emparenta su cine con maestros de otras latitudes como Terrence Malick.

No es la primera vez que Kawase habla de la maternidad, ya que ha abordado este tema en trabajos de no ficción como Tarachime (2006), en el que filmaba el nacimiento de su propia hija Mitsuki, o Genpin (2010). Y no es una materia sencilla para la directora, ya que ella misma fue abandonada por sus padres durante su infancia y posteriormente criada por una tía abuela, que la adoptó. Son innegables los paralelismos entre este episodio personal y la trama de su nueva película, que sin embargo parte de una novela de Mizuki Tsujimura. En cualquier caso, hasta partiendo de materiales ajenos, el cine de la autora de Aguas tranquilas (2014) parece una continua indagación en sí misma, un ejercicio de autodescubrimiento compartido con el espectador.

Con una narrativa fracturada a base de continuos flashbacks, Kawase nos cuenta la historia de dos mujeres. A la primera, Satako (Hiromi Nagasaku), la conocemos cuando tiene un embarazoso enfrentamiento con la madre de un compañero de la clase de su hijo de cinco años Asako (un hilo narrativo que parece principal en los primeros compases, pero que se trunca sin más). A partir de ahí saltamos varios años hacia atrás en el tiempo para descubrir que el niño fue adoptado tras el calvario que sufrieron Satako y su marido por las dificultades de él para engendrar descendencia.

La otra mujer protagonista, que aparece en pantalla cuando llevamos 40 minutos de metraje, es Hikari (Ayu Makita), la adolescente que tras quedarse embarazada de un compañero de clase, y ante el escarnio público que podría causar esto a su familia, se ve obligada a dar en adopción a su bebé. Aparecerá por casa de Satako para pedir que le devuelvan a su hijo, y volveremos a saltar en el tiempo para ver su traumático embarazo y su posterior y fallido reingreso en el núcleo familiar.

Un relato muy medido

La mirada de Kawase a sus protagonistas es profundamente humanista y todo en el relato está medido para no caer en sensacionalismos ni exacerbar la miserabilidad de según qué situaciones, aunque no por ello la película deja de apelar a las emociones más primarias, como denota el uso puntual de la música. Quizá tan solo se le puede achacar a Madres verdaderas el que la directora no acabe de encontrar una unidad de estilo entre sus partes, ya que a lo largo del filme –al que tampoco le hubieran ido mal 20 minutos menos– navegamos por las aguas del melodrama, del cine social, del docudrama e, incluso, del thriller. Esta indecisión formal, y que Kawase haga en el trasfondo una especie de crítica sobre la desigualdad social en Japón, convierten a la película en la menos personal de la filmografía de la directora. También en la más accesible para un público que no esté familiarizado con su cine.

En cualquier caso, es en el trabajo de las actrices, templado, delicado y sutil, y en la preciosa luz que captura la fotografía de Yûta Tsukinaga y Naoki Sakakibara (apenas hay secuencias nocturnas) donde el filme consigue encontrar el gancho que impide que decaiga el interés. Madres verdaderas quizá no es una obra maestra, pero resulta un trabajo empático y edificante, con un potente mensaje de solidaridad en clave femenina que estalla en un precioso final en el que todos los hilos acaban perfectamente anudados.