Hitchcock y Anthony Perkins durante el rodaje de ‘Psicosis’. Del libro ‘El universo de Alfred Hitchcock’ (Notorious)

Hitchcock y Anthony Perkins durante el rodaje de ‘Psicosis’. Del libro ‘El universo de Alfred Hitchcock’ (Notorious)

Cine

Hitchcock, el mago del suspense

Hijo cinematográfico de Cecil B. DeMille y de Fritz Lang, "el mago del suspense" ambicionaría el espectáculo tanto como la psicología detrás del crimen, de modo que sus 'thrillers' nunca tendrían solo una capa

27 abril, 2020 09:09

Cuando se cita al autor de Vértigo (1958), casi siempre se recogen sus palabras de la famosa entrevista de cincuenta horas que mantuvo con François Truffaut en 1965, si bien Alfred Hitchcock (Londres, 1899 – Los Ángeles, 1980) nunca dejó de reflexionar sobre el papel del cine en la sociedad y en las artes. Relata Charlotte Chandler en Solo es una película (2005), acaso la más reveladora de sus múltiples biografías, el encuentro que tuvo el orondo cineasta, allá por los años setenta, con el mítico director de la Cinemateca Francesa, Henri Langlois. Las citas aquí extraídas proceden de esa conversación.

“Las emociones son universales, y el arte es emoción. Por lo tanto, concebir y crear una película capaz de producir algún efecto en el público es, a mi juicio, la principal función del cine y mi mayor fuente de satisfacciones. De lo contrario, el cine no es más que un registro de acontecimientos”.

Las imágenes de nuestro mundo son inconcebibles sin ‘Los pájaros’. ¿De qué modo filmaría la pandemia mundial?

Hijo cinematográfico de Cecil B. DeMille y de Fritz Lang, aunque a este último nunca llegó a reconocerle como una influencia (sus motivos tendría), “el mago del suspense” ambicionaría el espectáculo tanto como la psicología detrás del crimen, de modo que sus thrillers nunca serían solo una cosa, nunca tendrían solo una capa. Si DeMille inventó Hollywood, Hitch lo reinventó. Si Lang esculpió el aura del director europeo, él lo encarnó. Fue el primer cineasta cuya figura no podía arrancarse de su obra. Luego vendrían Fellini, Kubrick, Almodóvar… “Hitchcock presenta…” se convirtió en un aval. El gran McGuffin siempre fue él mismo, prodigioso publicista, que se dejaba ver, fugazmente, en cada una de sus películas. También, no lo olvidemos, fue el primero en crear una serie televisiva de éxito, el primer showrunner.

Popular y vanguardista

Su comprensión del cine como un arte popular no le impidió forzar sus límites creativos, introducir vanguardia y experimentación, tanto en el plano narrativo como en el estético y tecnológico (cine sonoro, Technicolor, Vistavisión, estereoscopía, infografías…). El arte y la industria perfectamente hermanados. Una película como La soga se convierte así en un prodigio del suspense narrativo gracias al dispositivo de la filmación en falsa continuidad. Y, sin embargo, ese artista que congregó a todos los públicos, también fue a los campos de exterminio para registrarlos. La horrible experiencia le marcó para siempre. Como a Wilder, a Fuller o a Ford. Cuando marchó a los dominios de Selznick al inicio de la guerra, rodó diversas películas antinazis en una América que pretendía neutralidad en el conflicto que desgarraba Europa. Su cine era escapismo, sin duda, pero nunca dejó de hablar políticamente de su propio tiempo.

Todo se reduce a evitar el cliché. No se trata únicamente de lo que ya has hecho. Sino de lo que han hecho los demás y repetido hasta la saciedad. Y de veras lo lamento por los pobres cineastas que tendrán que trabajar en el futuro”.

¿Lamentarían Truffaut, Chabrol o Godard a los pobres críticos y escritores que tuvieran que volver a escribir sobre el genio que hizo Psicosis? Fue un momento que lo cambió casi todo en el arte más popular del
siglo XX. Acaso el más determinante en la historia del cine (y de la crítica), cuando unos jovencísimos cinéfilos convencieron al mundo de que el autor de Extraños en un tren (1951) y Con la muerte en los talones (1959) no era un simple realizador con éxito por su virtuosismo técnico, sino un demiurgo, un creador, un artista tan importante para el imaginario del siglo XX como Picasso o Freud. Al fin y al cabo, comprende a ambos.

Vemos hoy La flor de Mariano Llinás y comprendemos que su regreso a los clichés del cine de espías solo puede atenderse desde la nostalgia de un perfume hitchcockiano que nos enseñó a descifrar las historias de otro modo. Y así como las atmósferas inventadas por Hitchcock le sirven a un insaciable fabulador argentino, le son igualmente válidas a los thrillers de David Fincher, a las exploraciones metalingüísticas de Brian de Palma o Gus Van Sant, a la serie B de Jesús Franco, a las pesquisas del yo de Desplechin, a las perversiones de Chabrol, a las estructuras narrativas de Haneke, a una serie televisiva como Black Mirror o a un spot publicitario. De nuevo, Hitch siempre está ahí, ubicuo, impasible, vigilante.

“Mi mente funciona más como la de un bebé, que piensa en imágenes”. Y así quiere el cine de Hitchcock, puramente visual, que todos formemos recuerdos imborrables. Asociamos su cine a la imagen-trauma. Desde su primer éxito en el mudo británico, El enemigo de las rubias (qué apropiado para el cineasta que esculpió el arquetipo de la mujer rubia: Kim Novak, Tippi Hedren, Grace Kelly…), ya estaban cuajándose las formas hitchcockianas. Si bien fue él quien dirigió la primera película británica con sonido sincronizado, la gramática del cine silente nunca le abandonaría. Los actores eran formas más que personas. Espeleólogo de las perversiones del hombre moderno, en todo ello solo fue comparable a Buñuel –el crimen, el sexo, la comida, la represión…–, a quien quiso emular en su película más surreal: una comedia sobre un cadáver que no quiere ser enterrado. Como hoy, 40 años después de muerto, el suyo.

“En mi opinión, no hay mucha gente que quiera ver la realidad, ya sea en el cine o en el teatro. Solo debe parecer real, porque la realidad es algo que ninguno de nosotros puede soportar durante mucho tiempo. La realidad puede ser más terrible que cualquier cosa que pueda uno imaginar”.

Hitchcock sigue mostrando nuestras pulsiones más íntimas, penetrando en nuestro subconsciente

Con Los pájaros (1963), para muchos su última gran película, Hitchcock inventó el género de catástrofes, esas crónicas de apocalipsis que redefinieron el espectáculo cinematográfico y que se han convertido en el alimento del Hollywood del siglo XXI. De hecho, las imágenes de nuestro mundo, cuya naturaleza hoy se revuelve contra la humanidad como si quisiera castigarla, son inconcebibles sin pensar en esta película. ¿De qué modo filmaría el maestro del suspense la pandemia mundial? En verdad ya lo sabemos. El arte de Hitchcock siempre está ahí, a nuestro alrededor, sea en un objeto inanimado que encarna una idea profunda (una llave, una corbata, un baúl… ¿una mascarilla?), en los espacios vacíos que se llenan de misterio o en un virus invisible, en forma de pájaro, que surge de la nada para aniquilarnos.

Hitch sigue recordándonos quiénes somos y de dónde venimos. Sigue mostrando nuestras pulsiones de deseo y de terror más íntimas, penetrando en nuestro subconsciente para traerlo a la superficie y convertirlo en el espejo que nos devuelve una psique rasgada. Desde nuestras ventanas indiscretas, allí donde miremos, Hitch siempre está ahí.

@carlosreviriego