Image: Todd Haynes, uno y trino

Image: Todd Haynes, uno y trino

Cine

Todd Haynes, uno y trino

5 enero, 2018 01:00

Ben, Oakes Fegley (izquierda), y Rose, Millicent Simmonds, en El museo de las maravillas.

Vuelve el Todd Haynes más experimental con Wonderstruck. El museo de las maravillas, adaptación de una novela gráfica de Brian O. Selznick en la que incluye tres películas en una. Con Nueva York como centro de su desafío, esta aventura familiar de Haynes, rara avis en su filmografía, lleva ecos de Spielberg y Dickens.

¿Qué hacer después de Carol? ¿Cómo estar a la altura de una obra maestra? La misma pregunta también afloró con su anterior trabajo: ¿qué hacer después de I'm Not There? Todd Haynes ha venido demostrando con los años que, por muy ambicioso que sea, no hay proyecto que se le resista. Su talento siempre va por delante de su ambición. Con Wonderstruck. El museo de las maravillas, que se adscribe a lo que comúnmente se conoce como cine infantil o familiar, Haynes parece recular, pero solo para ponerse a prueba con un guión que, ciertamente, podría haber filmado otro director menos carismático y reconocible, pero que a la postre le sirve para desplegar una puesta en escena acaso más audaz y, si queremos, "experimental", que cualquiera de sus anteriores trabajos. La jugada consiste en tomar como base un relato para todas las edades, a partir de una novela gráfica de Brian O. Selznick (el mismo autor al que adaptó Martin Scorsese en La invención de Hugo, por algo será), y a partir de ahí encontrar el tapiz formal y las soluciones visuales que mejor se adapten a sus desafíos y su mirada, que de algún modo trasciendan las búsquedas de un guion escrito por el propio Selznick. Sesgada manifiestamente en varias partes, El museo de las maravillas se ofrece prácticamente cómo tres películas en una, con sus tres tonos diferenciados, como si fuera la función en tres actos de un prestidigitador que va sacando conejos de la chistera o ases de la manga.

La primera parte es una sinfonía urbana en Nueva York que fluye bajo la mutilada percepción de dos niños sordomudos. Uno en los años setenta, otra en los veinte del siglo pasado, y cuyos destinos en algún momento de la película confluirán para desactivar todos los misterios y secretos que guarda este drama aliado con la magia del cine. Mientras Ben (Oakes Fegley), en duelo por la pérdida de su madre, busca pistas sobre su identidad paterna; Rose (Millicent Simmonds), obsesionada con una estrella del cine mudo (Julianne Moore), trata de encontrar una figura materna. Dos outcast en la ciudad de los niños perdidos, separados por cincuenta años en el tiempo, cuyos itinerarios por la cartografía urbana filma Haynes desde el magnetismo musical que imprime a las imágenes la banda sonora de Carter Burwell, que bascula de la elegante orquestación a la cadencia funk, meciendo los silenciosos movimientos de las criaturas infantiles.

Hay una evidente fascinación en este primer tramo que rompe todas las reglas del género. No hay apenas información dramática, solo la necesidad de transmitir una sensación de extravío y descubrimiento, de generar una atmósfera y una puesta en escena acorde con el periodo histórico que filma y la experiencia sensitiva de los personajes. Acaso solo un cineasta como Haynes se atreve a hibridar en montaje paralelo las estéticas del cine mudo -en el viaje de Rose: sin diálogos, blanco y negro, extraños ángulos y emociones sin filtro- con la de los años setenta -el viaje de Ben: cámara en mano, colores saturados, efectos zoom, primeros planos y cortes bruscos- y salir indemne del tour de force. Estamos frente a una verdadera sinfonía, una carta de amor a Nueva York acaso tan hermosa como la que Woody Allen firmó en el prólogo de Manhattan… y más compleja también.

El segundo tramo se encierra en el Museo de Historia Natural de la metrópoli, destino de los itinerarios de Ben y Rose en su exploración por la ciudad. El primer momento que los une, aunque solo sea para el espectador, desprende un calor y un encantamiento especial, primero de los gestos de una película que en su tramo final se lanzará sin prejuicios a la fabricación de emociones edulcoradas, más propias de Spielberg (cuya sombra se va apropiando del filme) que de Haynes. Entre curiosidades y objetos del pasado, Ben encontrará las pistas y conexiones que puedan llevarle a resolver el misterio de su padre. Entendemos a partir de cierto punto que en el sustrato dickensiano del filme anida un relato de orfandades para construir un discurso sobre la preservación de las cosas y los recuerdos a lo largo del tiempo, y sobre todo de los mensajes que esos objetos guardan. No estamos, efectivamente, muy lejos del universo de Hugo.

En su tramo final, Haynes nos reserva la gran sorpresa. El relato se adentra en un diorama a gran escala de Nueva York en los años sesenta, cuyas figuras toman vida propia en viñetas artesanales que nos recuerdan tanto al artefacto construido por Rithy Panh en su relato autobiográfico La imagen perdida (2013) como a la colosal maqueta de la ciudad que tomaba el protagonismo de Synecdoche, New York (2008) en el infravalorado filme de Charlie Kaufman. No en vano, las poéticas de ambos trabajos, como también la de El museo de las maravillas, lidian con los mecanismos del relato para convertirse en verdaderos tributos a los procesos de autoría.

En apariencia, el último filme de Haynes no guarda mucha vinculación con el resto de su filmografía, más allá del imponderable de su cine según el cual las formas determinan los fondos de cada una de sus películas. En todo caso, esta "aventura familiar" no desentonaría junto al drama glam de Velvet Goldmine (1998), por ejemplo, en cómo desde la emoción más cruda ambas películas construyen una odisea sobre las procelosas búsquedas de la identidad y las pasiones que nos definen, y sobre todos los sacrificios que conlleva encontrar tu lugar en el mundo.

@carlosreviriego