
El matemático David Hilbert. Montaje: Rubén Vique
Me hubiera gustado ser David Hilbert, el matemático universal
El científico alemán fue un defensor de la interdisciplinaridad gracias a su método axiomático. Se mantuvo, además, al margen de los nacionalismos de la época que le tocó vivir.
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En alguna ocasión me ha dado por pensar qué científico me hubiera gustado ser. Una pregunta tonta, por supuesto, pero que, además de entretener, permite analizar a los científicos desde perspectivas diferentes a las habituales. Porque si de lo que se trata es de evaluar la obra científica, entonces pienso inmediatamente en Isaac Newton, Charles Darwin y Albert Einstein, para mí las tres grandes cimas de la creación científica.
Pero si se considera no solo la obra, sino también la personalidad y vida del científico, entonces mi valoración es diferente. No me resulta agradable Newton, hombre de compleja y difícil personalidad, extremadamente suspicaz y egoísta. Con Einstein no hubiera querido compartir su biografía, espejo de una época terrible, la de las dos guerras mundiales, el Holocausto y el inicio de la Guerra Fría, sin olvidar su complicada vida familiar. El caso de Darwin es más atractivo.
Nunca tuvo dificultades económicas; no necesitó estar sujeto a un empleo que le proporcionara un salario, pues su padre le dejó en buena situación económica, a la que añadió la de su esposa y prima, Emma, miembro de la famosa dinastía de ceramistas Wedgwood. Los cinco años que viajó alrededor del mundo embarcado en el famoso Beagle permiten pensar en él durante aquella época como una especie de Indiana Jones, en busca no del Santo Grial sino de los secretos de la existencia pasada sobre la Tierra.
Y, finalmente, pasó el resto de su vida asentado en una magnífica propiedad rodeado de una numerosa familia, desarrollando su imponente obra científica, situación empañada por una enfermedad persistente, tal vez contraída durante sus viajes por tierras americanas, y por su conflicto intelectual entre sus razonamientos y evidencias científicas y la presión religiosa que le rodeaba.
Un magnífico libro que acaba de publicarse, Caballeros, esto no es una casa de baños. Cómo un matemático cambió el siglo XX (Acantilado, 2025), de Georg von Wallwitz, me ha recordado otro científico cuya obra he admirado desde hace tiempo: la del matemático alemán David Hilbert (1862-1943).
Admiración que se vio estimulada cuando preparé un estudio introductorio para la edición en español de su trascendental libro, Fundamentos de la geometría, publicado en 1991 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (el original, en alemán, Grundlagen der Geometrie, se publicó en 1899, acompañando a las celebraciones de la inauguración del monumento que Gotinga dedicó a Gauss y Weber, como agradecimiento por su papel en el establecimiento en la ciudad de la primera línea telegráfica).
Fundamentos de geometría es representativo de una de las grandes aportaciones de Hilbert a la matemática: la búsqueda de la pureza y la abstracción; de la idea —en palabras de Von Wallwitz— de que “los problemas matemáticos debían resolverse mediante el análisis lógico, es decir, anteponiendo los sistemas abstractos a las construcciones concretas”.
"'Fundamentos de geometría' revela una de las grandes aportaciones de Hilbert a la matemática: la búsqueda de la pureza y la abstracción"
Un método —denominado “axiomático”— que, según una anécdota, Hilbert caracterizó en cierta ocasión con la frase: “Debe ser posible reemplazar en todas las sentencias matemáticas las palabras puntos, líneas rectas y planos, por mesas, sillas y jarras de cerveza”; esto es, utilizar las relaciones lógicas, abstractas, en la geometría que Euclides había construido tomando como modelo construcciones reales (triángulos, superficies, etc.).
Defensor como soy de la interdisciplinariedad, del “auxilio mutuo” entre diferentes ciencias, como instrumento para avanzar en el conocimiento de la realidad, que no conoce fronteras disciplinares, admiro también a Hilbert porque parte de su obra matemática encontró acomodo, con su participación, en algunas ramas de la física, en particular en la mecánica cuántica, de la mano de los denominados “espacios de Hilbert”, espacios de funciones de dimensión infinita.
De hecho, el propio Hilbert estuvo cerca de encontrar, antes que Einstein, las leyes del campo gravitacional de la teoría de la relatividad general; cerca, pero no tanto como señala Von Wallwitz, que ignora documentos que salieron a la luz hace años y que sitúan en su justa medida la contribución de Hilbert frente a la de Einstein.
La biografía profesional de Hilbert también me resulta atractiva (no así la personal, especialmente la familiar). Natural de Königsberg, la ciudad de Kant, se graduó y trabajó en su universidad hasta que en 1895 la Universidad de Gotinga le ofreció una cátedra. En la ciudad de Gauss, Hilbert estableció el que se convirtió en el mejor centro matemático del mundo, el Instituto Matemático, desposeyendo de su relevancia al Berlín de Kronecker y Weierstrass.
Von Wallwitz describe bien aquella Gotinga, que dos décadas después también llegó a ser uno de los centros seminales de la nueva mecánica cuántica. También narra uno de esos episodios de la historia de la ciencia al que muchos habríamos querido asistir: la conferencia que Hilbert pronunció el 8 de agosto de 1900 para clausurar el Congreso Internacional de Matemáticos que se celebró en París, acompañando la Exposición Universal que tuvo lugar allí y a los II Juegos Olímpicos de Verano.
Aquella conferencia marcó el inicio de una época de la matemática. Los 23 problemas matemáticos abiertos que Hilbert seleccionó allí —aunque no tuvo tiempo para enunciar más que diez, los restantes aparecieron en la versión impresa— tenían todos un marcado cariz axiomático, y centraron una buena parte de la investigación futura.
Al contrario que Einstein, Hilbert supo mantenerse bastante al margen de la Primera Guerra Mundial, no cayendo en el burdo nacionalismo de muchos de sus colegas compatriotas: rehusó firmar un infausto manifiesto, “Llamamiento al mundo civilizado”, al que se adhirieron 93 intelectuales alemanes —entre ellos Planck, Röntgen y Haber— que defendían las “razones” de Alemania para entrar en la guerra. No dejó por ello de estar comprometido con su patria.
Ejemplifica esto el orgullo con que encabezó la delegación de setenta y seis matemáticos germanos que asistió al Congreso Internacional de Matemáticos celebrado en 1928 en Bolonia, el primero al que se permitió que asistieran alemanes, marginados hasta entonces en la ciencia internacional por la responsabilidad de Alemania en la guerra.
Falleció antes de que finalizase la segunda de esas terribles confrontaciones, pero aun así pudo constatar cómo las políticas introducidas por Hitler, su perversa ideología, desmembraron el Instituto Matemático. Hermann Weyl, Richard Courant, Emmy Noether —una mujer en un mundo, científico, de hombres, a la que él había defendido: “Caballeros, esto no es una casa de baños”— emigraron a las, por entonces, más acogedoras tierras estadounidenses.