Activistas de Just Stop Oil durante la acción en la tumba de charles Darwin.

Activistas de Just Stop Oil durante la acción en la tumba de charles Darwin.

Entre dos aguas

¿Será la ciencia la que frene el cambio climático?

Ya que los acuerdos políticos no son fiables, no faltan quienes piensan que la solución para combatir el aumento de temperatura se encuentra en recurrir a la "ingeniería climática".

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El pasado lunes 13 de enero dos mujeres activistas del grupo Just Stop Oil (Abandonemos el petróleo) pintaron en la tumba de Charles Darwin, en la Abadía de Westminster de Londres, la frase: “1,5 is dead” (1,5 está muerto). Se referían, claro está, a la noticia recientemente publicada sobre el aumento de la temperatura global del planeta con respecto a los niveles preindustriales.

“Hemos superado el umbral de 1,5 grados que se suponía nos mantendrían seguros. Millones de personas están siendo desplazadas, California está ardiendo y tres cuartas partes de la vida salvaje han desaparecido desde la década de 1970”, dijo una de las activistas. No está claro que todas esas afirmaciones sean correctas, pero el hecho innegable es que permanecer por debajo del umbral de los 1,5 grados fue uno de los puntos establecidos en el Acuerdo de París de 2015, reunión promovida por la ONU.

Concretamente, el artículo 2.1 decía: “Este Acuerdo […] pretende fortalecer la respuesta global a la amenaza del cambio climático, en el contexto del desarrollo sostenible y los esfuerzos para erradicar la pobreza, incluyendo: (a) Mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2°C con respecto a los niveles preindustriales y proseguir los esfuerzos para limitar este aumento de la temperatura a 1,5° C con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo que ello reduciría considerablemente los riesgos y los efectos del cambio climático”. No solo no se ha cumplido este acuerdo, o, mejor dicho, deseo, sino que se ha alcanzado la tan temida cifra antes de lo previsto.

Recuerdo la tumba de Darwin que visité hace años: una sencilla losa, a la derecha del grandioso monumento que acompaña a la de Isaac Newton. (Este monumento, por cierto, no fue encargado, diseñado y pagado por la Corona o el Gobierno inglés, sino por John Conduitt, el marido de la sobrina de Newton, Catherine Barton, quien cuidó de él la mayor parte de los treinta últimos años de su vida, que pasó en Londres. Aprovechándose de su relación familiar con Newton, Conduitt sucedió a este en el muy lucrativo puesto de director, “Master”, del Mint, la Casa de la Moneda inglesa.)

Sobre lo que habría pensado Darwin del cambio climático, solo se puede especular, pero no es aventurado pensar que lo habría aborrecido, acaso no tanto por lo que pueda afectar a los humanos, una especie emparentada con el resto de la vida terrestre –él lo sabía mejor que nadie– sino por el deterioro de la naturaleza que implica.

Cuando ya anciano escribió sus memorias, recordó lo que había visto y admirado durante su famoso viaje de cinco años en el Beagle: “El esplendor de la vegetación de los trópicos se alza hoy en mi cabeza con mayor intensidad que cualquier otra cosa, aunque la sensación de sublimidad que me producían los grandes desiertos de la Patagonia y las montañas de la Tierra del Fuego, cubiertas de bosques, ha dejado en mi mente una impresión indeleble”.

Visto que parece que los acuerdos políticos no son fiables, al menos por el momento y no se trata solo de los políticos, todos somos responsables con nuestro consumismo–, no faltan quienes piensan que la solución para combatir el aumento de temperatura se encuentra revitalizando una vieja idea, la de recurrir la geoingeniería, a una de sus ramas, la “ingeniería climática”.

Utilizar los denominados “aerosoles atmosféricos” de origen antropogénico, especialmente diseñados, con métodos como lanzar partículas reflectantes a la atmósfera —a la estratosfera, situada aproximadamente a entre 10 y 50 kilómetros de altura—con el fin de disminuir la incidencia de la luz solar sobre la superficie terrestre. Sería el análogo tecnológico a procesos naturales como la erupción del volcán Pinatubo de Filipinas en 1991, que arrojó al menos 17 millones de toneladas de dióxido de azufre a la estratosfera y enfrió la superficie de la Tierra durante unos dos años.

Sin embargo, existen serios problemas para decidirse a emplear esta u otras técnicas, y los científicos son muy conscientes de ello, como se vio en la reunión de la Sociedad Geofísica Americana celebrada en Washington D.C. el pasado diciembre, en donde se discutió el asunto. ¿Cuántas partículas habría que inyectar en la estratosfera para conseguir una determinada reducción de temperatura? ¿Cuántas y dónde diseminarlas?

Y ¿qué efectos puede tener en la dinámica del clima, en la biodiversidad o en la salud humana, el “contaminar” —pues eso es lo que es— la atmósfera con productos ajenos a ella? Menos aún se conocen las consecuencias de otras posibles tácticas para reflejar la radiación del Sol, como lanzar a la atmósfera aerosoles procedentes de la sal marina. Ante algunos de los problemas más importantes a los que se enfrenta la humanidad, especialmente los energéticos, no es infrecuente escuchar: “la ciencia y la tecnología lo resolverán en el futuro”.

Por ejemplo, somos conscientes de los efectos perjudiciales de utilizar combustibles como el carbón o el petróleo, y de que, además, sobre todo este último, será en el futuro más escaso, pero al mismo tiempo crece imparable el consumo energético mundial, debido al aumento de una población que lo que parece desear es consumir tanto como los países más desarrollados, los que, a su vez, cada día parecen requerir más y más energía, Estados Unidos a la cabeza.

“La fusión nuclear nos resolverá el problema”, se escucha repetidamente. Pero no solo está tardando en llegar, sino que disponer de más energía para consumir producirá otros efectos.

Claro que, de nuevo, “la ciencia resolverá los problemas que se puedan plantear”. “¿No fue capaz de identificar la causa —el empleo de clorofluorocarbonos utilizados como refrigerantes— de los agujeros en la capa de ozono, y proponer soluciones que lo han paliado significativamente? Pero la ciencia, poderosa como es, también nos enseña que en la naturaleza existen límites, que no todo es posible.

No se puede superar la velocidad de la luz (teoría de la relatividad especial); existen límites al conocimiento simultáneo de posiciones y velocidades (mecánica cuántica); la entropía, una medida del desorden, siempre crece —salvo fluctuaciones altamente improbables—, y una de las características de los seres orgánicos, como nosotros, es el orden. La vida, en definitiva, no es sino un compromiso entre lo deseable y lo posible. Y la naturaleza, ajena a nosotros, sigue sus propias reglas.